La figura del sátiro como antecedente del dandy y el hombre superfluo en «Un héroe de nuestro tiempo» de M. Lérmontov

Julia Sarachu

La novela Un héroe de nuestro tiempo (1840) de M. Lérmontov está dividida en dos partes: en la primera parte el narrador encarna el personaje de un joven ruso de clase alta ciudadana, que viaja en carro a través del paisaje desolado de la estepa junto a un viejo militar. Para hacer entretenido el viaje, el narrador incentiva al viejo a que le cuente experiencias extraordinarias de su vida en campaña. De a poco el viejo se va soltando, y comienza el relato de algunos episodios de su vida junto a un joven noble ruso que se había unido al ejército y demostraba frecuentemente comportamientos extravagantes. El joven se llamaba Pechorin, y el viejo lo recordaba con nostalgia y afecto, a pesar de que reprobaba o no alcanzaba a comprender del todo algunas de sus acciones. Pechorin era un joven rico y caprichoso, que se jactaba manipulando el comportamiento de la gente y no tenía límites para procurar la satisfacción de sus deseos, incluso llega a raptar a una mujer y utiliza numerosas estrategias de persuasión, en las que manifiesta una completa subestimación del comportamiento femenino, que aparece caracterizado como totalmente estereotipado y previsible, para lograr que la joven se entregue voluntariamente. Tiempo después se aburre de su compañía y comienza a despreciarla, hasta que la mujer termina siendo raptada y asesinada por Kázbich, un antiguo pretendiente que descubre el lugar donde la tienen escondida. El personaje del pretendiente despechado resulta realmente interesante si lo relacionamos con la literatura argentina: se trata de un guerrero tártaro que monta un caballo extraordinario e indomable, el relato de sus hazañas, enfrentando a los cosacos a través de la geografía desolada de la estepa, nos recuerda el Facundo (1845) de Sarmiento. Un episodio sobre todo: Kázbich escapa de los cosacos que lo persiguen por robar ganado, el caballo avanza desbocado a través del monte, rasgando el rostro de Kázbich con las ramas de los árboles, hasta que se topan con un barranco; el caballo queda colgado por las patas delanteras del borde del barranco, entonces Kázbich decide arrojarse al vacío para salvarlo, rueda muchos metros hasta chocar contra el suelo donde, finalmente, permanece inmóvil. Los cosacos lo dan por muerto e intentan capturar al caballo, que era conocido por su excelencia; lo persiguen todo el día, pero no logran atraparlo y lo abandonan a su suerte. Al atardecer el caballo regresa hasta Kázbich, que aún permanecía con vida, y de ese modo lo salva. Observen el capítulo 5 de Facundo:

Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron. Es el bramido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio, prolongado, estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento involuntario en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al anuncio de la muerte. Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano; el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a la larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el último era más distinto, más vibrante que el que le precedía. Al fin, arrojando la montura a un lado del camino, dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse en una continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo y bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa adelante del punto en que ésta se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón, esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a buscar el rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando la vista, divisa a su presa haciendo con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se posan en sus puntas. Desde entonces ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas del suelo, sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo, que iba a obrar sobre los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente; dio vuelta en torno del árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin, bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no podía apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y ya veía próximo el momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación. En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les reveló el lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre, empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos lazos, no pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le traspasó el que iba a ser su víctima. «Entonces supe lo que era tener miedo», decía el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales este suceso. También a él le llamaron Tigre de los Llanos… (Sarmiento, 2018, p.102-103)

Tanto Facundo como Kázbich son prófugos a través del desierto y, como si fueran animales salvajes, sufren la acechanza del cazador: los cosacos persiguen a Kázbich, un tigre a Facundo. Ambos utilizan la astucia para evadir la muerte: Facundo se trepa a un árbol mientras Kázbich se hace el muerto al pie del barranco. Y el elemento decisivo resulta ser la igualación entre hombre y animal: Kázbich es tan bravo y astuto como su caballo, mientras el caballo adquiere rasgos de humanidad, resulta fiel, compasivo, no huye, sino que regresa y lo rescata. En el caso de Facundo, el tigre asume el rol humano de cazador mientras Facundo es la presa que se esconde, y finalmente ataca y resuelve feroz como un tigre. Se produce entonces una simbiosis entre la fiera y el hombre, y los dos son uno.      

acb549556cc20ef721c8a04cb46fcf96Otra similitud, entre esta primera parte de la novela de Lérmontov y  Facundo,  tiene que ver con la dialéctica constante entre civilización y barbarie: tanto en el relato del viejo como en el recorrido en carro a través de la estepa, constantemente surge la ocasión de intercambio con diferentes pueblos y etnias, comunidades y familias que viven aisladas en medio de la estepa, y se presentan en el relato como de costumbres primitivas en relación de oposición a la figura del joven viajero, el narrador, e incluso con respecto al viejo militar ruso, quien los describe con rudeza; además se plantea la confrontación con los pueblos de religión musulmana. También podríamos comparar el episodio de Kázbich con aquel del Martín Fierro (1872) de José Hernández, cuando el gaucho, prófugo en el desierto, presiente, por el grito de los chimangos y el sonido de los cascos oreja en tierra, la llegada de la policía que viene a atraparlo; entonces se protege tras el caballo y, cuando lo cercan, arremete y los enfrenta, hasta que el soldado Cruz se une a Fierro y entre los dos matan a todos.

A pesar de algunos momentos poéticos increíbles de la primera parte del relato de Lérmontov, que sentí poderosamente cercanos, al ingresar en la segunda parte me encontré con una situación completamente diferente: se trata del diario de Pechorin, que el viejo le entrega al narrador antes de despedirse, luego el narrador lo incorpora al relato en la segunda parte. Realmente la historia da un giro y ya no es Facundo de Sarmiento sino Sin rumbo (1885) de Cambaceres: cuenta la vida en sociedad del joven rico Pechorin, que se complace manipulando a la gente, poniendo a los demás en ridículo y su único objetivo perpetuo consiste en progresar de amante en amante, de conquista en conquista, burlando mujeres que luego caen en la decepción y hasta enferman por su abandono. Se trata de la reproducción en la literatura rusa de la figura del dandy inglés, me recordó Retrato de una dama (1881) de Henry James y El retrato de Dorian Grey (1890) de Oscar Wilde, aunque ambos libros son posteriores; entonces el profesor López Arriazu me advirtió que el antecedente inmediato de la recreación de la figura de Don Juan en la literatura rusa se encuentra en El convidado de piedra (1830) de Pushkin, mientras en la literatura inglesa se puede identificar el Don Juan (1819) de Byron.

Lo pensaba una y otra vez, y a pesar de mi profesionalismo no podía evitar odiar a ese personaje de Pechorin, machista y misógino, que trata a las mujeres (y los hombres que las aman) como títeres, como seres inferiores de mente estereotipada, previsible y manejable con algunas estrategias básicas. No lograba objetividad en la lectura de la novela, entonces decidí tratar de entenderlo, analizarlo, encontrar los estereotipos en los que se basa esta figura, para acorralar definitivamente y para siempre al macho cabrío de la literatura romántica: el dandy del siglo XIX.                    

El dandy Pechorin de Un héroe de nuestro tiempo busca el goce. El goce siempre está relacionado con traspasar el límite, porque el deseo se constituye a partir de la imposibilidad; entonces gozar es alcanzar el objeto de deseo mediante un traspasamiento del límite que impide el acceso a dicho objeto. Por otro lado, el límite se erige a partir de la individuación: hay separación respecto del objeto de deseo porque hay diferenciación, es decir, vida separada, que tiene en sí la impronta de la autopreservación (como ser separado). Por lo tanto, el goce siempre se relaciona con la muerte, porque busca la unión del sujeto (que desea) con el objeto deseado, presiona por la disolución de la separación, y la indiferenciación más completa solo se logra con el fin de la vida separada: la muerte como restitución de la unidad, como goce último y definitivo. Cada goce pone en riesgo la autonomía, el límite de los seres, hasta la definitiva fusión completa en la nada. Afirma Pechorin que, cuando era niño, una bruja predijo a su madre que moriría en manos de una esposa malvada. Desde entonces el personaje se ha propuesto posponer su muerte lo máximo posible, y así vive entregado al goce, de amante en amante, de conquista en conquista, de engaño en engaño, hasta el encuentro con aquella mujer fatal que lo elimine definitivamente: la muerte.  

En El nacimiento de la tragedia (1872) Nietzsche establece el origen de dicho género literario a partir de la función del coro en los Misterios de Eleusis. Plantea, entonces, la oposición entre los conceptos de lo apolíneo y lo dionisíaco: lo apolíneo se relaciona con el principio de individuación que se expresa en la figura del héroe trágico, mientras lo dionisíaco es el principio de indiferenciación que fundamenta la estructura del coro. El elemento dionisíaco se manifiesta en la mitología griega mediante la figura del dios Dioniso o el sátiro, figura que reaparece durante el Siglo de Oro español en el personaje de Don Juan Tenorio, y luego en el Siglo XIX se resignifica con el dandy. Representan, no la preservación de la vida individual, sino traspasar constantemente el límite en una búsqueda ininterrumpida de goce, hasta el freno que impone la muerte. Estos personajes, en la medida que persiguen el goce, lo que buscan en la mujer es su aspecto como fuente de goce: no la mujer-madre, la mujer en su aspecto creativo, de creación,[1] sino desde el punto de vista destructivo, desde el punto de vista del impulso de indiferenciación. Sin embargo, aunque la dinámica del goce busca traspasar el límite, de todos modos, para seguir gozando, es necesario preservar la vida separada, mantenerse con vida; por lo tanto, en la aproximación a la mujer como objeto de goce estos personajes experimentan una ambigüedad: por un lado desean a la mujer como fuente de satisfacción, al mismo tiempo la ven como una amenaza de aniquilación de la individualidad, pérdida de la libertad o existencia separada. De este modo, sienten al mismo tiempo con respecto a la mujer deseo y rechazo, atracción y odio, también miedo, por eso el rechazo, por miedo, en eso consiste su misoginia. Dentro de la misma lógica de sentido, son todos personajes que ponen en riesgo su vida a cada instante, se exponen al peligro constantemente, todo el tiempo están “coqueteando con la muerte”, establecen una dialéctica entre conservar la individualidad y perderse en la nada.[2]

Hay otro tema vinculado a la dialéctica del goce como un traspasar el límite, siendo la última instancia del traspaso del límite la muerte. Es como si la muerte del otro, por ejemplo el femicidio, fuera, en la estructura mental del sátiro, una continuación del acto sexual, porque se trata, en definitiva, de llevar el acto sexual hasta las últimas consecuencias, en la medida que implica el consumo absoluto del objeto de deseo, la plena posesión del otro o transformación del otro en sí mismo. Por medio de la consumación se logra la aniquilación de la diferencia entre yo y el otro, entendiendo el acto sexual como una fusión o búsqueda de disolución del principio de individuación.[3]

GOYA_-_El_aquelarre_(Museo_Lázaro_Galdiano,_Madrid,_1797-98)
El aquelarre, Francisco de Goya

A Dioniso, que es el sátiro, que es Don Juan en el siglo XVII, y luego el vampiro y el dandy en el siglo XIX (representado en el personaje de Pechorin en Un héroe de nuestro tiempo de Lérmontov), en la literatura griega se lo denomina el extranjero, porque el culto de Dioniso (establecido en la mitología griega) provenía de Asia Menor. En la tragedia de Eurípides Las bacantes, Dioniso llega a Tebas cubierto con una piel de cabra y exige que se lo admita como dios y se le rinda culto, entonces se discute si se lo aceptará o no. La figura de Dioniso se encuentra relacionada con el culto del dios Baal en Asia Menor, creencia que Jehová, en el Antiguo Testamento, le pide al pueblo de Israel que erradique y reemplace durante la conquista de la Tierra Prometida. Baal es un dios sátiro que se asocia a la figura de una cabra o toro, siempre aparece representado con cuernos.[4] Representa un elemento orgiástico, el goce, también la fertilidad, por último, es una forma de satanismo. Dioniso siempre va acompañado del séquito de las bacantes, un grupo numeroso de mujeres hipnotizadas, poseídas por sus encantos, que lo siguen incondicionalmente; del mismo modo que el personaje de Vera, en la novela de Lérmontov, sigue irracionalmente a Pechorin, a pesar de que la usa y la desprecia. En un momento del relato, Vera afirma, enceguecida en su pasión por Pechorin, que nunca el mal fue tan atractivo en nadie como en él, y confirma que sigue amándolo a pesar de su rechazo, incluso cae enferma por la angustia del desamor. Sus seguidoras actúan como grupies y el dandy-sátiro es un satanista, como esas estrellas de rock del siglo XX que avanzan siempre rodeadas de grupies, siempre rodeadas de su séquito de bacantes. En este sentido el personaje del dandy, desarrollado en la literatura del siglo XIX, es una reelaboración del mito trágico de Dioniso.

Lérmontov fue un escritor perteneciente a la aristocracia rusa de la primera mitad del siglo XIX, toma como modelo para su propia elaboración poética la figura del dandy de la literatura inglesa: en Un héroe de nuestro tiempo el narrador dice explícitamente que es lector de Byron y que la figura del dandy es un invento inglés. El aburrimiento, el tedio permanente que perturba al dandy, es un efecto, un reflejo invertido de la búsqueda ininterrumpida de goce a la que somete su propia existencia. La figura del dandy,  desarrollada por Byron en su Don Juan (1819), se instala fuertemente en el siglo XIX a partir de la publicación de la obra Fausto de Goethe (1808), cuyos antecedentes pueden situarse en el Fausto de Spies de 1587 y el Fausto de Marlowe de 1592. Fausto es un personaje que vende su alma al diablo a cambio de conocimiento y poder, y se entrega a las la experimentación y el goce. Representa la ruptura del orden establecido, el caos orgiástico y la desintegración de los roles sociales. Se relaciona con las fuerzas primarias de la naturaleza y su función es subvertir las normas, el orden social humano. Esta figura, que se transforma en tópico recurrente a comienzos del siglo XIX, surge como resultado de la ruptura de los valores tradicionales, la ruptura del orden establecido que implicó la Revolución francesa y la reorganización social y económica impulsada por la Revolución industrial. Según Arnold Hauser en Historia universal de la literatura y el arte (1976), los intelectuales y artistas, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, se sintieron estimulados por las transformaciones que prometían ambas revoluciones, ilusionados con la posibilidad de libertad de expresión que habilitaba la recreación de las formas anquilosadas del arte y la literatura del clasicismo. Sin embargo, con la revolución política entró en crisis la posición del artista en la sociedad, perdió su lugar en la estructura social porque ya no desarrollaría su actividad en el contexto de las cortes, y se encontró de pronto arrojado a la lógica cruel del mercado, transformado en esclavo del gusto del público. El arte se instituyó como esfera autónoma de actividad y, en el contexto del utilitarismo mercantilista, el artista y el poeta no cumplirían ninguna función productiva más allá del mero entretenimiento y el goce estético estéril del arte por el arte: ahora el escritor representaba el rol de un hombre superfluo, que está de más, en el marco del nuevo orden burgués.[5] Esto, sumado a la crisis de valores y creencias como consecuencia del cambio de paradigma, provocó un impulso de fuga hacia la búsqueda de nuevos fundamentos: por un lado, los escritores comienzan a manifiestar disgusto con respecto a un público no especializado, de consumo burdo, que no es capaz de entenderlos (aristocracia intelectual del arte), pero al cual deben satisfacer para poder vender sus obras y sobrevivir. Por otro lado experimentan un retorno del sentimiento aristocrático, como nostalgia de aquel pasado glorioso ante el miedo a la pérdida de los privilegios sociales; de este modo se instala una tendencia medievalista que pretende fundamentar los orígenes, la identidad cultural-nacional, a través de la reelaboración de mitos y leyendas populares. O, por el contrario, se establece una orientación hacia el futuro: los escritores tratan de imaginar un nuevo orden posible, más allá del presente en crisis y el pasado que ya no existe, y así surge el pensamiento utópico.[6] También se desarrolla la novela realista, que muestra el presente a partir de la crisis de valores de la clase alta; mientras, por otro lado, denuncia (desde lejos) las condiciones de explotación y sometimiento de la clase trabajadora. Por último, la tendencia a la evasión o fuga también se manifiesta como pérdida de sentido de la existencia y entrega a los placeres terrenales y la experimentación de los paraísos artificiales, una entrega plena al presente, ya que el pasado ha sido destruido, revolucionado, modificado, mientras el futuro resulta incierto: en ese espacio se desarrolla la figura de Fausto, que se traslada hacia la literatura inglesa como el Dr. Frankenstein, y muta en la forma del vampiro y el dandy, para finalmente ser adoptada en la literatura rusa bajo la forma del hombre superfluo, nuestro Pechorin de Lérmontov; también se ramifica hacia el decadentismo en la literatura francesa. En ese sentido la figura del dandy representa la búsqueda del ideal utópico de la libertad absoluta que, en la medida que intenta realizarse, se negativiza: primero adquiere una orientación contra el orden social, luego ese impulso negativo se vuelve destructivo, negación del otro, negación de la diferencia; finalmente se torna autodestructivo, porque presiona el principio de individuación hasta la desintegración en la nada, la muerte.    

Cabe mencionar que la figura del dandy desarrollada por Byron en su obra Don Juan, es una reelaboración el personaje de Don Juan Tenorio que Tirso de Molina presenta en la obra El burlador de Sevilla y el Convidado de Piedra (1616-1630). Se trata de un personaje de la cultura popular sevillana: Don Juan es hijo de un juez y pariente del Rey Alfonso XI; aprovechando su posición social y su riqueza, se entrega compulsivamente a la búsqueda de satisfacción de sus impulsos sexuales, que siempre articula a partir del engaño y la destrucción del honor de mujeres de todas las clases sociales. Consecuentemente también destruye el honor, la reputación y las ilusiones de padres, novios y maridos de las mujeres burladas. Su derrotero termina en la muerte, lo abduce hacia el infierno el espíritu del padre de una mujer noble que violó mediante engaños. El hombre era un funcionario real honesto y respetable, que Don Juan mata tratando de escapar cuando es sorprendido violando a la hija. El fantasma del padre se le aparece a Don Juan cuando se dispone a cenar en una taberna, por eso se lo denomina el Convidado de Piedra: es un espíritu que asiste a la cena sin ser invitado, y se manifiesta bajo la forma de la estatua de piedra de su propio sepulcro con un objetivo justiciero. A partir de su intervención se resuelven todos los conflictos que plantea la obra. Este trato con espíritus es una característica vinculada a los sátiros y a Dioniso, también Fausto tiene trato con demonios como Mefistófeles: dado que buscan el goce extremo, siempre se encuentran en el límite entre la vida y la muerte, por lo tanto pueden establecer trato con seres del más allá, seres infernales. Ya mencionamos anteriormente que Pushkin, principal referente literario de Lérmontov, escribió dos obras de teatro relacionadas con el desarrollo del tópico: El convidado de piedra y Fausto

De este modo se enlaza la cadena semiótica, así el personaje de Don Juan tiene como antecedente en la historia de la cultura la figura del sátiro de la mitología griega, que progresa hacia el siglo XIX como Fausto, el dandy, el hombre superfluo, y las estrellas satánicas de rock del siglo XX. Ahora llegó la hora de conjurarlo:                      

Divertidas estancias a Don Juan

Noctámbulo mochuelo,
por fortuna tú estás
bien dormido en el suelo
y no despertarás.

Si tu sombra se alzara
vería a la mujer
midiendo con su vara
tu aventura de ayer.

La flaca doña Elvira,
la casta doña Inés,
hoy leen a Delmira
y a Stendhal, en francés.

Caballeros sin gloria.
sin capa y sin jubón,
reaniman tu memoria
a través de un salón.

No escalan los balcones
tras el prudente aviso,
para hurtar corazones,
imitan a Narciso.

Las muchachas leídas
de este siglo de hervor,
se mueren aburridas
sin un cosechador.

Más que nunca preciosas,
oh, gran goloso, están,
más no ceden sus rosas;
no despiertes, don Juan.

Que no ha parado en vano
la aventurera luna:
hoy tu castigante mano
no hallaría fortuna.

Y hasta hay alguna artera,
juguetona mujer,
que toma tu manera
y ensaya su poder.
              (Storni, 1968)

Bibliografía

Chernishevski, N. (2017). ¿Qué hacer?. Traducción Iármila Reznickova & Gabriel Guijarro Díaz. Editor digital Primo. En: ebookelo.com

Eurípides (s.f.). Las bacantes. En: https://historicodigital.com/download/euripides%20-%20las%20bacantes.pdf

Hauser, A. (1979). Historia social de la literatura y el arte, Tomo 2. Barcelona: Editorial Labor S.A.

Lérmontov, M. (2019). Un héroe de nuestro tiempo. Traducción de V. Korzeniewski. Buenos Aires: Dedalus editores.

Nietzsche, F. (1998). El nacimiento de la tragedia. Buenos Aires: EDAF Ediciones.

Pushkin, A. S. (2020). Los gitanos. Introducción y traducción F. Franchi. Ficha de cátedra Literaturas Eslavas, Opfyl, FfyL, UBA.

Pushkin, A. S. (2015). Teatro completo. Traducción de Eugenio López Arriazu. Buenos Aires: Ediciones Colihue.

Sarmiento, D.F. (2018). Facundo. Biblioteca del Congreso de la Nación.                           En: https://bcn.gob.ar/uploads/Facundo_Sarmiento.pdf

Storni, A. (1968). Antología poética. Buenos Aires: Editorial Losada.

Tirso de Molina (1974). El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Buenos Aires: Editorial Huemul.

Notas

[1] Una aproximación a la mujer desde el punto de vista de su aspecto creativo lo observamos por ejemplo en el personaje de Vera y la figura de la Mujer Nueva en la novela ¿Qué hacer? (1863) de Chernishevski.

[2] Esta contradicción interna la vemos claramente desarrollada por ejemplo en la novela Nosotros (1920) de Zamiatin, donde el personaje del matemático se debate entre esos dos aspectos, se encuentra atravesado por la dialéctica entre, por un lado, la aceptación de una función en el orden social, la preservación de su propia vida y la vida de la comunidad mediante la supervivencia del Estado Único, mientras, por otro lado, experimenta la pulsión de goce, pulsión de muerte vinculada al egoísmo que comienza a manifiestarse a partir de la atracción y el deseo sexual que siente con respecto a I-330, la destrucción del orden establecido, el sabotaje de los Mefi.

[3] En este sentido podríamos polemizar acerca del desenlace en Los gitanos (1827) de Pushkin: ¿hasta qué punto la actitud de Aleko no lleva hasta las últimas consecuencias el principio de libertad que fundamenta el modo de vida de los gitanos en el poema? Luego del femicidio de Zemfira, el viejo dice que ellos son libres pero no asesinos, por eso expulsan de la comunidad a Aleko y se marchan. Sin embargo, hacia el final, el narrador reflexiona en el Epílogo de la siguiente manera:

¡Pero no hay felicidad entre ustedes,
pobres hijos de la naturaleza!
Bajo sus carpas despedazadas
viven sueños que atormentan,
y sus nómadas refugios
en los desiertos no se salvan de desgracias,
en todas partes las pasiones son funestas
y no hay protección contra el destino.
                       (Pushkin, s.f., p. 21)

Como si el crimen fuera la consecuencia necesaria de la liberación de las pasiones. ¿Es este un pensamiento machista que incluye en la causa del crimen a la propia víctima, que culpabiliza a la víctima y la pone al mismo nivel que el asesino? ¿O en realidad el narrador se refiere a que los gitanos no pueden disfrutar de su felicidad en libertad porque su opción de vida se encuentra constantemente cercada, frustrada por el egoísmo que impera en el sistema de esclavitud que los rodea, y se infiltra en su universo a través de la figura de Aleko? Este es un tema acerca del cual se podría reflexionar.

[4] Se asemeja a Jelengar en la mitología eslovena, un ciervo violador que deambula por los bosques. Svetlana Makarovič reelabora en su poesía esta figura, que representa el miedo ontológico de las mujeres a ser violadas cuando caminan solas por los bosques de la antigüedad o la jungla urbana contemporánea.

[5] En este punto cabe aclarar que, en el contexto de escritura de la obra bajo el régimen zarista, permanecía vigente el sistema de servidumbre. En Rusia no se habían modernizado las estructuras políticas, económicas y sociales en el sentido de la Revolución francesa y la Revolución industrial, por lo tanto, si bien la intelectualidad adopta modelos literarios importados, estos adquieren aspectos específicos en contexto ruso, que deben observarse cuidadosamente para completar un análisis profundo de la evolución del tópico en dicha literatura, lo que excede el objetivo del presente trabajo.

[6]  Como vemos por ejemplo en ¿Qué hacer? de Chernishevski.

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