«La estampilla egipcia», de Ósip Mandelshtam

Rodolfo Ruiz Vázquez

Contraviniendo las leyes de Perogrullo, comencemos por el final: literalmente, con “El fin de la novela”, ensayo que cierra la edición bilingüe de La estampilla egipcia de Ósip Mandelshtam, publicada en 2018 por el sello anDante. En este ensayo, Mandelshtam resume el origen y el desarrollo de la novela europea, fijando su apogeo en el siglo XIX. Para el autor, la novela se había “consolidado como el arte de interesar por el destino de sujetos particulares”. Independientemente de si el interés residía en el argumento —en lo puramente narrativo— o en la profundización psicológica, el núcleo de la novela seguía siendo el invididuo o una serie de individuos. Si “en el declive de la novela europea”, como lo denomina Mandelshtam, “el centro de gravedad se trasladó hacia la motivación social”, eso no conllevó la nulificación del individuo. Al contrario, aun cuando ambicionara hacer un fresco histórico-social de su época, el novelista debía centrarse en las vidas de personajes concretos, pues solamente en los conflictos y acciones individuales, enmarcados en un periodo y un lugar delimitados, podía cifrar lo que, en su conjunto, era inabarcable e incognoscible. La necesidad de ir de lo particular hacia lo general, impuesta por las limitaciones humanas del artista, daba al personaje una importancia que rebasaba su propio destino, por cuanto el personaje, a la vez, funcionaba “como una especie de manómetro que mide la presión de la atmósfera social”.

Pero en la guerra, en un cataclismo o en un levantamiento armado, el individuo se ve arrastrado por un turbión que lo despoja de voluntad, que lo convierte en un títere manipulado por circunstancias externas que nulifican sus decisiones y la repercusión de éstas en la sociedad. (Mandelshtam habla a grandes rasgos de “los poderosos movimientos sociales, acciones de masas organizadas”, aludiendo, con todo, a la Revolución de Octubre). Dicha reflexión conduce a Mandelshtam a ominar lo siguiente: “El destino posterior de la novela no será otro que la historia de la atomización de la biografía, de la forma de existencia personal… incluso más que atomización: será la muerte catastrófica de la biografía”.

A los cien años de la escritura de “El fin de la novela”, la vigencia de que aún goza el género novelístico en sus muy variados estilos y propósitos desmiente la elegía de Mandelshtam. Sería fútil presentar pruebas en contra del augurio que —al menos por ahora— no se ha cumplido, por la sencilla razón de que, en retrospectiva, nos damos clara cuenta de que Mandelshtam, al vaticinar, en realidad estaba profetizando sobre sí mismo, sobre una poética personal que, irónica pero conscientemente, materializaría en La estampilla egipcia las sentencias lanzadas por él a un género que daba ya por muerto.

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Escrita entre 1926 y 1927, La estampilla egipcia es precisamente eso: una atomización de ideas e imágenes dispersas alrededor de un protagonista sin rostro, Parnok, cuya psicología inasible se pierde en la discordante barahúnda que se agita en el ambiente revolucionario del Petersburgo de 1917 y al interior mismo de su alma. Parnok, conocedor de las bellas artes, en especial de la música, y dotado de una imaginación y curiosidad innatas, carece, sin embargo, de linaje y determinación. Ha malbaratado su vida en las salas de conciertos, en seducciones fallidas y en fantasías desbordantes pero infértiles que no cristalizan en un acto creativo. Su mente dispersa atrapa todo al vuelo y, principalmente, “lo innecesario, convirtiendo el murmullo tranviario de la vida en verdaderos acontecimientos”. De natural enamoradizo, en vano recurre a esta sensibilidad para impresionar a las mujeres: “ellas no lo entendían”.

México, anDante, 160 pp.
ISBN 9786079735258

Tan insustancial como Parnok es el argumento: el robo de la levita de Parnok a manos del sastre que la había confeccionado. Sobre esta banal trama, Parnok borda sus vagabundeos por un Petersburgo alucinante, y en esos vagabundeos aparece, como de pasada, el petulante capitán de caballería Krzhizhanovski, quien, a diferencia del protagonista, reúne las prendas —en ambas acepciones de la palabra— que lo hacen atractivo a las mujeres. Y es el airado capitán, que casi toda la obra permanece tras bambalinas, quien une los hilos de la trama en los capítulos finales. Si Krzhizhanovski vence a Parnok en el terreno amoroso, lo vence definitivamente, y por partida doble, cuando, al concluir el relato (o novela breve), sale de Petersburgo rumbo a Moscú detentando una prenda con que robustece el número de las que de por sí derrochaba el carismático y gallardo capitán: la levita de Parnok, que le ¿obsequia?, ¿vende? el sastre que la había robado en un inicio. Que el robo de una levita constituya el eje narrativo dice mucho sobre cuán nimio e insignificante es Parnok, quien, al perderla, se ve despojado no de un simple trapo, sino de “su cubierta terrenal”, “su querida hermana”. Dice mucho, también, sobre cuán nimia e insignificante es La estampilla egipcia en el aspecto narrativo, y pone al lector en el caso de olvidarse de que está frente a un relato (o novela breve) en el sentido canónico, y de abordar el texto desde la óptica fragmentaria y confusa de Parnok.

Pese a la gran copia de personajes que desfilan por las páginas, a cuál más esperpéntico, ya no hay un interés “por el destino de sujetos particulares”; ya no están las detalladas descripciones gestuales y fisonómicas ni los minuciosos retratos psicológicos de la narrativa decimonónica. A través de fugaces viñetas, Mandelshtam escoge uno o dos atributos para caracterizar, y sobre todo caricaturizar, a los personajes: la mollera de Parnok, “encalvecida en los conciertos de Scriabin”, recibe un chorro de agua helada, en conformidad con el método que a la sazón se les recetaba a los locos; en el episodio en que seduce a una dama, Krzhizhanovski irrumpe en escena “con los bigotes teñidos”; de la piadosa tía Vera, dada a preconizar en asuntos morales, se dice que “sus bucles de solterona caían con leve repugnancia sobre el plato de la sopa de pollo”, y que sus consejos espirituales emulaban “los servicios de la cruz roja, como si desenvolviera un carrete de gasa y esparciera como serpentina una venda invisible”; el relojero judío desde cuyo establecimiento Parnok intenta hacer una llamada no tenía teléfono pero sí hijas, “tristes como muñequitas de mazapán”, y “hemorroides, té con limón y deudas”.

La atomización vaticinada por Mandelshtam encuentra un descendiente digno en las “Posibilidades de la abstracción”, cuento que figura en Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar. Desde las primeras líneas el narrador elucida, sin ambages, el arcano que encierra el título: pese a su larga carrera “en la Unesco y otros organismos internacionales”, dice, “conservo algún sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción”, la cual le permite concentrarse en una sola parte de la anatomía de las personas y borrar el resto de su campo de visión: el ombligo de una chica (menos la chica), los zapatos de los oficinistas (menos los oficinistas), las lágrimas de su secretaria, “fuentes de cristal que nacían en el aire”.

La capacidad de abstracción del funcionario de la Unesco tiene un temprano antecedente en la descripción focalizada con que Mandelshtam sintetiza a hombres y mujeres que, fuera de esos rasgos distintivos pescados con mordaces pinzas, carecen de personalidad o destino. Capacidad en el caso del funcionario, y técnica narrativa en el de Mandelshtam, la abtracción-focalización ridiculiza al tiempo que deshumaniza. Lo mismo, pero a la inversa, le ocurre al individuo cuando  “los poderosos movimientos sociales, acciones de masas organizadas” lo confunden y homogeneizan con el conglomerado humano. Frente a la abstracción jocosamente misantrópica del funcionario de la Unesco, la focalización de Mandelshtam parece una furiosa venganza, basada en la ley del Talión, contra el poderoso movimiento social y la acción de masas organizadas que lo privaron “de biografía y del sentimiento de valía personal”, como él mismo declaró a una revista.

Antes de desarrollar esta idea, citaré un fragmento del cuento de Cortázar que se corresponde, de manera sorprendente, con uno de los pasajes más significativos de La estampilla egipcia:

El lunes pasado fueron las orejas. A la hora de entrada era extraordinario el número de orejas que se desplazaban en la galería de entrada. En mi oficina encontré seis orejas; en la cantina, a mediodía, había más de quinientas, simétricamente ordenadas en dobles filas. Era divertido ver de cuando en cuando dos orejas que remontaban, salían de la fila y se alejaban. Parecían alas.

El pasaje al que me refiero tiene lugar en la calle Gorójovaia, sobre la que da la ventana del consultorio de un dentista. El paciente, Parnok, observa por el cristal a una procesión avanzando “con un murmullo de plegarias”, al centro de la cual se reserva un espacio cuadrado para contener a un ladrón que será ahogado en el río Fontanka. Desde el consultorio, a una indemne distancia, la mirada de Parnok somete a las hordas justicieras a una focalización grotesca:

¿Cabe decir que [el criminal] no tenía rostro? No, sí lo tenía, aunque en una multitud los rostros no tienen significado, sólo las nucas y las orejas viven independientemente.
Andaban los hombros-perchero llenos de guata, las chaquetas compradas en el patio de Apraksia, ricamente cubiertas con caspa, las nucas irritadas y las orejas de perro. […]
La ciudadanía de nucas, guardando un orden ceremonial […] avanzaba implacablemente hacia el Fontanka.

El recurso estético de la descripción focalizada entraña un distanciamiento entre el individuo respecto a las masas organizadas que lo privan de biografía y del sentimiento de valía personal. “Hay personas que, por alguna razón, resultan indeseables a las masas. Éstas los notan enseguida, los difaman y los golpean en la nariz. […] Parnok era una de esas personas”. Pues adelante: Parnok paga con la misma moneda a aquéllos que lo invisibilizan, resaltando sus atributos más ridículos. Pero eso no lo hace del todo insensible: sale corriendo del consultorio y, con buenas intenciones, pero sin éxito, intenta telefonear a la policía desde distintos lugares. La solidaridad con el criminal sin rostro nace, quizá, de un sentimiento de empatía: Parnok tampoco tiene rostro y es, a su manera, víctima de la turbulencia social.

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El autor, por su parte, guarda distancia del protagonista. Alternan en la obra un narrador en primera persona, abocado a remembranzas íntimas, y otro en tercera, que sigue las peripecias de Parnok y de los otros personajes. A veces da la sensación de que la voz en primera persona es la del protagonista. Verdad que el autor deja claro que no es así, o al menos no siempre, cuando, por ejemplo, exclama: “¡Dios mío! No me hagas parecido a Parnok! Dame fuerzas para diferenciarme de él”. La tía Johanna, que el narrador en tercera persona nombra como uno de los pocos parientes de un Parnok “que no tiene linaje”, aparece en el fragmento en que el narrador en primera persona narra un viaje en que lo sujetan “a una carreta y familia ajenas”, en compañía de un joven hebreo, una vieja y, entre otras personas, la ya nombrada tía Johanna.

La distancia guardada obedece, creo yo, al hecho de que Parnok es un Mandelshtam en potencia que no termina de consolidarse en Mandelshtam. Parnok, con toda su erudición y sensibilidad poética, no pasa de ser un diletante ocioso. Su potencial se pierde en devaneos, delirios de grandeza y galanteos fallidos. Mandelshtam parodia a Parnok oblicuamente a partir de una prosopopeya de la calle donde vive, la avenida Kamennoostrovski: “es una de las calles más frívolas e irresponsables de Petersburgo”. El autor la compara con “un galán despreocupado, que almidona sus únicas dos camisas de piedra y el viento sopla desde el mar sobre su cabeza de tranvía. Éste es un joven y desempleado petimetre que lleva bajo del brazo sus casas, como un pobre pisaverde lleva su vaporoso paquete de la lavandería”.

Lavanderías y sastrerías. No es gratuito que Mandelshtam dedique tal atención al mundillo sartorial, que sus páginas rebosen del léxico indumentario y textil de la época. Poniendo de relieve lo superfluo, destaca la superficialidad de Parnok. Al fin y al cabo, sin su levita, “su cubierta terrenal”, “su querida hermana”, Parnok ya no tiene importancia, y su cultura y fantaseos le sirven de poco. Nuestro hombre es consciente de su condición ridícula y desea transformarse: “bastaba con recobrarse, espabilarse y la alucinación se desvanecería: se curaría y sería como todas las personas, quizá y hasta se casaría… Entonces nadie se atrevería a llamarlo ‘jovencito’. Dejaría por fin de besar la mano a las damas. ¡Suficiente con ellas!”.

Parnok, el señorito, el pisaverde, no se redime. Aun así, su excentricidad lo distingue de las masas organizadas en el marco de un suceso histórico que excluirá la excentricidad y la originalidad de todos los ámbitos de la futura Unión Soviética, especialmente del artístico. Parnok, a quien la turba linchadora se le presenta como hediondas “burbujas intestinales”, cobra relevancia en cuanto personalidad distinta (que no distinguida). No tiene biografía, cierto. Tampoco es capaz de plasmar creativamente sus excentricidades. De esto último se hizo cargo, con una libertad desenfrenada, Mandelshtam.

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El análisis anterior nos da una idea del enfoque social —o mejor dicho antisocial— que rige La estampilla egipcia. Hay que agradecer que ese enfoque no haya tomado la forma de una soflama, de un panfleto, y que en cambio Mandelshtam haya priorizado el arte y el humor. A la vez que una parodia de la novela “huérfana” de biografía que profetizó Mandelshtam, La estampilla egipcia es un continuo raudal de inventiva. El principal atractivo de La estampilla egipcia está en su espíritu lúdico y en su estética estrambótica. La insulsa trama sirve de excusa para un desahogo de fantasía y creatividad. La narrativa aquí pierde su función esencial de contar algo y adopta la función de contener muchas y diversas cosas, como un baúl de juguetes. Hay tela de donde cortar; basten unos cuantos retazos:

“Pero en el último trineo flotaba una rama de pino de brillante color verde dentro de un vaso azul, cual una joven griega en un ataúd abierto”. “No hablen por los teléfonos de las farmacias petersburguesas: el auricular se descascara y la voz se despinta”. “Recordó sus victorias sin fama, sus citas vergonzosas, el tiempo que pasó parado en las calles, los teléfonos en las cervecerías, espantosos como tenazas de cangrejo”. “En la oscura vegetación zumbaban las bicicletas, abejorros metálicos del parque”. “En la noche soñé con un chino, del cual colgaban ridículos como un collar de perdices, y con un duelo-cucú americano, que consistía en que los adversarios dispararan a las vitrinas con vajillas, a los tinteros y a los cuadros familiares”….

Un baúl de poesía; un largo e indescifrable poema en prosa que, no obstante la endeble trama, contiene la atomización dentro de los lineamientos básicos de la narrativa: acción, movilidad y secuencias. El extravío deambulatorio de Parnok, la inesperada aparición de personajes rocambolescos, las remembranzas de la infancia, el continuo asalto de sopresivas e insólitas imágenes y asociaciones de ideas y la avidez, por parte del lector, de que en el siguiente párrafo les salgan al encuentro otras aún más bizarras: todo esto conforma el hilo conductor que, a falta de un argumento sostenible, da a La estampilla egipcia un dinamismo cercano al de una novela picaresca y la hace, dentro de su complejidad, gozosamente legible.

Ignoro si Mandelshtam quiso transmitir un mensaje encriptado; los estudiosos lo sabrán mejor. María del Mar Gámiz Vidiella, a quien debemos la traducción, habla en una breve nota introductoria de los “análisis eruditos, enredados, mas también afortunados” que provocó La estampilla egipcia. Ciertamente la introducción y las notas ayudan a dilucidar referencias y pasajes difíciles, sobre todo para los lectores que no estamos familiarizados cabalmante con la vida y obra de Mandelshtam ni con Rusia, sus costumbres y su tradición literaria; pero da la impresión de que cualquier interpretación que pretenda “fijar” el significado de La estampilla egipcia acabaría enredando lo que de por sí es un enredo.

La arbitraria belleza de las metáforas, los enigmáticos diálogos, los personajes esperpénticos y las situaciones absurdas en que se ve envuelto Parnok nos dejan tan perplejos que por un instante podríamos considerar rumiarlos y sopesarlos a fin de penetrar su sentido. En lo personal, pienso que el asombro ingenuo de un niño frente a una linterna mágica vuelve más disfrutable la lectura. Con una aproximación naïf, Mandelshtam se nos revela a su vez como un niño travieso, y uno corresponde a sus jugarretas verbales con un embeleso y una fascinación infantiles. Se trata de una sugerencia: queda al criterio del lector presumir que todo se reduce a una elaborada broma ante la que sólo hay que deleitarse, o asumir el riesgo de descifrar el jeroglífico,