Bogdan Bogdanović / Alina Mateos Horrisberger
Ensayo del arquitecto Bogdan Bogdanović sobre el memorial a los partisanos en Mostar, Bosnia y Herzegovina
Grad mojih prijatelja (1997) es un ensayo donde el arquitecto, filósofo y escritor yugoslavo Bogdan Bogdanović (1922 – 2010) reflexiona sobre el proceso de construcción del memorial a los partisanos en la ciudad de Mostar, en Bosnia y Herzegovina.
Se trata de un cementerio conmemorativo que alberga los restos de más de 800 partisanos, varones y mujeres, caídos durante la defensa de la ciudad contra las fuerzas fascistas en la Segunda Guerra Mundial. Combinando simbologías de distintas tradiciones, el arquitecto surrealista buscó crear una necrópolis “fuera del tiempo” que espejara a “la ciudad de los vivos” en su estructura y recovecos. El monumento se construyó entre 1961 y 1965, pero el ensayo se publicó en 1997, unos años después de las guerras de disolución de Yugoslavia. Para entonces, el espacio había sufrido no solo los daños de la guerra, sino un completo abandono institucional de parte del Estado, bajo los más variados pretextos. Una de las mayores secuelas del conflicto bélico fue que la población quedara segregada también en su percepción histórica sobre la Segunda Guerra Mundial y el rol de los partisanos en ella. Por lo tanto, al deterioro por el paso del tiempo y el descuido se le sumó el daño intencional por actos de vandalismo de parte de grupos neofascistas hoy en día.
Es desde esta realidad, tan ajena a su deseo original para el monumento, que el autor escribe el siguiente ensayo.
La ciudad de mis amigos
Muchos de los memoriales a los que les he dedicado mi mayor fuerza física y mental han dejado de existir o, al menos por cómo están las cosas ahora, están condenados a un deterioro y desaparición imperceptibles. Pero sería desgarrador, por ejemplo, si me permitiera aunque fuera por un segundo sentir arrepentimiento por la obra más suntuosa de mis primeros años como arquitecto: el monumento a los partisanos en Mostar, justo hoy cuando ya no existe ni la antigua Mostar, la de verdad, ni muchas de sus antiguas familias, y cuyos hijos descansan en este honorable cementerio de guerra. En su momento, al explicar mi idea para el memorial, le contaba a un público agradecido que un día, y para siempre desde entonces, las “dos ciudades” se mirarían cara a cara, a los ojos: la ciudad de los héroes antifascistas muertos —en su mayoría muy jóvenes, tanto varones como mujeres— y la ciudad de los vivos, por la que dieron la vida…
No fue por accidente, ni libre de incentivos externos, que la alegoría en piedra de las dos ciudades se asentó en una de las colinas rocosas en el oeste de Mostar. La fórmula inicial para su diseño probablemente surgió de una clase que di en aquella época. A grandes rasgos, sería así: en algún lugar entre el cielo y la tierra —al menos de acuerdo con los libros antiguos— flota la ciudad Hürqualyâ, la contracara sufista de la Terrae lucidae maniquea, que, según las especulaciones de los gnósticos, representaba algún tipo de fuente de partida de las imágenes más hermosas e inocentes del mundo, aunque eternamente filosóficas y cosmopoéticas. Y se me ocurrió que a los combatientes antifascistas caídos de Mostar, que en realidad todavía eran chicos y chicas adolescentes, les quedaba el derecho a la belleza de los sueños, al menos en el plano simbólico. En la época en que se estaba construyendo el monumento —una época pacífica, tranquila, burocrática, hasta se diría mental y moralmente insensible—, y ahora con la perspectiva de veinte años desde aquella guerra, la pureza de sus motivaciones y su autosacrificio ingenuo y absoluto solo puede recordarnos a las trágicas cruzadas de los niños.
A diferencia de la obra en Jasenovac, que por muchas razones fue demasiado difícil para mí, los viajes a Mostar me transportaban a un mundo completamente diferente de poesía y realidad. Para el diseño del memorial en Jasenovac, los recuerdos de los campos de concentración, por más que intentara escapar de ellos, con frecuencia se transformaban en un estado de estrés prolongado y casi insoportable. En cambio, la construcción de la acronecrópolis en Mostar encendía una llama muy profunda dentro de mí. Si bien la obra no fue precisamente sencilla, la sobrellevé sin náuseas ni cansancio y, de hecho, motivado por una concepción nueva sobre la vida y la muerte. Quizá sea absurdo decirlo, pero fue como si guardara la esperanza de transmitirles algo de mi secreta alegría a mis “nuevos amigos”, cuyos nombres —musulmanes, serbios y croatas— ya empezaban a alinearse en las terrazas de la necrópolis. Su pequeña ciudad del más allá, tal como les había prometido a sus familias, daba al corazón del casco histórico de Mostar y al puente, aún en pie entonces, construido por el gran arquitecto Hajrudin; ese que alguna vez fuera el puente de piedra más hermoso y audaz del mundo, un acto divino de estática arquitectónica, al lado del que este humilde servidor se hacía diminuto, como solo se puede ser ante una aparición sobrenatural.
La necrópolis de los partisanos era un Mostar en miniatura, una réplica de la ciudad a los márgenes del río Neretva, su diagrama ideal. Aun así, ese ideograma de la ciudad, ese jeroglífico, esa huella de piedra no era de un tamaño insignificante. Alcanzaba el contorno de una humilde y primitiva acrópolis helénica-balcánica. Entre la entrada, la puerta inferior y la fuente en la parte superior había un ascenso de unos veinte metros y un trecho serpenteante de unos trescientos metros cuesta arriba. El camino hacia la cima era discernible por la corriente de agua que bajaba por el órgano de piedra al encuentro con el visitante.
¿Qué aspecto tiene un artesano en piedra que talla una ciudad fuera del tiempo y del espacio? Mis amigos de Mostar los encontraron en la isla de Korčula, en Croacia, y se llevaron a cualquiera del pueblo que pudiera alzar un mazo y un cincel. Los trajeron a Mostar a fines de la década de 1950 o a principios de la de 1960. Eran modestos, corteses y amables y se abocaban a su labor con una devoción religiosa, casi ceremonial: su coro litúrgico de cincelado en piedra resonó durante unos cinco años, contando un par de interrupciones.
Los guiaba uno a quien llamaban Barba, que significa tío y abuelo en su dialecto, un líder paterno de la comunidad, un tutor, una persona que cuando volvieran a la isla les informaría a padres y prometidas quién hizo qué y cómo. Ni bien llegó, Barba escogió un lugar para su “taller”, levantó un techo y despejó el espacio para su área de trabajo, que se parecía tanto a una cátedra como a un púlpito. Luego ordenó que le llenaran un baúl especial de madera, aunque sin tapa ni fondo, con arena y con fragmentos de piedra, para que la pieza que debía tallar reposara en un lugar mullido y suave y no se dañara durante la obra. Al otro lado de su área de trabajo, directamente frente a él, los albañiles instalaron baúles propios, un tanto más pequeños.
Por el fuerte calor en Herzegovina, solían trabajar más a la noche que durante el día, desde el amanecer hasta el desayuno y desde el atardecer hasta bien entrada la noche. Los habitantes de Mostar, esa ciudad hermosa y ahora perdida, tenían la sólida costumbre durante los meses de verano de esperar en la calle a que subiera la frescura del río Neretva, alrededor de medianoche. A veces daba la impresión de que todos, incluso los niños, habían olvidado que de noche también se podía dormir. Me sumé a ese hábito no solo porque también necesitaba la frescura para dormir lo suficiente y tener un ritmo de trabajo productivo al otro día, sino porque además me sentía un tanto juguetón, más bien nervioso, y hasta un poco asustado. Les había prometido a los habitantes de Mostar que les construiría algo sin precedentes, los había llevado a incurrir en gastos, había iniciado una obra de gran envergadura, pero ¿cómo estar seguro de que lograría cumplir con todo hasta el final, de la manera en que lo había concebido?
Algo preocupado y disperso, cruzaba una y otra vez el puente de Hajrudin de un margen al otro del río, sobre el acantilado. A veces me daba la impresión de que estaba buscando consejo de mi gran predecesor sobre las diversas dificultades que siempre surgen inesperadamente cuando uno está trabajando con piedra. Tocaba los pasamanos y perfiles de piedra y con el tacto encontraba cosas que durante el día el sentido de la vista había pasado totalmente por alto. En la oscuridad encontraba las uniones entre los bloques de piedra, calcificadas hacía años, sentía las grapas de metal y las juntas, que habían detenido los derrames a tiempo para resguardar la antigua estructura y prevenir su derrumbe.
Una noche decidí subir al sitio de construcción. A lo lejos se escuchaba un canto, una armonía de voces, un coro sin palabras. Paso a paso, me acerqué. Observé desde un costado, desde la oscuridad: había lámparas de acetileno, o incluso lámparas del siglo pasado, una luz cáustica y sombras aún más cáusticas. En esta luz, ocurría algo misterioso, secreto. Barba, canoso y con el pelo erizado en todas direcciones, dirigía la ceremonia como un mago, como el espíritu de la piedra. De pronto, levanta el mazo y el cincel; todos los escultores hacen lo mismo y guardan un devoto silencio, que se apodera del lugar y revela las voces de la noche: los grillos, el silbido de las aves nocturnas, el murmullo distante del río Neretva. Uno de los albañiles, claramente designado para este propósito, vuelve a iniciar la melodía sin palabras, nasal y misteriosa, como un ritual de los adoradores de la piedra. Barba sigue el ritmo con el mazo y se une al unísono. La melodía define con claridad el ritmo y la fuerza del golpe. Cuando empieza a elevarse (ya todas las piedras cantan), el sonido de los golpes es ensordecedor. Cuando el canto vuelve a “descender”, los golpes se hacen menos intensos.
Cada piedra sonaba como un instrumento musical. Yo sabía, de modo predecible, que los distintos tipos de piedra tendrían una resonancia diferente: cuánto más suave es la piedra, más grave es el tono. Es una paradoja y también un poco cómico que el granito más sólido silba, el mármol canta en un mezzosoprano y la caliza, la piedra más musical, suena en un tenor bello y aterciopelado. Los escultores saben eso y perciben mucho más. “Cada una tiene su canción”, dice uno de ellos, con la convicción de que cada pieza es un ser en sí misma. Pero cuando empieza el repiqueteo colectivo, el ritmo abarca a todos los “instrumentos de piedra” y, súbitamente, a cada movimiento de manos y cada postura corporal, de modo que toda la orquesta funciona como un inmenso metrónomo y se mueve al mismo tiempo. Cuando el toque de las herramientas empieza a “decaer” —señal de que la concentración empieza a fallar— Barba, el espíritu de la piedra, insatisfecho, alza su mazo con firmeza y lo mantiene en alto. Es una señal de que el trabajo se pausará momentáneamente y que los golpes deben volver a armonizarse desde el principio. Todos esperan a que cante la primera voz y suene el primer golpe de Barba…
El hecho de que fuera una armonía sin palabras me hizo pensar en que la versión antigua, protohistórica, venía de una época en que los habitantes de la isla y del continente hablaban otro idioma, uno olvidado, preeslavo. Las civilizaciones cambiaron, los idiomas se fusionaron, pero el ser humano sigue igual…
“¿Por qué la canción no tiene palabras?”, pregunté una vez. La respuesta fue sencilla y convincente: “No las tiene, nunca las tuvo”, o “Así también lo cantaban antes”.
El monumento poco a poco se fue construyendo, a base de mucho esfuerzo y cuidado, con contribuciones voluntarias, tanto de la misma naturaleza (la piedra en sí), como de fragmentos de viejas casas mostarienses que, en su mayor parte, habían sido destruidas por el avance del tiempo y la planificación urbana, y que las familias donaban alegremente. Hasta el transporte silencioso del material, incluido el que pertenecía al casco histórico, tenía un valor simbólico. La piedra, que a menudo llevaba musgo calcificado y marcas de humo de siglos de antigüedad, con suculentas conocidas en la zona como “cuida casas” adheridas a ella, transportaba partículas de memoria y el espíritu de piedad de una época a la otra, mezclados con potentes cantidades de caliza recién tallada, blanca como el queso.
En las terrazas superiores, en los muros internos de piedra de la “ciudad”, en los pliegues de las paredes —nichos semicirculares, ábsides, contrafuertes—, entre todos se desparramaban cientos y cientos de flores de piedra. Fue por estar al menos parcialmente convencido de aquella antigua sospecha del albañil–alquimista de que la piedra caliza es hija del sol y de la luna y por eso es tan excepcional (o hasta se diría que está predestinada) para tallar fenómenos celestes, que las flores de piedra se entremezclaron tan profusamente con representaciones del sol, la luna, los planetas, las constelaciones. Incluso se le hizo un espacio a la constelación del Can Mayor, que nunca logré distinguir observando el cielo, y hasta a un grupo de estrellas que ni siquiera existe en la bóveda celeste, pero que en la imaginación se me dio por llamar “las siete vacas flacas”. Los no versados las llamaban Pléyades. Así fue que la necrópolis partisana en su conjunto acabó por asemejarse a un gran modelo astrológico en el que leíamos al unísono, y con el mayor entusiasmo, un futuro mejor.
No había manera de que el carácter musical y pagano de la necrópolis pasara desapercibido. Sus terrazas rápidamente fueron invadidas por niños, cuyas voces al jugar hacían un coro de ecos sobre un paisaje de piedra casi escenográfico, a veces hasta muy entrada la noche. El único deseo que me podía quedar me fue ofrecido generosamente, un poco en broma pero también un poco en serio: el derecho, como ciudadano honorario de Mostar, a crear un nicho secreto hacia la izquierda de la entrada principal donde pudiera colocar mi urna algún día. Sin embargo, da la impresión ahora de que no podré estar en compañía de mis amigos de esa manera: se han quitado a sangre fría las placas con sus nombres, una por una, y se han destruido de la manera más sádica con una trituradora. Todo lo que queda de mi promesa original es que la antigua ciudad de los muertos y la antigua ciudad de los vivos todavía se miran una a la otra, solo que ahora con ojos vacíos, negros, calcinados.
Bogdan Bogdanović (1997)[1]
Calle interna y vista a una de las terrazas superiores.
Foto: ©Zlata Hadžihasanović (2016).
Desde la publicación de este ensayo, el monumento viene atravesando ciclos de destrucción y restauración que se imponen, por desgracia, casi con la regularidad de las mareas. Después de un último ataque particularmente virulento a mediados de 2022, Mostar vuelve a dejar en claro que su relación con la necrópolis es ambivalente y compleja: la “ciudad de los muertos” y la “ciudad de los vivos” siempre se miran, pero las emociones que las atraviesan oscilan continuamente entre la ternura y el odio.
Cabe destacar, sin embargo —y desde el corazón de alguien que se niega a darlo por perdido— que los intentos por revalorizar y proteger el monumento son tan férreos como el mazo que busca destruirlo. Uno de los ejemplos más luminosos es una serie de entrevistas recopiladas en un libro llamado Mostar’s Hurqualya: The (Un)Forgotten city, donde catorce individuos comparten sus recuerdos, impresiones y opiniones sobre el pasado, presente y futuro del memorial en un intento por reabrir el diálogo acerca del lugar que ocupa entre los espacios públicos de la ciudad. (El libro se puede descargar gratuitamente en el original y en inglés).
Presentación del libro Mostar’s Hurqualya en 2017.
Fotos: Marko Barišić y Alina Mateos Horrisberger.
Según lo que él mismo cuenta en varias entrevistas, Bogdanović diseñó el monumento como un sitio de memoria pero también de recreación, un espacio verde donde los habitantes de la ciudad pudieran interactuar con su pasado y vincularse con él en otros términos. Quizá lo más representativo sea lo que él mismo describe como “el mayor halago” que recibió al respecto: una chica se acercó a contarle, timidez mediante, que había sido concebida entre las callecitas del monumento. “Para mí es un grandísimo honor […] Es un acto muy arcaico: ya en la antigua Grecia se concebían niños en el altar de los templos”, dirá él en una entrevista, sonriendo.
Al centenario del nacimiento de su creador, pueda ser que la ciudad de los muertos, con sus simbólicas constelaciones y flores de piedra, vuelva a representar para los habitantes de Mostar una especie de templo, un espacio de (re)creación, una ciudad de amigos donde sentarse juntos a contemplar el cielo.
Alina Mateos Horrisberger
Detalle de una flor de piedra con un nombre grabado. Foto: ©Zlata Hadžihasanović (2016).
Bibliografía
- Bogdanović, B. (1997). “Grad mojih prijatelja”. Mostarska Informativna Revija MM, número 12/13, mayo/junio de 1997. Disponible en: https://www.xxzmagazin.com/mostarski-grad-mrtvih. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Barišić, M.; Burzić, A.; Murtić, A. (Editores). (2017). Mostar’s Hurqualya: The (Un)Forgotten city. Grafičar d.o.o. Bihać. Versión digital disponible en: https://nezaboravljenigrad.com/?lang=en. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Mačkić, A. (2015). “The Partisan Necropolis: Mostar’s Empty Stare”. Failed Architecture. Disponible en: https://failedarchitecture.com/the-partisan-necropolis-mostars-empty-stare/. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Seiss, R. (Dirección y guión). (2010). Architektur der Erinnerung: Die Denkmäler des Bogdan Bogdanović (Arquitectura de la memoria: Los monumentos de Bogdan Bogdanović). [Video] Disponible en: https://youtu.be/2Viqc2Dcg1Y. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Spago, S. (12/06/2021). Partisan Memorial Cemetery in Mostar…nekad. [Imagen adjunta]. Partizansko Spomen-groblje – Help to preserve famous WW2 Memorial in Mostar. [Grupo de Facebook]. Disponible en: https://www.facebook.com/groups/147730451916207/permalink/4309770132378864/. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Spago, S. (29/07/2013). Iz starog albuma… [Imagen adjunta]. Partizansko Spomen-groblje – Help to preserve famous WW2 Memorial in Mostar. [Grupo de Facebook]. Disponible en: https://www.facebook.com/photo/?fbid=10201409882839514&set=g.147730451916207. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Vrančić, T. (18/10/2010). Partizansko 1969. [Imagen adjunta]. Partizansko Spomen-groblje – Help to preserve famous WW2 Memorial in Mostar. [Grupo de Facebook]. Disponible en: https://www.facebook.com/photo/?fbid=1484297661653&set=g.147730451916207. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
Bibliografía adicional
- Broomfield, M. (2022). “Destruyendo el pasado partisano de Bosnia” (trad. de Valentín Huarte). Jacobin Foundation. Disponible en: https://jacobinlat.com/2022/09/12/destruyendo-el-pasado-partisano-de-bosnia/. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Casals, M. (2020). “Bogdan Bogdanović, el recuerdo místico de Yugoslavia”. CTXT: contexto y acción. Disponible en: https://ctxt.es/es/20200701/Culturas/32604/Marc-Casals-Yugolosvia-Bogdan-Bogdanovic-arquitectura-memoriales-Milosevic.htm. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Čelebić, M. (2019). “The Partisan’s Memorial Cemetery”. 303, Tristotrojka. Disponible en: https://tristotrojka.org/the-partisans-memorial-cemetery/. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Liu, J. (2022). “Partisan Cemetery in Bosnia Destroyed in “Neo-Fascist Rampage”. Hyperallergic. Disponible en: https://hyperallergic.com/741542/partisan-cemetery-in-bosnia-destroyed-in-neo-fascist-rampage/. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
- Niebyl, D. (2018). Entrada: “Mostar”. Spomenik Database. Disponible en: https://www.spomenikdatabase.org/mostar. Último acceso: 12 de noviembre de 2022.
Notas
[1] Texto y fotos de archivo publicados en la revista de noticias MM de Mostar, en el número doble 12/13 correspondiente a mayo/junio de 1997. Se reproduce aquí con autorización del editor.