Jorge Nicolás Lucero y Alfredo Martín Torrada
La primera pequeña mentira que se contó
en nombre de la verdad, la primera pequeña injusticia
que se cometió en nombre de la justicia,
la primera minúscula inmoralidad en nombre de la moral,
siempre significarán el seguro camino del fin.
― Václav Havel
Hace diez años la vida de Václav Havel se apagaba como una vela, según las palabras de una de las monjas que lo asistió en sus últimos días. Tras esa llama, una inmensa vida de resistencia y convicciones pasaba a la inmortalidad: dramaturgo notable, filósofo moral, disidente, líder; expropiado, detenido, condenado, perseguido; elegido, calumniado, criticado, alabado, condecorado, homenajeado. Luego de años de disidencia, de haber ganado reconocimiento como dramaturgo, de apoyar públicamente las reformas de la Primavera de Praga, y de participar en la formación del movimiento cívico Carta 77, Havel fue condenado en 1979 a prisión, cumpliendo una condena efectiva de cuatro años y medio. Durante la década del ochenta, y una vez finalizado su encierro, su producción giró hacia los ensayos y hacia el activismo político, con los que fue ganando un protagonismo que lo llevó primero a liderar la Revolución de Terciopelo, para tiempo más tarde convertirse en el primer presidente de la Checoslovaquia postcomunista y, cuatro años después, en el primer presidente de la República Checa. Cargo que mantuvo durante exactamente diez años.
En la que sería su última entrevista, un mes antes de morir, Havel conversó con el arzobispo Dominik Duka, quien había sido compañero suyo de prisión en Bory (Plzeň) durante los años de 1981 y 1982. En dicha entrevista, Havel, visiblemente fatigado pero lúcido, sostuvo con pesar que, aun cuando desde sus primeros discursos presidenciales había promulgado la idea de un Estado espiritual, un Estado democrático, del que “irradie algo nuevo, algo un poco diferente”, para separarse de las tradiciones partidistas donde la economía prima en el programa político y la cultura resulta algo accesorio, entendía que no había logrado hacer lo suficiente por esa idea, siendo ese su mayor error: “No dudo en que he cometido muchísimos errores, pero si tuviera que nombrar uno realmente grande, probablemente sería el no haber perseguido minuciosamente y haber realizado este concepto de estado, este concepto de política, este concepto de nuestra tierra, la patria, de nuestra relación con la naturaleza y nuestra relación con la memoria” (Havel y Duka, 2011, nuestra traducción).
Aunque se tratara de la obra de una vida (o más bien, de varias), la realización de esta empresa no solo no resultaba sencilla, sino más bien prácticamente irrealizable. Pues se trataba de una empresa que pone a la política al servicio de la verdad, una cuestión íntimamente vinculada a la construcción de la identidad nacional checa (el lema que aparece y perdura en el estandarte presidencial desde la Primera República es Pravda vítězí [la verdad prevalecerá]). Pero la poca practicidad del proyecto quizás no haya sido un demérito para Havel, sino algo intrínseco al camino que marcaron sus reflexiones ético-políticas, al igual que su dramaturgia.
Lo que denominaba en su célebre El poder de los sin poder (1978) como “la vida en la verdad” poco tenía que ver con un conjunto de enunciados descriptivos o con alguna suerte de revelación. Si algo había provocado en Havel la experiencia comunista, eso fue la renuncia a cualquier narrativa universalista o emancipatoria (y por ello, hubo quienes hace algunas décadas lo han acercado, de manera un tanto forzada, a los intelectuales posmodernos). Sin embargo, nada tienen de relativistas las proposiciones de Havel. Muy por el contrario, sus escritos apuntaron siempre a una reconstrucción moral de la sociedad. Como verdad de la que parte una “revolución existencial”, esta vida primero afirma la presencia del “orden humano”, abriéndose paso entre la estructura totalitaria. La verdad resulta así la apertura para que las “intenciones reales de la vida” se desplieguen. Es decir, la condición de posibilidad de una vida auténtica, una heurística incesante y no el final de una travesía. Lo que expresa la vida en la verdad resulta simplemente de “pequeñas manifestaciones humanas que en su gran mayoría quedan inmersas en el anonimato y cuyo alcance político nadie cultivará y describirá nunca de manera más concreta que lo que ocurre en una descripción general del clima o del humor de la sociedad” (Havel, 1990, p. 82).
Si en los sistemas postotalitarios la verdad es un factor de poder, porque su narrativa (su mentira) impregna todas y cada una de las dimensiones de la existencia, la verdad debe comprenderse, ya sea desde la negación de un simple verdulero a colocar un cartel gubernamental en su negocio o de la histórica iniciativa de Carta 77, como una acción “abiertamente moral”, a través de la cual se lleva a cabo una restitución, una reparación sobre la crisis de identidad, por las que la vida en la mentira dispone a los miembros de una comunidad. Por eso, el “vivir en la verdad” para Havel siempre se trató, aun cuando su destino presidencial resultase espontáneo, de un fenómeno político.

Por supuesto que la idea de lo político aquí sí podría tener cierta afinidad con la separación de las teorías contemporáneas entre la política y lo político. Pero en el caso de Havel, ese fenómeno de lo político está arraigado en bases prepolíticas, donde lo humano se presenta en oposición clara al sistema impersonalista. No se trata, entonces, de algo exclusivo del comunismo, sino propio a toda lógica que atente contra lo humano y contra lo que para Havel nunca dejó de ser el fundamento de su conciencia y accionar: el individuo. Al final de El poder de los sin poder Havel recupera el problema de la técnica pensado a la manera heideggeriana, es decir, la técnica no como conjunto de artefactos, sino según su esencia como solicitación permanente. Y he aquí una segunda oposición, derivada de la anterior: la técnica como adversaria de lo moral. Quizás esta sea una de las razones por las que Havel llegó a denominar su perspectiva como una política “antipolítica”, pues la política y sus estructuras burocráticas no representaban para él sino la solidificación de la vida en la mentira: “la política no como tecnología de poder y su manipulación, o bien como control cibernético de las personas, o como arte de la efectividad, lo práctico y el complot, sino una política como una manera de buscar y conquistar un sentido en la vida; […] una política como moralidad práctica […] una política del hombre, y no del aparato” (Havel, 1984, pp. 2-3, nuestra traducción).
La revelación de los sinsentidos del aparato buro-tecnocrático es algo que Havel pudo evidenciar con maestría en su dramaturgia, y en una clara sintonía con la literatura coterránea. Existe en la obra de Havel una continuación del absurdo que colma las páginas del Švejk de Hašek y la prosa de Kafka y de Hrabal, aunque esta se encuentre, a pesar de su máscara cómica, enriquecida con una crítica política mucho más directa. El dramaturgo Martin Esslin (a quien se le ha atribuido la creación de la noción “teatro del absurdo”) ha señalado que “la apariencia de brillante alegría de Havel es ilusoria: innegablemente, sus comedias son divertidas, pero contiene un poso de pesimismo y desesperación. Se compone de una mezcla de sátira política, imágenes absurdas de situaciones humanas, parábolas filosóficas y sarcásticas, humor negro” (Esslin, 1990, p. 27). En una de las primeras obras de Havel, La fiesta en el jardín, uno de los rasgos kafkianos que aparecen es el del interminable laberinto burocrático. La obra, que transcurre en la entrada de una fiesta, desnuda a través del absurdo todas las falencias del monstruo burocrático, haciendo girar cada diálogo en torno a su omnipresencia: si en la entrada de la fiesta se opina y conversa sobre arte, entonces enseguida la discusión virará acerca de la necesidad de crear una ley que lo regule y controle.
El colmo de esta dependencia, que se constituye como el epicentro de la obra, se presenta cuando al Ministerio de liquidaciones le llega la orden de liquidarse a sí mismo: “En Fiesta en el jardín se admite la lógica del siguiente dilema: un gobierno que pide al ‘Ministerio de Inauguraciones’ que liquide al ‘Ministerio de Liquidaciones’, no puede liquidar al ‘Ministerio de Liquidaciones’ desde el momento en que solo el ‘Ministerio de Liquidaciones’ puede proceder a la liquidación del ‘Ministerio de Liquidaciones’, y por tanto para poder liquidar al ‘Ministerio de Liquidaciones’ debe no liquidar el ‘Ministerio de Liquidaciones’” (Esslin, 1990, p. 29).
Para Esslin “Havel emplea pues, situaciones de clara inspiración švejkiana, pero sus bases son de un alcance considerablemente más profundo y de evidente inspiración kafkiana. Por ello sería erróneo interpretar el dilema švejkiano de Havel, únicamente como una sátira contra la idiotez de la burocracia local. La burocracia de la que habla Havel tiene una raíz absurdamente metafísica; implica la absoluta contradicción interior en el mismo ser” (1990, p. 29). Una contradicción, agregamos aquí, cuya única resolución posible, quizás, pueda encontrarse en la persistente idea haveliana de “vivir en la verdad”.
En Audiencia, el diálogo que mantiene el protagonista de la obra Vaněk (alter ego de Havel, y, como él, dramaturgo disidente, condenado a trabajar rodando barriles en una fábrica de cerveza) con el tabernero de la fábrica alumbra las abismales diferencias entre el mundo del proletariado y el mundo del intelectual, aun cuando ambos se encuentren temporalmente conviviendo en la misma taberna, y compartiendo una misma realidad.
La importancia de no dejar de recordar el origen burgués de Vaněk (con todo el resabio de comodidades y contactos que este aún mantiene) es también una forma de respetar la verdad del personaje, recordando, en todo momento, que una cosa es una celebridad caída en desgracia, y otra, muy distinta, la existencia de los menos favorecidos, cuya realidad proletaria se instala desde el nacimiento, extendiéndose más allá de cualquier castigo. Al comienzo de la obra, el tabernero, que se encuentra consolando al intelectual caído en desgracia (“no se ponga triste” le repite una y otra vez, mientras le insiste en que vacíe los vasos de cerveza que, uno tras otro, le va llenando) espera a Vaněk en un momento de enojo: “Tú un día volverás con tus actrices y te la darás de haber rodado barriles –serás un héroe- ¿y yo, a dónde puedo ir yo? ¿Quién se fijará en mí? ¿Quién apreciará mis acciones? ¿Qué he sacado yo? ¿Qué me espera a mí?” (Havel, 1997, p. 339).
El enojo del tabernero responde a que el dramaturgo, con quien él ha sido generoso (Vaněk no deja de agradecerle una y otra vez a lo largo de la obra haberle dado trabajo a él, un disidente reconocido) es incapaz de aceptar el trato que su imprevisto benefactor le propone, y que resultaría beneficioso para ambos: a cambio de que Vaněk le escriba los informes sobre sí mismo que la policía secreta ha comenzado a demandar al tabernero; él, como tabernero, se encargará de hablar con el dueño de la fábrica, recomendándolo a fin de conseguirle una mejor posición. Se trata de una serie de informes que, en lo posible, hagan quedar bien al tabernero con la policía secreta, pero sin que por eso lo inculpen a él, a el acusado, de delito alguno.
Pero el trato, que pareciera ser a toda vista justo, resulta, sin embargo, imposible. Los principios de Vaněk no lo permiten. Para el alter ego de Havel no existen excusas ni motivos posibles para alejarse de la vida en la verdad.
Este contraste entre idealismo y realidad cotidiana es una de las fórmulas que Havel utiliza para resumir, entre otras cosas, la abismal distancia entre el mundo real y la ilusión lírica de los intelectuales. El ruego del tabernero a Vaněk (a quien finalmente perdona) para que este invite a la fábrica a la tan famosa actriz que es amiga suya, es también otra forma de recordar al lector la verdadera naturaleza de cada universo, así como de las personas que los habitan; al exponer el anhelo del tabernero de pertenecer, aunque sea por una noche, a ese mundo de estrellas y glamour que le es ajeno, y al que el intelectual no ha dejado nunca, aún con todas sus desgracias, de pertenecer.
Si hay una sentencia que resulta difícil de arrogar a Havel es la que afirma que nadie es profeta en su tierra. Havel ha sido durante años, y en gran medida, la contracara de Kundera al cumplir con todo aquello que tanto se le ha reprochado al literato rebelde: nunca decidió abandonar su país, jamás claudicó en su lucha, tampoco traicionó el idioma. Y sin embargo (y a pesar de haber mantenido con él a lo largo de los años más de un enfrentamiento público que había impuesto entre ellos una considerable distancia), el autor de La insoportable levedad del ser, escribió, luego de que Havel se imponga en las primeras elecciones presidenciales de 1990 respecto de su viejo adversario, una entrañable misiva, en la que comparaba a su vida con una obra de arte:
Siempre le he tenido una especie de alergia al comentario que se atribuye (creo que incorrectamente) a Goethe: ´La vida debe parecerse a una obra de arte´. Sin embargo, en estos días tan importantes para mi vieja patria, me enteré con enorme regocijo de que Václav Havel es el nuevo presidente de Checoslovaquia. Mientras pienso en él me digo que sí existen casos (muy raros) en donde comparar la vida a una obra de arte está justificado. (…)
La vida entera de Havel está estructurada en torno a un tema central; todo está prefijado, no tiene ningún desvío (a Havel nunca le afectaron las ilusiones líricas del comunismo, y de este modo, nunca tuvo la necesidad de deshacerse de ellas, como lo han tenido que hacer muchos).
Aunque a Havel se le conoce en el mundo principal (y justamente) como el fundador de la Carta 77, como un disidente que ha pasado años en la cárcel y como el mayor representante de la moral de su país, en el fondo siempre será un dramaturgo, un poeta del teatro. Ignorar esto es no comprenderle (Kundera, 1990, pp.31-32).
Bibliografía
Bayard, C. (1990). “The Intellectual in the Post Modern Age East/West Contrasts”. Philosophy Today, vol. 34, nro. 4, pp. 291-302.
Esslin, M. (1990). “Después de Kafka y Hašek”. En Havel, V. Memorandum y El error (no indica traductor). Madrid. Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena.
Havel, V. (1984). “Politika a Svědomí” [Política y conciencia]. Západ, 4, pp. 1-5.
Havel, V. (1990). El poder de los sin poder (trad. Vicente Martín Pindado). Madrid: Encuentro.
Havel, V. (1997). “Audiencia”. En Havel, V. Largo desolato y otras obras (trad. Monika Zgustová). Barcelona. Galaxia Gutenberg.
Havel, V. y Duka, D. (2011), Společný výslech: Václav Havel a Dominik Duka [Interrogatorio conjunto]. Emisión de Česká Televize, 11/11/2011. Disponible aquí.
Kundera, M. (1990). “Una vida como una obra de arte”. En Havel, V. Memorandum y El error (no indica traductor). Madrid. Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena.