Hablar de la “nación” en ruso: instantáneas desde América Latina

Soledad Jiménez Tovar

“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea” (Martí, 2005: 31). Así comienza José Martí su celebérrimo texto “Nuestra América”, esa crítica al eurocentrismo practicado en Latinoamérica. El aldeano puede ser el pensamiento europeo, por lo que se podría identificar en esta premisa de Martí una crítica a “Europa” como la pretensión de una sofisticación universalizable que bien podría leerse como una mera vanidad aldeana. En este punto, Martí se estará adelantando un siglo a Chakrabarty (2008) en su propuesta de provincializar Europa y dejar de verla como el ideal, para transformarla en un espacio como cualquier otro. La crítica al eurocentrismo que se adivina en esta cita martiana puede verse, al mismo tiempo, como una crítica al ciudadano latinoamericano que no ve más allá de su propia realidad y creería que, en cuanto “distorsión” del ideal europeo, el latinoamericano sería una mera variación de los eurocentrismos encontrados en otras latitudes. Aquí radica el arma de doble filo que constituye la configuración de la “perspectiva latinoamericana”.

La construcción de los nacionalismos latinoamericanos es un proceso que ha tomado un par de siglos, y le anteceden tres siglos de sujeción colonial ibérica: hispana, para aquellos que fueron colonias de España, lusitana, para el caso de Brasil. La manera en que tanto portugueses como españoles administraron la ingente diversidad cultural y lingüística de los habitantes originales del continente dejó una situación de subordinación y exclusión del componente indígena en la inmensa mayoría de los casos latinoamericanos, si bien en Paraguay el guaraní comparte con el español[1] el estatus de lengua oficial, y Bolivia y Ecuador se han aventurado en la exploración de la plurinacionalidad y la autonomía regional indígena. La causa indígena ha tenido que luchar, en el mejor de los casos, con la indiferencia de los gobiernos independientes latinoamericanos. Esta relación con lo indígena, sin embargo, no ha sido una sola: ha cambiado a lo largo del tiempo. La configuración de Estados nación, cuyo objetivo era el monoculturalismo, ha convertido a los mestizos (con varios grados de “europeidad”), entonces, en los protagonistas de la construcción nacional (Fábregas Puig, 2021; Greet, Luna y Vaudry, 2018). Este proceso, de suyo tan complejo, es la principal razón por la cual es incomprensible la manera en la que se ha vivido lo multi, pluri y transcultural en la extinta Unión Soviética.

En este trabajo ofrezco algunos elementos para poder contextualizar debidamente el uso de las categorías étnicas usadas en lengua rusa en la actualidad, porque nada tienen que ver con la situación latinoamericana. Así, en la primera sección hablo comparativamente de “América” y “Tartaria” como categorías espaciales, después me aboco al vocabulario en lengua rusa para referirse al tema de la nación durante los periodos imperial rusiano[2] y soviético y, finalmente, en la última parte abordo los cambios semánticos que dicho vocabulario ha tenido en los últimos treinta años.

Tartaria

1492 significó una crisis epistémica en la imaginación geográfica y cultural de Afroeurasia. Había que dar sentido cósmico a estas tierras antes desconocidas, lo cual implicó una reflexión filosófica y teológica, histórica y jurídica (Abellán, 2009). El Tratado de Tordesillas (1494) daba la aquiescencia papal para que España se convirtiera en un hegemón en América, mientras que sólo un pequeño pedazo sería concedido a Portugal, que construyó un imperio marítimo que interconectaba África, Asia, Europa y América a través del tráfico de esclavos. Los portugueses no fueron los únicos: pronto los ingleses, los holandeses y los franceses se les sumarían en el comercio trasatlántico y en el Océano Índico (Hausberger, 2018).

Mientras tanto, en el macizo continental del “mundo conocido”, existía una región caracterizada por el misterio: la Tartaria. El “tártaro” era una categoría que se podría calificar de culturalista:[3] no es un etnónimo sino un gentilicio, es decir, no es que se conociera la Tartaria con la profundidad debida, lo que habría permitido hablar de un conocimiento histórico, etnográfico y lingüístico entre sus estudiosos; en cambio, el tártaro es una categoría genérica para referirse a los variados pueblos que vivían en esa región. La Tartaria es aquella zona que sirvió para una definición “negativa” de la manera en la que los imperios circundantes se vieron a sí mismos.[4] El entrecomillado a la definición “negativa” es muy importante aquí: la definición de sí mismos, en esa imperialidad, se plantea como un ejercicio de alteridad con la Tartaria: soy “rusiano” o “qing” o “persa”, porque no soy “tártaro”. ¿Qué hizo que se llegara a ese punto de cosas? Hay una historia muy compleja de “primitivización” del tártaro desde lo rusiano, lo qing y lo persa (Gorshenina, 2014; Jiménez Tovar, 2017).

En primer lugar, desde la lengua persa se pensó la Tartaria como ese espacio que está más allá de “Irán”: el Turán. A su vez, el Turán será también un sinónimo de otra categoría que en el siglo XIX sustituirá gradualmente a “Tartaria”: el Turkestán. Hay aquí, entonces, un primer criterio lingüístico: el tártaro no es persa, sino que es el “turco”. No debe pensarse lo “turco” como la gente proveniente de Anatolia sino al revés. Cuando se habla del “turco”, hasta antes de la desintegración del Imperio otomano (1299-1922), nos estaríamos refiriendo a los pueblos que practicaban un nomadismo pastoril en la estepa y las montañas al norte de Persia como región cultural y que hablaban lenguas túrquicas. Son estos nómadas los que llegarán a Anatolia y fundarán el Imperio otomano a finales del siglo XIII. De aquí se puede inferir el segundo rasgo por el cual la Tartaria sería vista como un espacio de “barbarie”: la práctica generalizada del nomadismo.

Sin duda, los registros históricos más antiguos que tenemos de la interacción entre nómadas y sedentarios en aquella región del mundo son los producidos en el periodo imperial de “China”. Estos son los “Anales históricos” (Shiji) del padre de la Historia en China: Sima Qian (1993), en donde se dedica un capítulo entero a la descripción de los xiongnu, confederación tribal nómada que invadió la “China propiamente dicha” en el siglo II a.C.[5] La noción china de las “regiones occidentales” (xiyu, 西域), por tanto, le dará el matiz, a la noción de “Tartaria”, como una mezcla de pueblos que representarían una gran diversidad cultural, pero que no forman parte de la “cultura” del Imperio chino (zhonghua, 中华). Cabe destacar que en la noción de zhonghua no hay necesariamente una idea de homogeneidad cultural, pero sí sería algo “diferente” de la Tartaria (Gorshenina, 2014).

Las primeras etnografías de los tártaros que encontramos corresponden a los escritos de viajantes europeos que visitaron el Imperio mongol en los siglos XIII y XIV, quienes fueron a explorar la posibilidad de hacer labor misionera entre los mongoles. El jan mongol le mandó una carta al papa diciendo que no veía las razones para convertirse al cristianismo, pero lo invitaba a una entrevista para discutir personalmente sobre el tema. Tal reunión jamás ocurrió. Fue el miedo a la invasión mongola en Europa lo que hizo que se quisiera estudiar la Tartaria de una forma más sistemática, pero eso se haría desde el prejuicio persa y “chino” apropiado por los europeos y adquiriendo, a través de ellos, una suerte de demonización del tártaro de la que no nos hemos liberado hasta ahora (Dawson, 1955).

Vemos aquí un contraste con América como contenedor de futuro, como un espacio de utopía, como un “descubrimiento” que, desde el primer contacto, incita al reconocimiento y la exploración. Ya sabemos, a partir de La invención de América, de Edmundo O’Gorman (1958), que también fue América un espacio de exotización y de la invención de monstruos y peligros para la imaginación europea. Por su parte, la Tartaria se va configurando, desde el principio, principalmente como el espacio monstruoso, rara vez como el espacio de utopía. Esta dimensión está detrás de un término constante en la historiografía sobre el imperio rusiano: el de las tribus tártaro-mongolas a cuya costa el imperio comenzó a crecer en su afán de construir una “Tercera Roma”, idea que surgió en el principado moscovita en el siglo XIV (Gorshenina, 2014).

Otra etnicidad[6]

Los siglos XVIII y XIX fueron un periodo en el que se discutió mucho sobre el significado que el concepto de “nación”, tan en boga en la Europa occidental de la época, tendría para el caso de la Rusia imperial. En 1819, un poeta, Piotr A. Viazemski, decidió traducir al ruso el término francés nationalité como narodnost’ (Perrie, 1998). La etimología aquí es importante. Como prefijo, la partícula na- indica direccionalidad, “ir hacia”; al mismo tiempo, esa direccionalidad es hacia un lugar abierto, lo cual puede ser entendido tanto en su materialidad (una plaza, por ejemplo) como en sentido abstracto y no concreto (una idea, una actividad). Por su parte, rod es un tipo de organización social en las sociedades antiguas, podría traducirse como “clan”; de esta misma raíz viene el verbo rodit’: dar a luz, y el sentido de nacer, en ruso, es el mismo verbo que el de dar a luz, pero con un reflexivo agregado: rodit’sya, “darse a luz, emerger en el rod”. La “patria” en el sentido del espacio en el que se nació recibe el nombre de rodina. Una vez que entra a su dimensión taxonómica, rod también se usa como “género” al clasificar a las especies. En general, podríamos traducir rod como “origen” en un sentido más biológico, pero vinculado a un linaje, reconstruible a través de los patronímicos y vinculable a un espacio específico. Finalmente, el sufijo -nost’ indica una esencia, una cualidad de algo, en español sería equivalente al sufijo “-eidad”. Literalmente, sería el significado “hacia-el-origen-eidad”. Pronto, el adjetivo derivado de este neologismo, narodnii, empezó a ser utilizado en la sociedad rusiana para referirse a dos términos en francés: national y populaire. Los populistas rusianos del siglo XIX se llamaban narodniki. Además de esta palabra, los términos natsiya (“nación”) y natsional’nost’ (“nacionalidad”) empezaron también a circular en la lengua rusa durante esos mismos años, aunque aún como términos más o menos intercambiables. La referencia al francés es imprescindible aquí porque las élites imperiales rusianas estaban sumamente afrancesadas en el siglo XIX.

Habría que mencionar también que, en el mismo siglo XIX, la ciencia rusiana estaba siendo construida siguiendo parámetros alemanes, entonces, lo narodnoe empezó también a ser el estudio de lo folklórico, más en el sentido de populaire que de national. La manera en la que fue estudiado ese folklor tiene que ver con la academia alemana decimonónica, es decir, se relaciona con la categoría de “pueblo”, en alemán, Volk. Si bien en la tradición decimonónica inglesa también surgirían estudios de folklor, la preferencia metodológica rusiana es la alemana. Entonces, el estudio de lo narodnoe será el estudio de las costumbres, la tradición oral, la “raza” (es decir, el fenotipo).[7]

El estudio del mundo “ruso”, en el siglo XIX, era el del estudio de la narodnost’, y el estudio de los no-rusos se reservó para otras dos categorías: inostranets e inorodets (Slocum, 1993, 1998). El prefijo ino- indica procedencia externa, de otro país (straná) o de otro clan (rod), y el sufijo –ets denota que se refiere a un sujeto masculino. El inostranets es el extranjero, el inorodets es la otredad de lo “ruso”, de la narodnost’. En el estudio del inorodets encontramos los orígenes de la etnografía rusiana imperial, una disciplina paralela a la antropología y a la etnología nacientes en la Europa Occidental en ese periodo. La etnografía, como método de investigación, debía cubrir cuatro rubros: la lengua (tanto en su aspecto formal como en la tradición oral mantenida en esa lengua), la “etnografía física” (la somatología de la persona, las características físicas de su cuerpo), la “etnografía psíquica”, es decir, el modo de vida de la gente, sus soluciones a los problemas fundamentales de la humanidad, y, por último, la cultura material de ese pueblo (Tolz, 2011). El estudio del Cáucaso, Asia Central y Siberia impregnó de evidencia empírica al método de la etnografía rusiana. Es decir, la etnografía, como disciplina en el imperio rusiano, nace como el estudio del “tártaro” (Gorshenina, 2014).

La etnografía soviética no se alejó de esas premisas metodológicas. Cada pueblo fue sujeto a un proceso de estudio minucioso; ello, combinado con el diseño de los censos, llevó a la clasificación étnica dentro de la URSS. Censo y etnografía combinados buscaban elegir a los pueblos que tendrían “derecho” a tener su propia República. Cabe destacar que la etnografía no se consideró como una disciplina aparte sino como una rama de la Historia: la ingeniería étnica de la URSS la llevaron a cabo historiadores (Hirsch, 2005).

De esta manera, la URSS se configuraba como un espacio donde todo debía ser “nacional en forma, pero socialista en contenido”[8], lo cual derivó en la conformación de un Estado de acción afirmativa donde lo folklórico era ampliamente promovido. Esta campaña fue conocida como korenizatsiya: viene de koren’ (“raíz”) y –zatsiya (“-ción”), el “enraizamiento”, aunque a menudo este término es traducido como “indigenización”. La korenizatsiya es la búsqueda de la raíz (ya no del rod) y constituye la base de los nacionalismos actuales en la región. Aunque, en conjunto, esta campaña buscaba la configuración del sovetski narod: el ir-hacia-el-origen soviético.

Después de la korenizatsiya se ubicó a cada pueblo en una etapa de evolución social que colocaba más cerca o más lejos de la etapa comunista a todas las etnicidades soviéticas. De mayor cercanía a mayor lejanía, se usaron las siguientes categorías: natsiya, natsional’nost’ y narodnost’. Había algunos pueblos que ni siquiera fueron clasificados como narodnost’, porque su número poblacional era demasiado pequeño o porque vivían en zonas muy alejadas (Hirsch, 2005). De cualquier manera, es importante aquí notar dos cosas: por un lado, que los mismos términos usados para referirse a lo nacional significan cosas muy diferentes si los hallamos en el siglo XIX que si los hallamos en el siglo XX; por el otro lado, que es mejor usar estos términos en ruso y no usar los cognados falsos de la traducción literal al español. Una vez ubicados los pueblos en estas categorías específicas, se decidió que eran aquellos que estuvieran en las etapas más “avanzadas”, la natsiya y la natsional’nost’, los pueblos que tendrían derecho a tener su república aparte, la cual se ubicaría en aquellos espacios donde constituyeran una mayoría poblacional.

Ser una nacionalidad titular implicaba estar “a cargo” en la nueva casa, es decir, que dentro de las Repúblicas, habitaban todas las etnicidades delineadas en la clasificación étnica, aunque fueran minorías en la República en cuestión, pero no por ello se les negaría su presencia o sus derechos como ciudadanos. Para asegurarse de esto, hubo un sistema con dos pasaportes.

En primer lugar, estaba el pasaporte externo, el que debía ser usado en los viajes internacionales. Allí se testificaba la ciudadanía soviética y la República de procedencia. Es decir, que había una doble pertenencia en términos de ciudadanía: por un lado, la ciudadanía soviética, una macrociudadanía, correspondiente a la federación en su conjunto, y, por el otro, pertenencia a una república en particular, la ciudadanía que en México y, en general, en América Latina, se usa como escala de lo “nacional”. Es como cuando decimos que somos “mexicanos” o “argentinos” porque nacimos en aquellos países, esa sería nuestra “nación” o “nacionalidad” (ni siquiera hacemos una diferenciación entre ambos términos), aunque lo entendamos más en su sentido cívico que en el étnico.

En México, a pesar de la conciencia de divergencias regionales en términos culturales, eso no ha obstado para que se buscara construir a la nación mexicana como la del mestizo (la raza cósmica de Vasconcelos, que representaba “lo mejor” de ambos mundos, el indígena y el español): la mezcla de muchos componentes culturales de un país megadiverso. El nacionalismo mexicano colocó lo que no era parte de lo mestizo (el mundo indígena, con la diversidad que conlleva la multiplicidad de regiones biológicas y las igualmente múltiples respuestas culturales a biomas diferentes; y la tercera raíz, la “afro”, que en los últimos veinte años ha ganado terreno) en la categoría “indígena”. “Ser mexicano”, con eso, perdió una especificidad étnica para la mayoría poblacional (presumiblemente, el mestizo), aunque trabajos como el de Federico Navarrete (2004, 2016) dan muy bien cuenta de cómo eso sirvió para que muchos indígenas prefirieran abrazar una identidad mestiza a fin de facilitarse las cosas en la vida.

La desetnización de la nación, en el caso mexicano, aunque se traduce en un nacionalismo cívico, un nacionalismo de defensa de la ciudadanía, sin embargo, no se parecería a la pertenencia soviética: hay una idea de macrociudadanía que permea a las etnicidades que componen al narod soviético, mientras hay una ciudadanía no nacionalista (porque eso se queda a nivel de toda la federación, es un nacionalismo trans-republicano) dentro de las fronteras designadas para las nacionalidades titulares. Para estas, sí había un nacionalismo étnico que correspondía con esas fronteras internas de la URSS, pero, para las narodnosti, las minorías, entonces había un festejo desde lo étnico, pero su nacionalismo, en última instancia, era hacia la macrociudadanía soviética. Vemos entonces que no tuvo el nacionalismo mexicano la sofisticación que exige una sensibilidad pluricultural mostrada por el nacionalismo soviético. Esto se ve en el segundo de los pasaportes.

El segundo pasaporte era el interno, para viajar dentro de la URSS. En ese pasaporte se registraba la República de procedencia (ciudadanía no étnica) y la adscripción étnica que podía o no corresponderse con la de la nacionalidad titular. De esta manera, todas las etnicidades podrían vivir a lo largo y ancho del territorio (algunas de ellas llevaban varias generaciones asentadas en una zona geográfica), pero, al mismo tiempo, ser ciudadanos de una República de otra nacionalidad titular. Eso permitía que uno pudiera, por ejemplo, ser un ruso de Uzbekistán: entonces esa persona mantendría su folklor ruso, pero pertenecería políticamente a Uzbekistán, no estaría obligado a aprender nada sobre el folklor uzbeco, tampoco estaría obligado a aprender la lengua uzbeca, aunque en la escuela cursaría algunas horas a la semana de lengua uzbeca para facilitar su aprendizaje. Esa situación cambiaría después de 1991, cuando el nacionalismo transétnico soviético dejó de tener sentido y comenzó la construcción de un nacionalismo étnico en los nacientes países independientes. Mucha gente se quedó en sus países de origen, aunque su identidad étnica no necesariamente correspondía con su ciudadanía. En este nivel ya no hay punto de comparación con los procesos latinoamericanos.

Entonces, había aquí varios niveles de pertenencia: la étnica, la nacional y la soviética. Las dos primeras fueron “resueltas” con la korenizatsiya, la soviética aún estaba en búsqueda de su raíz. El pueblo soviético, el sovetskii narod, aún necesitaba hallar el origen que la partícula rod reclama.

Después de la Unión Soviética

Yves-Marie Davenel (2012, 2013) ha estudiado pormenorizadamente, en su trabajo sobre los tártaros de Kazajistán (nótese que en el siglo XX el tártaro deviene una nacionalidad específica), la manera en la que el vocabulario en ruso para referirse a temas nacionales se mantiene, pero ha tenido un nuevo cambio semántico. Ha perdido, nos dice Davenel, su sentido transétnico y se ha concentrado en favorecer a las nacionalidades titulares, es decir, que intenta ahora referir el nacionalismo del Estado nación monocultural al que estamos tan acostumbrados en América Latina.

Al igual que en los casos latinoamericanos, dar la prerrogativa a un grupo en particular como el representante de la nación ha implicado una animosidad hacia los no representantes de las nacionalidades titulares que ha alcanzado, por momentos, la cristalización de una violencia terrible. Volvamos a nuestro ejemplo de la sección anterior, el de un ruso viviendo en Uzbekistán: esa persona es vista como el antiguo colonizador, como alguien que ejercía una violencia innecesaria, impositiva, tanto física como cultural. Porque ser un ruso uzbekistaní es una forma diferente de ser ruso: habría una especie de nacionalismo a larga distancia, como bien ha estudiado Nina Glick Schiller (2005) para los migrantes internacionales en la actualidad, pero no es el nacionalismo de la nostalgia del país en el que se nació, porque los ancestros de muchos de esos rusos habrían llegado desde el siglo XIX, pero, como la pertenencia a las Repúblicas Soviéticas no se planteó como nacionalismo, porque el nacionalismo era soviético, era imposible que esos rusos se vieran a sí mismos como uzbecos (no es el nacionalismo abarcador de México, donde el nacer en ese espacio ya lo convierte a uno en “mexicano”). Tanto el uzbeco como el ruso se siguen entendiendo, en términos étnicos, como algo diferenciado. Por eso la necesidad de términos igualmente diferenciados: uzbeco (categoría étnica) y uzbekistaní (categoría cívica y política), ruso (russkii, categoría étnica) y rusiano (rossiskii, categoría cívica y política).

Regresando a Martí: lo mencionado hasta ahora ha mostrado que la etnicidad y el nacionalismo, como los conocemos en nuestra aldea latinoamericana, no son el mundo, ejemplo de lo cual ha sido el punto de contraste presentado en este artículo. Un fenómeno similar es el que ocurre en sentido inverso, es decir, que la claridad que tenemos en nuestra aldea latinoamericana sobre cómo se ha construido lo étnico y lo nacional no es comprendida por la aldea donde se habla ruso. Una lectura sociolingüística transcultural, como la que he llevado a cabo en este ensayo, podría abrir la puerta a un diálogo transversal para que el mundo sea de aldeas interconectadas.

Bibliografía

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Notas

[1] Prefiero mantener el término “español” –y no usar, en su lugar, “castellano”– porque eso implicaría que estoy asumiendo que lo que se habla en América Latina es una derivación exclusivamente del castellano. En cambio, la diversidad lingüística de nuestro continente está atravesada por la combinación de castellano, gallego, catalán y euskera (por mencionar aquellas lenguas oficialmente reconocidas en España, pero, presumiblemente, habría más lenguas ibéricas involucradas en la configuración lingüística en la América Latina) junto con lenguas indígenas y africanas, todas ellas mezcladas de forma diferenciada regionalmente.

[2] Desde 2021, Hanna Deikun y la autora de este ensayo hemos estado involucradas en la traducción diferenciada de dos términos en lengua rusa que, hasta ahora, se han traducido al español como “ruso”: russkii y rossiskii. Mientras russkii se referiría a lo cultural y lo étnico, sin ninguna pretensión política o territorial, rossiskii, en cambio, es una categoría más neutra, sin pretensiones étnicas o territoriales, se relacionaría más con un sentido de pertenencia étnica. Decidimos traducir russkii como “ruso” y rossiskii como “rusiano”. Más sobre esta discusión puede encontrarse en Deikun (2021) y Jiménez Tovar (2022, en prensa).

[3] Culturalismo es como se puede denominar al racismo en términos culturales (cfr. Grimson, 2011).

[4] No hay una unidad en cuanto a la manera de Tartaria de pensarse como una región: al ser un espacio de mezcla cultural, debido al constante comercio que siempre la caracterizó, cada grupo que la componía designó cómo debería ser pensada. La tensión nómada-sedentario, sin embargo, se puede sentir en el debate sobre el espacio, su utilización y su denominación. Svetlana Gorshenina (2014) nos da cuenta pormenorizada de este abanico de formas de pensar esta región en particular a lo largo del tiempo.

[5] De esa categorización de los nómadas como bárbaros en cuanto contrarios al sedentarismo, hay una reinterpretación muy importante realizada en las primeras décadas del siglo XX en el trabajo de Owen Lattimore (1940), quien ve a los nómadas como complementarios de las culturas sedentarias en la China propiamente dicha.

[6] Esta sección es un fragmento de mi libro Manifiesto rusiano: crónica de un logocidio, de próxima aparición en México.

[7] Más adelante, la palabra Volk tendrá otros sentidos, sobre todo para los hipernacionalistas nazis, pero no es aún ese el entendimiento decimonónico de la naciente Alemania cuyos parámetros científicos estaban siendo emulados por los científicos rusianos. En todo caso, pongo en aviso al lector, esta digresión es importantísima para poder entender el vocabulario étnico soviético.

[8] Era este uno de los lemas de las campañas estalinistas de los años treinta. Puede verse un análisis pormenorizado de las implicaciones de este lema en Martin (2001).

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