Guelendzhik

Vera Bogdánova (Sobre la autora)

Traducción: María del Mar Gámiz

Compra en el de lujo, dijo él, tienes que viajar cómoda, yo te lo pago cuando llegues, y ella, claro, se resistió un poco, no es necesario, dijo, yo puedo, pero luego cedió, pues vaya que es agradable cuando un hombre se preocupa por ti, te espera, te paga el viaje, quiere encontrarte en la estación y llevarte no a donde caiga, sino a Guelendzhik, al mar que ella no ha visto ni una vez en su vida, y en verdad que sólo por eso se gastó tres cuartos del anticipo en un boleto en el tren de lujo de ida y vuelta, que hacía un poco menos de 24 horas de viaje, le tocaron unos vecinos agradables, una pareja de edad avanzada, ambos médicos, y ella pensaba: qué lindo sería si ella y Mitia, cuando estuvieran viejitos, se prepararan así el té, se llevaran la cuenta de las pastillas para la presión, la acidez y demás malestares, ay, dios, cuánto le gustaría eso, e imágenes apacibles de su futura vida familiar bambolearon en el vaporcillo iridiscente de la fantasía, aunque, claro, Mitia todavía no le había prometido nada, pero que le hubiera pedido que fuera con él después de seis meses significaba que tenía planes para su vida en común y, convenciéndose de que así era, ella por fin sale del vagón sofocante, sudoroso y con olor a herrumbre ferroviaria a la cegadora claridad y el calor de Novorrosíisk, se apresura por la plataforma junto con los demás, hace rodar su maleta buscando el rostro de pómulos salientes de Mitia, pero no está en ningún lado, ni en la sala de espera ni a la sombra del techito donde fuman taxistas locales, y el número al que está llamando no está disponible, y ella se regresa a la frescura sonora de la estación, se acomoda en una banca, bebe agua de la máquina expendedora, de otra saca un panecillo aplastado, empacado en plástico, pues le ruge la panza, y sí, hay un restaurante enfrente de la estación, pero mejor no alejarse, Mitia podría perderla, quizá su teléfono se quedó sin batería y ahora se abre paso entre la multitud, intenta encontrarla, por eso ella se sienta y aguanta, marca de nuevo el número que no está disponible y los pasajeros se suceden como olas, saludan a quienes fueron a recibirlos, se abrazan, se besan, se reparten y meten sus bolsas en los taxis, trenes llegan y trenes se van, los anuncian con tono gangoso, escupiendo intermitentemente al micrófono, el sol en la ventana rueda hacia el atardecer, se enrojece, extiende las sombras en el suelo y poco a poco la invade el terror: algo pasó, algo le sucedió a Mitia, y sólo por eso se acerca por fin a los taxistas, ha decidido ir a Guelendzhik sola, tanto como pueda, pero junto a los coches calientes y polvorientos pierde toda la determinación cuando los choferes enmudecen y la valoran impúdicamente, fijan sus miradas en la tela del vestido, y ella se desvía: hay que rodear a esa manada impregnada de humo del tabaco, pasarla de largo, hacer como que no se disponía a entrar a ninguno, ella no necesita un taxi y gracias a dios, a su lado se frena un joven que parece decente: debe rondar los veinte años, es guapo, tiene una melodiosa voz grave y unos dientes muy blancos, que casi relumbran cuando sonríe, y sonríe con frecuencia, cuando mete la maleta en la cajuela, cuando habla de las vacaciones y el mar, del pico de la temporada, de comida sabrosa, vino, de los buenos restaurantes y cafés, del esquí acuático y la natación, y él sabe nadar, es сandidato a maestro del deporte, y ella habla de la sobrecarga en el trabajo, del director que no quiere aumentarle el sueldo, de la crisis y los recortes, del plan de entregas, de los embotellamientos y el metro —sabe, aquello es como una sucia banda de producción, como toda la vida en Moscú—, y la plática ligera con este taxista la distrae un poco de la angustia y el cansancio, un cálido viento salado entra por la ventana, le lame la frente y la mejilla, le revuelve el cabello, la carretera serpentea hasta provocar un ligero mareo y abajo, a lo lejos, el sol se pone sobre el mar, se esconde tras el confín de la tierra y lo único que molesta es el hecho de que Mitia no se haya aparecido, y ella no tiene su dirección, aunque él medio le envió unas fotos de la casa y el terreno: le enseñaba la piedra que había conseguido para el recubrimiento, él mismo la había puesto y ella se asombraba de su maestría, y Mitia agregaba sólo tú lo valoras, y con esas palabras se sentía tan triste, le daba mucha lástima, y de pronto ella piensa: debe ser que Mitia se enfermó y, ya en Guelendzhik, se fija en las casas buscando como un ahogado con la mirada de qué asirse, y el taxista, al notar su inquietud, también busca, como que recuerda una casa parecida en una callecita angosta, que se tuerce por una pendiente, pero, si llegara a necesitarlo, su tía renta un cuarto a cinco minutos del mar, dice él y se desvía del camino principal hacia una leve tiniebla del sur, lo que la pone nerviosa, y si de pronto la lleva a un lugar y la mata, esas cosas pasan, y ella se prepara para gritar, saltar con el coche en movimiento, golpearse el costado contra el asfalto y separarse para siempre de su maleta, en la que el conjunto de encaje que compró en la sex-shop —aberturas por doquier, agujeros en las partes más interesantes, completamente disfuncionales— se aburre de tanto esperar a Mitia, pero aquí refulge la casa conocida en un claro entre los árboles, una luz atenuada en las ventanas del segundo piso, y ella le grita al taxista que se detenga, llegaron, aquí es, ella ha reconocido el lugar, por fin lo encontró, y el taxista se orilla sin prisa, se baja del coche y ella lo vuelve a apreciar rápidamente: no menos de dos metros de altura, un joven dios del mar Negro, de cadera angosta, complexión de otra especie, en nada parecida a la de ella, no, y él, este dios, saca la maleta y le ofrece esperarla un poco, quizá no es la casa que busca, pero ella lo rechaza, mejor que Mitia no lo vea, pues es celoso y no le perdonaría un contrincante como éste, por eso ella rueda su maleta por la banqueta, subiendo por la pendiente, hacia una incertidumbre llena del canto de las cigarras, se detiene un poco junto al postigo herrado mientras el taxi desaparece de la vista, toca sintiéndose muy nerviosa e imaginándose diferentes escenas: nadie le contesta, ella llama a la policía, los policías tumban la puerta, ella entra corriendo tras ellos, se lanza sobre Mitia, que está tirado inconsciente en el piso, no había nadie que lo ayudara, pero ahora ella está con él, ella siempre estará con él y Mitia le estará muy agradecido, y dentro de seis meses ya se mudarán juntos, como habían planeado cuando Mitia trabajaba en un proyecto en Moscú y vivía en el edificio de al lado, se imagina que llaman a todos sus parientes, los invitan a la boda, y todos están tan felices por ellos, inmensamente felices.

La puerta se abre.

Sale una mujer, parece que de la edad de Mitia, con el cabello recogido en un chongo desarreglado, en una bata de baño blanca y chanclas, y la mira con incomprensión y sospecha, avanza por el caminito, se detiene sin haber dado ni cinco pasos, junto a un camioncito rojo de plástico y unas palitas —tienen arena—, y pregunta desde la reja: a quién busca, y ella no sabe qué responder, si llegó adonde era, y sólo puede balbucir: a Mitia, y la mujer levanta las cejas, sin decir nada chancletea de regreso a la casa, de donde sale un grito retumbante, y Mitia ya baja corriendo las escaleras, desencajado, torpe, sin playera, con unos shorts sobre los cuales irremediablemente se le proyecta la panza, con todo y que ella siempre le aseguraba a Mitia que él no tiene panza, que se ve maravillosamente para su edad, pues bien, y Mitia le dice bajito: por qué viniste, y ella no entiende, llevan un mes entero planeándolo, y él especifica: por qué viniste aquí, yo te iba a recoger más tarde, en la estación, ahora no podía, ves, es una causa de fuerza mayor, pero cómo que más tarde, desde que su tren llegó ya había pasado muchísimo tiempo, ya había oscurecido, y algo le punza debajo del corazón ligera pero perceptiblemente, quisiera sentarse ahí mismo en el parapeto junto a la puerta y descansar, pero no se puede, debe contener sus gestos, la esposa de Mitia los mira desde el zaguán, y alejarse, pero tiene todo el cuerpo entumido por el golpe terrible, y es que cómo pudo creerlo, qué tonta es, podía haberlo adivinado, y se oye que Mitia le dice a su esposa: es una pariente de Lípetsk, no sé por qué vino, aquí no somos hotel, pero ya no podía ser más doloroso, o eso parece, tiene que apartarse de este dolor para que se ablande y la suelte, se rompa como una liga estirada al extremo, seguramente debe regresar a la estación, en donde quién sabe si estén pasando trenes o si haya lugar, porque cuando ella compró sus boletos ya no quedaba ninguno, pues si es temporada alta, niña, qué esperabas, y parece que tendrá que pasar la noche en la calle o en la playa, o de plano caminar por las vías del tren a Moscú, arrastrando la maleta, que hará trrrrrr con las ruedas y golpeará al caer de las traviesas de los rieles calentadas por el sol, rompiéndose, abriéndose, volcando sobre la grava la ropa interior erótica que le costó miles, cosa que no le gustaría, piensa ella mientras desciende de regreso al cruce de caminos en donde, gracias a dios, todavía está el taxi en el que llegó acá, y ella se apresura hacia él, grita espere, no se vaya, abre la puerta de un tirón, mete a empellones la maleta, de la misma manera se mete ella misma, se limpia la cara mojada por las lágrimas, y el taxista mira todo esto casi sin sorpresa, no, puede ser que sí esté sorprendido, pero no lo demuestra, y pregunta ahora a dónde, y ella no sabe, eso le dice, que no sabe adónde más ir, tras lo cual él apaga el motor y le propone ir a cenar y pasear por el malecón, le encontraremos un cuarto, le conté de mi tía, me llamo Iliá y usted, y con su hablar pausado ella se tranquiliza, juntos acomodan la maleta en la cajuela y se van al malecón, que está lleno de vacacionistas, los niños ríen a carcajadas y ha oscurecido por completo, las lámparas del alumbrado brillan como pequeños faros, a la luz de una de ellas se sientan en un café, en sillas de plástico, y allí ella por fin come bajo el tarareo de un cantante bigotón y el silbido de los altavoces, con una avidez desagradable se embute unas brochetas de carnero y tortillas mientras bebe ansiosamente vino de un vasito blando y nervado, que cualquier otro día le hubiera parecido horrible, pero no ahora, e Iliá está sentado frente a ella y, gracias a dios, no pregunta por la razón de sus lágrimas, a ella no le gustaría que él supiera, y continúan la conversación que habían empezado en el coche sobre todo en el mundo, y Mitia se le sale de la cabeza, que se vayan al diablo ese Mitia y sus mentiras, y después de que pagan, mientras caminan a lo largo de la orilla, Iliá le cuenta mucho de sí: no entré al instituto, manejo un taxi pues mamá necesita dinero, mi mamá es sagrada, yo no vivo con ella, pero la visito con frecuencia, le ayudo porque aparte de mí no tiene a nadie, sabes, y ella lo entiende mejor que nadie, y esto es muy raro, con la diferencia de edad que hay entre ellos, unos diez años o puede que más, y ella se siente bien, como si regresara a los dieciocho, aquellos románticos dieciocho que ella no pudo vivir a causa de la necesidad, la falta de dinero y los funerales, por la intensidad del trabajo, y sólo ahora esa tensión cede, la lavan las olas, se la llevan a lo profundo, e Iliá le toma la mano, su palma es caliente, áspera y grande, pero sus dedos son discretos, y a ella le gustaría atrapar este momento y guardarlo para siempre, tocar el rostro de Iliá iluminado por los faroles y la luna, su pelo, su pecho y sus hombros, debe ser por el vino que todo le da vueltas, incluso cuando se sientan en una banca y miran en silencio los brillos en el agua y la negrura opaca detrás de éstos, la noche impregnada de humedad y susurros, y de repente Iliá dice que puede que haya sido bueno que hayas llegado acá hoy, te hayas subido a mi coche, que me hayas encontrado y yo a ti, puede ser el destino, lo entendí de inmediato, y con estas palabras trilladas durante siglos ella se acobarda, aunque un par de minutos antes estaba dispuesta a todo, decididamente a todo, pero ahora le sudan las manos, las aprieta entre las rodillas, en el cálido pliegue de la falda, se paraliza y dice que puede que él tenga razón, y su voz suena ridícula, dios mío, seguramente también se ve ridícula, una vieja señora, aunque ¿se puede ser vieja a los treinta y seis?, ¿es treinta y seis una edad?, y teme mirar, pero de todas maneras levanta los ojos y ve su sonrisa y su cara tan cerca, más cerca, y él la besa.