Víktor Eroféiev
Traducción: Julián Lescano
(Publicado con autorización del autor)
A mi juicio, la literatura soviética está llegando a su fin. Incluso es posible que sea ya un cadáver que se enfría, un difunto ideológico de cabeza grande que, en silencio y como avergonzado, ha exhalado su último suspiro bajo el cañoneo de la perestroika y la glásnost[1]. Cuando los cañones disparan, las musas, como las moscas, perecen. Ahora, a esta musa también le ha llegado el turno. Pues bien, yo seré la última persona que llore en su entierro, pero estoy más que dispuesto a pronunciar su elogio fúnebre.
El extraordinario autor de la novela Nosotros, Evgueni Zamiatin, observó en 1920 que, si en nuestro país desaparecía la libertad de expresión, a la literatura rusa le quedaría un solo futuro: su pasado[2]. Hoy, con cautelosa esperanza puede decirse que la literatura rusa, si está destinada a renacer, tendrá esencialmente solo el futuro como pasado de los últimos años.
Existen la poesía y la prosa rusas del período soviético, así como existen la poesía y la prosa de los otros pueblos que habitan la URSS, pero hablar de la literatura soviética como algo que las mancomuna en un todo unificado no es más que hacerse ilusiones. Por muchos años debieron los escritores, en pos de su supervivencia, hacer concesiones tanto en lo que hace a su conciencia como, lo que no es menos dañino, a su propia poética. Algunos se acomodaron, otros se vendieron (lo cual no salvó ni a unos ni a otros de la ruleta del terror), unos terceros se ahorcaron, pero la amargura de todas estas tribulaciones, junto con las torceduras de brazos de la censura, sus golpes de ojo y de entrepierna, difícilmente pudieron servir de cemento fiable para la Torre de Babel de las letras.
La torre hecha no de marfil, sino de los huesos de los escritores rusos, fue erigida no sobre un conjunto de concesiones sino sobre el dictado de la ordenación social, que exigía de la literatura no tanto decir la verdad como servir ciegamente la línea general, cuyo rumbo zigzagueante parecía una burla diabólica contra sus más probados seguidores, una prueba no ya de la firmeza de las convicciones, sino de la inclinación humana a la infamia.
Esta literatura es producto de la concepción del realismo socialista, multiplicada por la debilidad humana del escritor, que sueña con un trozo de pan, fama y statu quo con autoridades ungidas, si no por la divinidad, sí por la idea universal. La fuerza del poder y la debilidad de la naturaleza humana, los complejos sociales de la literatura rusa ―principal culpable de la revolución, en opinión del agudo filósofo de comienzos del siglo XX Vasili Rózanov― y el desenfreno de la innegable vulgaridad posrevolucionaria, encarnada en la utopía de la «revolución cultural», así como, finalmente, el maniqueísmo oriental de Stalin ―estos y una serie de otros componentes formaron la base del edificio literario soviético, y cuando el andamiaje de los años 20 se desplomó fue para quedarse boquiabierto.
La majestuosa torre del realismo socialista soviético, erigida para los siglos según el proyecto de Stalin y Gorki, barroca y espaciosísima, habitada por los Alexéi Tolstói, Fadéiev, Pavlenko, Gladkov y Gaidar[3] ―imposible enumerarlos a todos―, a pesar de su aparente chapucería (demasiado yeso barato), sobrevivió, de hecho, varios decenios, reproduciéndose además en otras culturas socialistas colindantes.
Cuando hoy en día pensamos en la vitalidad y capacidad de resistencia de esta literatura, nos asombra su inédita combinación de realidad y fantasmagoría. Era real en virtud de su endemoniada fantasmagoría, fantasmagórica en virtud de su burda realidad.
Era una ficción aparentemente fácil de desenmascarar desde afuera, que podía ser perforada por la aguja de la ironía y explotaría como un globo… pero, por mucho que se la pinchara, no explotaba, porque era justamente una ficción a la que desde afuera en ocasiones se la adoraba y servía, como Aragón. Y esta ficción estaba respaldada, al igual que el indudablemente real papel moneda, por toda la reserva del Estado.
Hoy todo esto se derrumba. El edificio se desmorona, el globo explota, el respaldo de oro se ha esfumado: es la bancarrota. Ayer tan solo todo estaba tan felizmente interconectado: los escritores eran colaboradores del partido, el arte estaba en manos del pueblo.
Esta literatura todavía no ha terminado de morir, que ya pensamos: ¿existió realmente? Muy pronto curiosos turistas-críticos empezarán a desfilar por sus ruinas ―interesante excursión, por cierto.
El realismo socialista es la emanación cultural del totalitarismo, es el furor de la literatura confinada a un espacio reducido, es el complejo sadomasoquista del escritor ateo que vende el alma en cuya existencia no cree.
En Occidente se dice que las libertades permitidas desde arriba no son libertades y que las reformas a medias no son la salvación. Pero el totalitarismo no cae cuando llega una democracia en regla, sino un poco antes, cuando es reconocido como un tic por la opinión pública. Esto no es aún suficiente para una democracia, pero sí es ya suficiente para asestar un golpe mortal al realismo socialista. Por él doblan hoy las campanas.
Durante los últimos años de su vida, recuperándose del shock del estalinismo, la literatura soviética existió (y por inercia sus seguidores ―en lo que se conoce como life after life― existen aún hoy) en tres dimensiones principales. Cada una de ellas resultó atenazada por la crisis. Me refiero a las literaturas oficialista[4], campesina y liberal, teniendo en cuenta lo relativo de esta subdivisión, en la medida en que a menudo estas dimensiones se entrecruzaron y que, además, todo artista mínimamente capaz posee, como es sabido, una dimensión personal y por ende no cabe en un esquema. Sin embargo, el esquematismo casi siempre es la base de una mirada analítica y las pérdidas que implica pueden compensarse con la nitidez del cuadro general.
La literatura oficialista sigue aún hoy la tradición estalinista y se apoya en los principios del «espíritu de partido» establecidos en los años 30 y 40. La esencia de esta literatura consiste en la encendida persecución de objetivos no literarios y la creación del «hombre nuevo», reducido a una función social unidimensional. El socialismo realista enseñaba a ver el proceso histórico en su impulso revolucionario; por eso negaba la realidad a cuenta del futuro, estaba orientado a la superación del presente, lleno de ruidosas promesas y de un odio de clase sin límites.
En la época de Brézhnev el realismo socialista estuvo sometido a la misma corrupción que la sociedad como un todo. Si en los tiempos de Stalin el escritor servía al realismo socialista, en los de Brézhnev el realismo socialista pasó a servir a los intereses del escritor. El autor usaba el realismo socialista no para afirmar una idea, sino para afirmarse a sí mismo. Desde fuera esto no era tan notorio, pero por dentro socavaba la idea misma del servicio desinteresado y, en esencia, contribuía a la degradación de todo el sistema, que era necesaria para que la sociedad se dispusiera por fin a cambiar su modelo. De esa manera, del seno decrépito del brezhnevismo surgieron las condiciones para la perestroika.
La pregunta de hasta qué punto el escritor oficial brezhnevista G. Márkov[5] creía en lo que escribía era en esencia inoportuna, pues tenía un aire indecoroso. Cosas por el estilo no solo no se discutían: ni siquiera se pensaban. La esquizofrenia colectiva creó un tipo especial de escritor que se convirtió en portavoz de la mentalidad estatal en su escritorio y admirador de la sociedad de consumo en su dacha. ¿Qué relación tiene esto con la literatura? Tan solo ―y no es poca cosa― que la literatura oficialista era leída por centenares de miles de personas, contribuía a la formación de sus gustos y conducía a la manipulación de sus conciencias. En el contexto de una sociedad cerrada, cuando cada uno posee solo tantos derechos cuantos ha recibido gracias a su posición social, la nomenklatura literaria no pocas veces especuló con temas prohibidos y semiprohibidos. Esta así llamada «literatura secretarial» era escrita por los influyentes secretarios de la Unión de Escritores y por ello estaba protegida de los embates tanto de la censura como de la crítica.
Entre los temas tabú estaban Stalin (tema desarrollado, por ejemplo, en las novelas históricas de A. Chakovski[6]), las particularidades del carácter nacional ruso (en esto la literatura oficialista se acercaba al ala conservadora de la literatura campesina), la colectivización, el movimiento de disidentes, la emigración, los problemas de la juventud, etc. Ni falta hace decir que todos estos temas eran conscientemente tergiversados, que los lectores eran conscientemente llevados a engaño. Pero cuando estos temas, en las páginas de la prensa sometida a la censura, resultaron ser monopolio de la literatura oficialista junto con el tema picante de la actividad de la inteligencia soviética en el extranjero o de la guerra de Afganistán, el público masivo, aquejado de hambre de información, se arrojó con sincero entusiasmo sobre los libros «secretariales» y encontró satisfacción por su sola inclusión en la vedada y candente problemática, pagando por ello con un formidable embrollo en la cabeza. Así, la literatura oficialista, si no cumplía plenamente la tarea de la educación comunista del lector, sí lograba al menos llevarlo a la confusión y al engaño.
Desde el principio de la perestroika, la literatura oficialista comenzó a perderse. Primero le parece que se trata de alguna maniobra del partido, cuyo sentido no está en condiciones de discernir. Pero pasa el tiempo y el golpe cae sobre ella misma. Los daños resultan tan severos que pierde su raison d’être.
Ante todo, se ve privada de su rol ideológico y de su inviolabilidad. Producto de una sociedad cerrada, la literatura oficialista puede existir solo en el contexto de un entorno hermético. Sin embargo, la crítica liberal, envalentonada, empieza con cada vez mayor frecuencia a ponerla en ridículo, señalando su indefensión, su carácter estereotipado, su estupidez.
La literatura oficialista se convierte en la adversaria irreconciliable del cambio. Esta oposición era particularmente visible en las presentaciones de Iu. Bóndarev[7], que compara las nuevas fuerzas en la literatura con las hordas fascistas que invadieron la Unión Soviética en 1941, lo que en boca de un excombatiente suena como la más desesperada de las imputaciones.
En relación con su propia caída, la literatura oficialista podría plantear la cuestión de la auténtica tragedia shakespeariana ocurrida a parte de la vieja generación, que hacia sus setenta años reconoce el sinsentido de su existencia terrenal, dedicada a falsos ideales en su total descreimiento de valores metafísicos. Precisamente en esta clave shakespeariana pueden leerse muchas cartas de lectores «antiperestroika», publicadas en las páginas de los periódicos conservadores.
Sin embargo, la literatura oficialista es demasiado débil para reflejar conflictos auténticos y prefiere luchar mediante intrigas políticas, empleando sus antiguas conexiones. Algún que otro escritor oficialista incluso no es reacio a cambiar de «color», pero teme que nadie le eche una mano. Los propios círculos liberales empujan a los conformistas a la oposición.
De este modo, la literatura oficialista se encuentra en el papel completamente inusitado de movimiento de oposición, papel que es incapaz de cumplir, pues carece por su propia naturaleza de principios y se apoya para su actividad únicamente en la autoridad ajena. No obstante, está lista para buscar nuevos caminos, acercándose a la corriente nacionalista, a la que, por lo demás, aun desde antes favorecía en secreto. Su existencia en el campo nacionalista suena bastante ridícula (¡era ella quien cantaba las bondades del internacionalismo!), pero no debemos olvidar, mientras nos reímos de sus actuales misadventures, que, si el proceso de reformas se ve interrumpido, será difícil imaginar ideólogos más fervientes de la contrarreforma que los literatos «secretariales».
Es verdad que queda el camino del arrepentimiento, pero solo unos pocos y no los más representativos de los «oficiales» lo han recorrido. Otros más bien ofrecen la versión de la autojustificación, explicando su participación en la persecución de escritores disidentes ―de Pasternak[8] a los colaboradores del almanaque Metropol[9]― diciendo que cumplían «órdenes».
La segregación y degradación de la literatura oficialista, en definitiva, no significan demasiado para el desarrollo ulterior de la literatura, en la medida en que entre los escritores oficiales no hay prácticamente ninguno con talento (la parodia ingeniosa de la estética del realismo socialista se está volviendo popular entre los jóvenes escritores conceptualistas[10]), pero su caída está llevando a cambios perceptibles en la jerarquía de los valores literario-sociales.
La degradación de la literatura campesina es más sensible para la literatura, ya que se trata de escritores más dotados y socialmente más dignos.
La literatura campesina surgió en los años del posestalinismo y describía la desastrosa situación del campo ruso, sometido a una despiadada colectivización y a los infortunios de la guerra y la posguerra. Supo crear, en ocasiones no sin brillantez, retratos de los excéntricos del campo y de los filósofos caseros, portadores de la sabiduría popular, y participó del proceso de desarrollo de la autoconciencia nacional. La figura central de esta literatura fue la imagen de la mujer recta que, a pesar de todas las dificultades de la vida, se mantiene fiel a sus instintos religiosos.
En los años 70, la literatura campesina, en la persona de Astáfiev, Belov y Rasputin, consiguió existir de una manera hasta cierto punto autónoma, profesando el «patriotismo». Era precisamente el patriotismo de la literatura campesina lo que miraban con buenos ojos los círculos oficiales, pero no era lo suficientemente burocrática, y no era raro que hubiera malentendidos. No obstante, intentaron adaptarla a sus necesidades ideológicas, convertirla en aliada en su lucha con Occidente, colmarla de premios y órdenes otorgadas por el Estado. No siempre tuvieron éxito: la literatura campesina tenía sus «veleidades» religiosas e incluso políticas, como participar con descaro en el movimiento ecologista.
Con el tiempo, sin embargo, la cosa comenzó a cambiar. Este cambio empezó ya desde antes de la perestroika, pero con su advenimiento se profundizó. El desarrollo prooccidentalista de la sociedad soviética, espontáneo, no sancionado, pero muy patente y que contribuyó a que en el país surgiera una base social para las reformas, llevó a un conflicto cada vez mayor entre la literatura campesina y la sociedad.
La literatura campesina comenzó a denunciar y condenar antes que enaltecer. Y así nacieron para ella tres enemigos mortales.
El primero, por extraño que parezca, fue la mujer. Si antes, en la hipóstasis de la madre justa, la mujer era una heroína positiva, ahora, en la imagen de la esposa sensual y aun libertina, parece ser, en el espíritu de la antigua doctrina ortodoxa, una simiente «satánica». Precisamente la mujer en búsqueda de los ilusorios placeres terrenales se transforma (al estilo del machismo más descarado) en una fuerza destructora de la familia rusa, corruptora de los hombres débiles.
El segundo enemigo eran los jóvenes y su subcultura. A los escritores campesinos les genera un odio absolutamente zoológico el rock’n’roll, según su definición, un SIDA espiritual. Rabia semejante les inspira el aeróbic, que ingenuamente consideran verdadera pornografía, así como en general cualquier tendencia occidental que deforme la inocente en su prístina belleza alma rusa. En la literatura campesina, como en el antiguo folklore, se produce una división tajante entre «los propios» y «los ajenos»: «los propios» y «los ajenos» se visten, se alimentan y piensan de maneras distintas, y son incompatibles a un nivel ontológico.
«Ajenos» resultan ser también los judíos y los extranjeros en general. Para los campesinos es este un tema delicado, y lo desarrollan escondiéndolo tras distintos pretextos, con vaguedad y evasivas, pero sin cansancio, como en las declaraciones de la sociedad «Pámiat»[11]. No es casual que un crítico liberal de Moscú, reseñando la nueva novela de Belov, explotara: «Respondan sin rodeos: ¿debemos entender que el autor de Crónica adhiere a la concepción (…) según la cual ‘el mal del mundo’ se realiza a través de la existencia de alguna conspiración internacional judeo-masónica?».
En cualquier caso, los «campesinos» están seriamente preocupados por el influjo de los judíos en el destino histórico ruso. Su «oscurecida» conciencia se define por el deseo histórico de cargar la responsabilidad de los males nacionales en «los ajenos», encontrar un enemigo y sublimar en el odio a él los complejos nacionales.
En pocas palabras, la literatura campesina como concepto no tiene tanto que ver con una temática como con una cosmovisión. Rusia, así como otros países con una gran población rural (Canadá, Polonia, etc.), está tradicionalmente infectada de un espíritu mesiánico, extraña combinación de complejo de superioridad nacional, de excepcionalidad religiosa y cultural, y complejo de inferioridad. Así pues, nuestra literatura campesina se encuentra en el eje de la prosa apocalíptica y lírico-sentimental. Su lenguaje está sobrecargado de dialectismos, pero a la vez tiene un alto grado de patetismo y a veces produce dolor de muelas, incluso cuando describe las verdaderas tragedias de la revolución y la colectivización.
Los «campesinos» parecieran rechazar los valores «soviéticos», pero su tono apocalíptico me parece deprimente en su insipidez.
La salvación se les presenta en la visión humanitaria, romántica, monárquico-religiosa de un orden teocrático, las fantasías del socialismo realista se sustituyen por una idea en la que el odio triunfa sobre el amor, y no es casual la actual degradación de esta literatura: como muestra la experiencia literaria en todo el mundo, una literatura aguijoneada por el odio se autodestruye inevitablemente, ahuyentando o extrañando a los lectores desprejuiciados.
Siempre ha sido un serio problema de la literatura rusa su hipermoralismo, la enfermedad de la extrema presión moral sobre el lector. Es esta una enfermedad histórica y, por consiguiente, crónica, se la puede encontrar ya en clásicos del siglo XIX como Dostoievski y Tolstói, pero con frecuencia se la ha tomado como un rasgo distintivo de las letras rusas, y, en verdad, para un lector extranjero es algo interesante, algo distinto. En mi opinión, esto distinto, ante un excesivo desarrollo del sentido de compromiso social, demasiado a menudo ha apartado a la literatura rusa de las tareas estéticas y la ha llevado al terreno del puro y llano proselitismo. La literatura con frecuencia se medía según el grado de urgencia e importancia social de los problemas que abordaba. No estoy diciendo que el realismo social no deba existir, que exista todo, pero concebir la literatura nacional apenas como una literatura de tendencia social, ¡eso es el presidio y el tormento!
Las literaturas campesina y liberal están, cada una a su manera, poseídas por el hipermoralismo.
La literatura liberal, hija del deshielo de Jruschov, fue y sigue siendo lo que se dice una corriente honesta, eleva la decencia a categoría literaria en toda regla y, por tanto, durante largo tiempo ha resultado atractiva para un público lector hambriento de verdad.
El propósito principal de la literatura liberal ha sido decir toda la verdad que fuera posible, en oposición a la censura, que no daba paso a esta verdad. La censura ejerció aquí su influencia formativa, corrompió en su lucha contra ella a la literatura liberal, inculcándole un ansia compulsiva por la alusión, y también corrompió al lector, que se deleitaba cada vez que sospechaba que el escritor «escondía un higo en el bolsillo». El escritor terminó por especializarse en esconder higos y se olvidó de cómo pensar…
La literatura liberal se alegró mucho por la llegada de la perestroika y desempeñó al principio el papel que hacía tiempo soñaba: el rol de fiscal, que juzgaba a la sociedad según las leyes de la moral y el sentido común. Pero fue una alegría miope: esta vez, la perestroika, a diferencia del deshielo jruschoviano, resultó demasiado a fondo para la literatura liberal, y en el pozo terminaron por hundirse muchas obras que ayer tan solo parecían increíblemente audaces.
Es interesante que una gran cantidad de literatura disidente procedía precisamente de la literatura liberal, que sobreestimó la blandura de la censura posestalinista, es decir que muchas obras terminaron siendo disidentes por accidente. Pero, al verse privadas en los «tamizdat[12]» occidentales de las restricciones de la censura, ellas ―la gran mayoría― se asfixiaron por exceso de oxígeno. Los liberales, por la lógica de las cosas, deberían haber bendecido la confortable falta de libertad, y los más inteligentes así lo hicieron.
La actual libertad de nuestro país, por más incompleta que sea, ha hecho que envejecieran rápidamente obras «audaces», como puede verse en la novela de Rybakov Los hijos del Arbat o en la dramaturgia liberal de Shatrov[13].
Un enorme estrato de la literatura concebida como liberal murió llevándose consigo el trabajo de muchos años de numerosos escritores. Recuerdo el dramático momento en que fracasaban uno tras otro los poetas que subían por primera vez al escenario libre de un club moscovita para recitar sus poemas liberales clandestinos, escritos en la época de Brézhnev. Los poetas resultaron innecesarios para el público juvenil, que los echaba del escenario con aplausos irónicos.
«Un poeta en Rusia es más que un poeta», dijo Evtushenko, deseando así ensalzar la posición del poeta en Rusia y sin entender, por lo visto, que un poeta en semejante posición resulta ser menos que un poeta, en tanto sobreviene su degeneración. En Rusia el literato en general está llamado a desempeñar varias responsabilidades al mismo tiempo: ser sacerdote, fiscal y sociólogo, y experto en cuestiones del amor y el matrimonio, y economista, y místico. Hasta tal punto era todos que no pocas veces se encontraba no siendo nadie justamente como literato, incapaz de sentir las particularidades del lenguaje artístico y del pensamiento paradojal figurativo. Alquilaba el estilo como si fuera un rent-a-car con tal de alcanzar el objetivo de su destinación social.
Es por este motivo que entre nosotros todavía se mira con desconfianza la ironía, viendo en ella una fuerza destructora de toda mirada seria sobre la literatura como ilustradora de la sociedad, es por este motivo que el elemento lúdico del arte irrita a los funcionarios de la literatura no menos que la subversión política de Solzhenitsyn. Hoy en día la alternativa literaria me parece de importancia esencial.
La literatura de resistencia socialmente lineal en sus hipóstasis liberal y disidente ha cumplido ya su misión social, que la literatura, ay, debió cargar sobre sí en los tiempos de un Estado cerrado. En una sociedad posutópica es hora, por fin, de regresar a la literatura.
Para la literatura nueva, futura, que vendrá a reemplazar a la moribunda, será de ayuda la experiencia de Nabókov, Joyce, Zamiatin, Platónov, Dobýchin, los miembros del grupo OBERIU, creadores del «absurdo ruso», cuyo renacimiento se está produciendo ahora mismo en la URSS. Esta experiencia incluye el tratamiento de la palabra como una realidad significativa por sí misma. La palabra es un valor en sí, un objeto materialmente significante. En una novela lo importante no es solo construir una determinada imagen humana, un carácter, sino, apoyándose en estas nociones tradicionalmente literarias, construir aquello que yo llamaría, sencillamente, prosa.
Ahora existe una literatura «otra», «alternativa», que se opone a la «vieja» literatura ante todo por su disposición al diálogo con cualquier cultura, aun la más remota en el tiempo y en el espacio, para crear una estructura polisémica, poliestilística, que sin dudas se apoya en la experiencia de la filosofía rusa de comienzos del siglo XX, en la experiencia existencial del arte mundial, en los descubrimientos filosófico-antropológicos del siglo XX, que han quedado en general excluidos de la cultura soviética, en la adaptación a una situación de libre autoexpresión y el rechazo de la propaganda especulativa.
Necesitamos como el aire el diálogo con diferentes culturas; en el aislacionismo cultural perderemos una vez más la oportunidad que se nos presenta en este momento de superar nuestros voluntarios o involuntarios provincialismo y atraso.
El fin de una literatura agobiada de compromiso social, ya sea de tipo oficialista o disidente, significa no el fin, sino la posibilidad de un renacimiento de las literaturas nacionales en el territorio de la Unión Soviética, incluida la literatura rusa. Los brotes de literatura «alternativa», por modestos que hayan sido hasta ahora, son alentadores.
Se trata, pues, de un funeral feliz, coincidente en el tiempo con el funeral del marasmo sociopolítico, un funeral que da esperanzas de que, en Rusia, tradicionalmente rica en talentos, surja una literatura nueva, que no será más, pero tampoco menos, que literatura.
[1]Políticas que Mijaíl Gorbachov introdujo en la Unión Soviética en la segunda mitad de la década de 1980. Buscaron revitalizar la economía y promover la apertura y la transparencia en el gobierno y en la sociedad soviética, pero finalmente fueron factores clave en el colapso del Estado socialista.
[2]El ensayo, publicado en 1921 (y no en 1920), se titula “Tengo miedo”.
[3] Se trata de los escritores Alexéi Tolstói (1883-1945), Alexandr Fadéiev (1901-1956), Piotr Pavlenko (1899-1951), Fiódor Gladkov (1883-1958) y Arkadi Gaidar (1904-1941).
[4]De este modo hemos traducido la expresión официозная литература [ofitsióznaia literatura], que hace referencia a la literatura que no es estrictamente oficial, pero que sigue en todo la visión oficial del Estado.
[5]Georgui Márkov (1911-1991).
[6]Alexandr Chakovski (1913-1994).
[7]Iuri Bóndarev (1924-2020).
[8]Borís Pasternak (1890-1960), ganador del Premio Nobel de Literatura en 1958.
[9]Sobre la revista Metropol, ver el comentario introductorio a la traducción.
[10]El conceptualismo fue una corriente de poesía soviética contracultural que surgió en los años 70 en la clandestinidad y que dejó su estatus underground con el comienzo de la perestroika.
[11]El Frente Patriótico Nacional “Pámiat” (“Memoria”) fue una organización nacionalista y conservadora fundada en la URSS en 1987. La Sociedad abogaba por la restauración de los valores tradicionales rusos y se oponía a las reformas impulsadas por Gorbachov.
[12]El término se refiere a la literatura de escritores soviéticos publicada en el exterior.
[13]Anatoli Rybakov (1911-1998) y Mijaíl Shatrov (1932-2010), autores ambos de obras satíricas.