Aleš Šteger (Sobre el autor)
Presentación y traducción: Florencia Ferre
Escrito in situ es un proyecto de escritura experimental de Aleš Šteger. Comenzó en el año 2012 en Liubliana y termina en 2023. Una vez por año, el escritor elige un espacio público en un lugar del mundo donde escribir durante 12 horas en constante interacción con la gente que lo rodea. La consigna es no tener acceso a dispositivos electrónicos y no hacer correcciones después de entregar el texto, lo que ocurre inmediatamente después de su escritura. El resultado es un texto impredecible, permeado por la contingencia y la fragmentariedad del discurso de los interlocutores y del propio escritor. De todos los textos publicados, entre los que están los referidos a México, Kochi, Solovki y el Estrecho de Magallanes, elegimos este escrito en Bautzen/Budyšin, cruce del mundo eslavo y el germano, enclave de la minoría sorbia diezmada por la explotación a gran escala del carbón, sede de uno de los centros de detención tristemente famosos tanto de la Alemania nazi como de la Stasi en tiempos de la Alemania Oriental. En tiempos en que la derecha extrema crece en forma alarmante, la inmediatez de estas impresiones propicia una reflexión atenta e incitante.
Bautzen/Budyšin, Alemania, 17 de abril de 2019[1]
La Unión Europea es un intento de suavizar las diferencias y las fronteras. Una de esas fronteras, que en la historia europea ha desempeñado un importante papel más de una vez, es la frontera entre los germanos y los eslavos. La proximidad del otro ha sido siempre ocasión de saber y comerciar, y a la vez ese otro tras la frontera ha sido siempre buena madera para la manipulación, para sembrar el miedo; el chivo expiatorio para el surgimiento de extremismos políticos y sistemas totalitarios. El nombre de la pequeña ciudad de Bautzen tiene una clara connotación negativa en la memoria de los alemanes del Este que aún recuerdan los tiempos de la República Democrática Alemana, porque aquí se encontraba la infame cárcel de la Stasi, la policía secreta alemana, y no lejos de ahí está uno de los mayores centros penitenciarios ordinarios de esa parte de Europa, llamado Gelbe Elend, “Desgracia Amarilla”.[2] En tiempos recientes, Bautzen no era sólo el nombre de un lugar sino más bien sinónimo de persecución política y prisión. La ciudad tiene también otro nombre, sorbio lusacio, Budyšin, y es la capital de una entidad eslava minoritaria que habita esta parte de Alemania con su propia cultura hace más de un milenio. Visité la ciudad un mes antes de las elecciones parlamentarias europeas, en momentos en que en el oeste de Alemania, así como en muchas otras partes de Europa, el apoyo de los votantes europeos a los más variados partidos de la derecha radical crecía vertiginosamente. Las migraciones son también aquí un tema central de las mesas de café. En 2017 Bautzen volvió a los titulares de los diarios alemanes cuando incendiaron una residencia para refugiados antes de que pudiera empezar a habitarse, y los extremistas de derecha montaron ante las cámaras en la plaza principal una verdadera persecución de jóvenes inmigrantes. ¿Será Budyšin una ciudad multicultural idílica en el corazón de Europa, el folclore y el arte de decorar huevos de Pascua? ¿Será Bautzen la cuna de neonazis y la cárcel en la memoria de humillados y ofendidos? Sea como fuere, se trata de una ciudad europea ejemplificadora, un sitio de fronteras, belleza y consternación.
Gracias a todos los que me ayudaron a componer este texto.
Escrito in situ
Amarillo es el día.
Amarillo es el día; fueron las primeras palabras, quizá la primera oración que apareció en mi cabeza aun antes de que abriera los ojos.
A través de la puerta vidriada de mi cuarto brillaba la luz.
El Miércoles de Ceniza es amarillo en la región de Alta Lusacia.
La primavera es amarilla.
Las copas de los árboles, sin[3] con sus nuevas hojas, son amarillas.
El trino amarillo de los pájaros.
Las flores amarillas de los arbustos ornamentales alrededor.
Es amarillo el huevo de pascua anaranjado que me como en el desayuno del alojamiento.
Amarilla la yema en el huevo amarillo, que es anaranjado.
Son amarillos los chalecos de los bomberos y el color de sus carros con sirena que doblan por la esquina y desaparecen.
La sirena es amarilla.
El día es amarillo, la esperanza es amarilla, las verdades y noticias son amarillas; son amarillos los picos de los estorninos, las colillas en la arena junto a los bancos del parque, amarillo el mango del cuchillo en el banco de al lado (¿pero quién lo ha dejado, y junto a él una cucharita de plástico, hoy igual de amarilla?)
El miércoles es amarillo y amarillo el rumor de los automóviles.
Es amarillo el chirrido de los pedales de las bicicletas en las que pasan los viejos, cada uno de más de 60, con su pelo amarillo, aunque en realidad blanco.
El viento fresco es amarillo y amarilla la publicidad para la donación de sangre amarilla.
Es amarilla la estrella en el cementerio de soldados soviéticos frente a mi pensión.
Aquí yacen, cubiertos de hiedra. Verde.
Una placa de granito atestigua quiénes eran y qué son.
La historia es amarilla. Sus horrores, amarillos, sus perversidades, sus inconmensurables perversiones y complicaciones.
Amarillas son las palabras de la historia y sus apóstoles. Creer en ellos hasta el fin: ¿hay algo más fácil, más difícil?
Pero más difícil, tal vez lo más difícil, es quedarse sin las propias historias amarillas, sin la propia historia, sólo con el cuento ajeno, de nadie, cubierto con el cascarón como un pollito recién nacido.
Nuestro pasado es amarillo.
Nuestro pasado es un frac amarillo, quien más quien menos, cada uno lo calza a su medida y sólo en parte logramos mirar más allá de la propia amarillez, en consonancia y entrega recíproca de nuestras historias individuales.
Sólo uno mismo sabe qué es importante y qué no.
¿Por qué, por ejemplo, justo hoy estoy yo justo aquí, en este banco en este pequeño parque en esta ciudad con dos nombres, Bautzen, Budyšin?
¿Por qué no estoy en alguna otra parte de este mundo amarillo?
¿Y por qué estoy justamente ante este monumento a los soldados soviéticos caídos, héroes de la lucha contra el nazismo, muchachos que dejaron sus vidas en las sucias trincheras de la guerra?
Con la caída del Muro de Berlín y el retiro de las fuerzas soviéticas de Alemania Oriental, en los acuerdos que acompañaron la salida se dejó constancia de que los monumentos soviéticos eran intocables y que Alemania se obligaba a seguir cuidando de ellos en adelante.
Para que sea visible en todas partes nuestra historia común, nuestro común color amarillo de la sangre de la humanidad asesinada.
El sitio de internet para reserva de alojamiento fue más premonitorio de lo que podía esperarse. Abrí la página hace dos días, cliqueé la primera alternativa, confirmé la reserva y me encontré en un día amarillo, en una ciudad amarilla, ante la estrella amarilla de cinco puntas del Ejército soviético y los muchachos caídos.
¿Es tuyo?
Alzo la vista.
Es el barrendero que junta la basura con una pinza.
No, el cuchillo no es mío, digo.
Con cuidado, como si fuera algún objeto digno de un análisis más detallado, lo levanta, lo arroja a la bolsa de basura.
Alguien ha comido, digo.
Sí, o más bien alguno se ha picado, dice el barrendero.
Si vas un par de calles abajo, ahí está el polígono de skate.
Ahí encuentro pastillas todos los días, paquetitos de heroína o bolsitas con restos de hierba o agujas.
O acá alrededor. No te das una idea de lo lleno que está todo aquí de esa mierda.
Es horroroso, digo.
No es nada horroroso, dice. No hay compasión, ni para los que se pican ni para los que toman desde las ocho de la mañana. Cada uno es responsable de sí mismo.
Deja la pinza y la bolsa de plástico.
Me voy a armar uno, dice, y saca el tabaco.
Esta es mi droga.
Cada uno necesita algo, digo. De otro modo nos volvemos locos. La presión cotidiana es demasiado para la mayoría. Así son los tiempos, cada uno está solo contra todos, ya no hay más comunidad.
Así es, dice, pero mi mujer me pelea si fumo.
¿Ella no fuma?
Tuvo que dejar porque le encontraron asma. Ahora me llena la cabeza.
Linda ciudad, digo.
¿Usted es de por aquí?
El barrendero se ríe. Exhala el humo satisfecho.
Yo soy de Heidelberg, dice.
Qué hace aquí entonces, en el Este profundo, pregunto.
Después de la guerra echaron a mi familia de Chequia; años más tarde vine a buscar mis raíces, me enamoré y me quedé. Pero quiero irme de esta ciudad de porquería. Scheisse. Bueno, no está mal, sólo que… Si vas por aquí dos calles más abajo, encuentras sólo nazis. Y si vas tres o cuatro calles arriba, justo junto a la cárcel, tienes en el parque a los que piden asilo. Y cada dos por tres se corren unos a otros y viceversa y así siguiendo.
Ya he oído eso, digo, hace dos años los medios estaban llenos de noticias sobre las peleas entre inmigrantes y extremistas aquí en Bautzen.
Aquí un cuarto de la población es nazi, dice. En Bautzen tienes al menos ocho grupos de nazis que se pelean entre sí.
¿Por qué? Pregunto. Entretanto, pasa un grupo de jóvenes con palas y otras herramientas de jardinería, doblan por el parque de la memoria y comienzan a trabajar en los espacios verdes.
¿No tienen empleo? ¿Es por temor, porque la frontera polaca está tan cerca? Pregunto.
Pero no, dice el barrendero y sigue fumando. No sólo hay nazis entre los grupos socialmente vulnerables; están en todas partes, ahora ya socavan las estructuras estatales, aquí representan una buena parte de la policía, el ejército y la administración pública. Por lo demás los tienes en todos lados, también en Polonia, también en Chequia. Aquí tienes abuelos que fueron nazis verdaderos y que les pasaron el nazismo a sus hijos, y ahora están saliendo sus nietos. En Bautzen tienes cada tanto manifestaciones nazis, y ahí ves también muchos chicos, de 14, 15 años. ¿Lo entiendes? Yo te tuteo directamente. Me llamo Helmut, se presenta el barrendero.
Esta ciudad es multicultural, aquí hay una gran colectividad de sorbios lusacios. ¿Pero son también nazis los sorbios?
Sin duda entre ellos también hay nazis, contesta tranquilamente. Están por todas partes, ¿lo captas?
¿Y los refugiados? Pregunto. Deben de ser bastante compactos y agresivos para hacerles frente.
Son, son, no hay nada que hacer. A mí no me gustan. Son bastante cerrados en sí mismos, ahí los tienes, arriba, en el parque junto a la Desgracia Amarilla. Sabes qué es la Desgracia Amarilla, ¿no? Es la cárcel, Bautzen I. A los que tienen penas leves los mandan a la cárcel de Dresde, a los criminales más duros, aquí, a Bautzen I. Tras la cárcel hay una montaña. Ahí hay una pista de trineos y hay fosas. Después de la guerra o en tiempos de la República Democrática Alemana, si alguno no encajaba, puf, y lo enterraban ahí.
Helmut sigue fumando. Nos quedamos en silencio.
Por lo demás aquí tienes todo lleno de tumbas; aquí están los soviéticos, bajo aquella piedra están enterrados los polacos y checos, allá, un par de kilómetros fuera de la ciudad, hay una enorme fosa con los soldados de la Primera Guerra Mundial; pero también ya de antes, de los tiempos de las guerras napoleónicas. ¿Sabes que Napoleón estuvo en Bautzen? Aquí durmió antes de la ofensiva y por la noche miraba por la ventana a ver qué hacían sus soldados. O también… a diez kilómetros de aquí hay una fosa común con los soldados suecos de la Guerra de los Treinta Años, sólo que para ir necesitas auto.
En esas llega un auto con un cartel amarillo.
Pfff, ese es mi supervisor, dice Helmut, él también es un pequeño nazi.
El supervisor sale del auto, con Helmut encienden un cigarrillo más y charlan en el banco vecino. Yo tipeo y espero.
Cuando el supervisor se va, Helmut vuelve otra vez.
Y si fueras a emigrar, ¿adónde irías?, le pregunto.
Si fuera más joven me iría a Canadá, pero para Canadá necesitas dinero. ¿De dónde lo voy a sacar?
Emigrar a Canadá es sólo para asiáticos ricos, le digo en broma.
Sí, los asiáticos. Una vez trabajé para un vietnamita, arriba, en el norte de Alemania. Desarmábamos máquinas viejas. Cuando nos traía la comida al galpón siempre apagaba la luz para que no viéramos que estábamos comiendo perros y gatos entre los fideos. Aquí, al lado de la cárcel Bautzen II, teníamos un restaurante vietnamita. ¿Sabes dónde está el propietario del restaurante vietnamita hoy? Al otro lado de la ciudad, en Bautzen I. Les tomó su tiempo, pero al final descubrieron por qué desaparecían todos los gatos en 800 metros a la redonda de su restaurante. Y en Heidelberg, ahí había un asiático que hacía hamburguesas. A los vecinos les pareció sospechoso que tirara a la basura enormes cantidades de latas de comida de perro. Después llegó la inspección y cerró todo.
Helmut fuma otra vez. Sopla un viento frío primaveral y como estoy sentado empiezo a enfriarme, pero me quedo con la esperanza de que me cuente algo más. No tengo que esperar mucho.
Una vez uno me preguntó qué habría pasado si Alemania hubiera ganado la guerra. Le dije que esto habría sido el mayor mierdero del mundo, porque entonces nosotros habríamos sido soldados de la ocupación en algún lado en Francia o en otra parte y habríamos cagado fuego. Se dio media vuelta y se fue, y nunca más volvió a hablar conmigo. Otro nazi. Estamos jodidos. Cuando fui a Chequia a buscar el pueblo del que nos echaron después de la guerra, y las tumbas de mis antepasados, no encontré nada. Después de la guerra, los checos nivelaron con retroexcavadoras la tierra de todo el pueblo, cementerio incluido. No quedó nada. Nada, ¿entiendes? Pero mi viejo era checo. Cuando llegaron los soldados de Hitler fueron a su establo y le llevaron todo. Pero como su mujer era alemana, cuando terminó la guerra tuvieron que hacer las valijas y hasta la vista. No es raro que después la gente lleve consigo esas cuestiones tanto tiempo. Ahí tienes al chofer del autobús, lleva colita, un tipo grande, un nazi puro y duro. Si, digamos, suben refugiados al autobús, los baja, incluso si tienen boleto. Nada que hacer. No hay medidas disciplinarias ni quejas que valgan, nada.
¿Y si los refugiados hablan alemán? Pregunto.
No importa, si no son blancos, los hace bajar. Los que son como él sólo quieren alemanes alemanes, ni mierda de Europa.
A quien preguntes qué haría con Europa, la tiraría al tacho, le pondría la tapa y reventaría el tacho.
¿Y qué piensas? ¿Se calmará con el tiempo o va a ser peor?
Helmut niega con la cabeza.
No sé adónde vamos a parar. Aquí va a haber otra manifestación en dos semanas. Los nazis contra los zurdos. Antes de la oleada migratoria esto no pasaba, ¿entiendes?
¿Vas a ir tú también a protestar?
No. No tengo ganas. ¿Qué voy a hacer ahí? ¿Qué voy a sacar con otra mierda más? Dice Helmut.
Llegan otros dos hombres mayores, recolectores de residuos con pinzas en palos largos.
En fin, ahora tengo que seguir. Allá, en esa dirección, está Bautzen I; allá, en la dirección contraria, Bautzen II.
Me despido del barrendero Helmut de Heidelberg.
Voy en la dirección de una de las cárceles que le han dado mala fama a la ciudad.
Decir que alguien estaba en Bautzen, durante la República Democrática Alemana significaba que estaba en la cárcel, muy probablemente por razones políticas.
El nombre del lugar se volvió el nombre de la privación ilegítima de la libertad, de castigos y torturas.
El camino pasa por el cementerio.
Las tumbas son amarillas.
Sobre las tumbas, las matas de pensamientos son amarillas.
Son amarillos los molinos que giran despacio sobre las tumbas.
El viento es amarillo y el día es amarillo.
Amarillo es el olor de las flores, de los árboles en flor, amarillas las tumbas de los soldados de la Primera Guerra Mundial.
Las lápidas se yerguen orgullosas, los nombres todavía se alcanzan a leer, en un par de décadas probablemente ya no estén.
Pienso por qué estoy aquí.
Había un par de palabras, a decir verdad un solo verso.
In Bautzen da hatten wir Schmerzen.
En Bautzen tuvimos dolor.
El verso del poeta de Alemania Oriental Peter Huchel, intelectual que silenciaron sus propios colegas hasta que huyó a Occidente.
Viejo, en el exilio en esa otra Alemania, Huchel nunca pudo resignarse a la pérdida de su entorno alemán oriental.
In Bautzen da hatten wir Schmerzen.
Era un único verso. Me acompañó desde que lo leí como estudiante de germanística en Liubliana.
Eso fue después de la caída del Muro, de la reunificación de las dos Alemanias y la caída de Yugoslavia.
Teníamos dos profesores alemanes, uno occidental, el otro oriental.
El profesor de Alemania Occidental era afable y bienintencionado, esperaba de nosotros camaradería y dedicación, de lo que sin duda la mayoría carecía. Las notas, la asistencia, el conocimiento no eran problemas para él. El puñado de estudiantes que iba a sus clases de la tarde –entre los que me contaba– debatía sobre narratología… y nos teníamos por muy inteligentes. La mayoría de los otros no apareció jamás y al final del año vinieron con una monografía copiada sólo a llevarse la nota. Los miraba, les preguntaba el apellido y apuntaba la nota en silencio.
El profesor de Alemania Oriental era un señor severo. Enseñaba lingüística. Sus clases eran los lunes a las 7:10; llevaba rigurosas listas de asistencia y si faltabas más de dos veces en todo el año no podías dar el examen final. Los estudiantes nos preguntábamos por lo bajo si acaso era un agente de la Stasi. Era el profesor más aburrido del mundo; citaba hora tras hora de viejos apuntes, y nosotros teníamos que escribir y aprender de memoria.
In Bautzen da hatten wir Schmerzen.
Dos profesores, dos Alemanias, dos principios, dos rostros de la nacionalidad alemana.
Hace dos días, en Leipzig, intenté averiguar con un amigo, editor alemán del Este, si era cierta la historia que había escuchado tantas veces y que cambia por completo la perspectiva sobre la revolución pacífica de Alemania Oriental en 1989 y la reunificación de las dos Alemanias.
Es cierto que todas las ciudades importantes del Este fueron ocupadas por los cuadros occidentales. Todo, desde los cargos académicos, del poder judicial y otras posiciones del Estado hasta los cargos directivos en las empresas. Y esto continúa, quiérase o no, hasta hoy. Aunque los occidentales se mudaron con sus familias, a menudo siguen armando un sistema cerrado, se pasan los cargos entre sí o con nuevos cuadros occidentales.
En realidad se trata de una colonización, aunque puede entenderse que en 1989 esta era la única posibilidad. Los del Este con frecuencia seguimos siendo, treinta años después de la reunificación, ciudadanos de segunda.
¿Aunque Merkel sea del Este? Le pregunté.
Alemania Oriental era mucho más pequeña que la occidental, pero da lo mismo. Por fin se ha dado vuelta la tendencia económica, Leipzig crece, hay más trabajo, pero en general el campo en el Este se ha vaciado, los jóvenes se han ido, se han quedado los que no tuvieron oportunidad de irse o eran demasiado limitados.
Sentado, miro las tumbas de los soldados a mi alrededor.
Al lado del banco se juntan las moscas, sus culitos verdeamarillos brillan cuando trepan por las heces.
Tras el cementerio hay espléndidas mansiones de fin de siglo con arboledas y matorrales en flor.
Mansiones bien remodeladas, con jardines meticulosamente cuidados.
Una publicidad amarilla de McDonald’s.
No podemos cambiar el mundo, pero sí a nosotros mismos.
¿Y si es cierto?
Tras la publicidad hay un enorme edificio de tribunales con una zona cercada en la parte final.
Las placas montadas de hormigón armado están rajadas, recuerdan a las placas con las que fue construido el Muro de Berlín.
Este muro rodea el patio interno de la cárcel Bautzen II, la infame cárcel de presos políticos.
Parece difícil entender que hayan construido la cárcel en ese lugar, en el centro mismo de la ciudad.
Era un secreto que aquí había una cárcel más, de presos políticos. Todos sabían de Bautzen I, pero sobre Bautzen II sólo circulaba información por lo bajo; la opinión general era que se trataba de una prisión transitoria del tribunal.
Un señor que se mudó a Bautzen a principios de los años ochenta me confirmó que sólo supo de la existencia de la cárcel de presos políticos después de la caída del régimen de Alemania Oriental.
El régimen de Alemania Oriental se basaba en tres principios, dice junto a la entrada de la exposición fotográfica. La seguridad, la disciplina y la higiene eran las leyes principales de la RDA. Por sobre todos los anteriores estaba el principio de orden.
Orden, orden y orden una vez más.
Lo que permitía conservar el orden era el sistema de delaciones, es decir la sospecha sistemática sobre el orden de los y las camaradas.
Para conservar el orden era necesario no dejar de creer en el peligro del desorden. Para conservar el orden era necesario sostener el miedo y el terror.
Sobre la entrada a la cárcel hay un caño todavía intacto, por el cual iba un cable a través del cual durante las últimas décadas de funcionamiento de la cárcel se hacían escuchas en las celdas de los detenidos.
Antes de que llegara la técnica en los años sesenta, tenían un sistema de delaciones modelo entre presos y guardias.
Construidas a comienzos del siglo XX, las instalaciones de Bautzen II funcionaron primero como prisión transitoria para personas que estaban en medio de procesos judiciales.
Con Hitler cambia todo. Bautzen II se vuelve un centro de detención para opositores políticos de los nazis, para judíos, rom, comunistas, testigos de Jehová, gays. De ahí, lo más probable es que fueran a parar a campos de concentración, a los más cercanos, por ejemplo, Kupferhammer en Bautzen o KZ Hohnstein.
Después de la guerra, la cárcel pasa a manos de la NKVD soviética. Bautzen I es uno de los diez centros de detención con autoridades soviéticas en Alemania Oriental y que son parte del sistema Gulag. Una vez más es una cárcel para presos políticos que a partir del año 1956 controla la policía secreta de Alemania Oriental, la Stasi. Bautzen II sigue funcionando hasta 1989. Poco después se transforma en un museo.
En la planta baja hay ruido. Un grupo de colegiales. La profesora cuenta sobre las condiciones de vida miserables en la cárcel. Antes de que en los años sesenta instalaran caldera y agua corriente, reinaban el frío y la hediondez en las celdas.
Recuerdo la descripción que hace el escritor Walter Kempowski en uno de sus libros sobre una forma de tortura bajo la NKVD justo después de la guerra. Desnudaban al detenido en invierno y regaban el suelo de su celda con agua. Después abrían la puerta y la ventana para que corriera el aire helado.
Así tenían a los presos agachados hasta por tres días, hasta que se les congelaban los miembros.
El objetivo de una cárcel no es el mismo que el de un campo de trabajo. El objetivo de la cárcel Bautzen II en tiempos soviéticos era el aislamiento total. Los presos llegaban a estar varios años solos en sus celdas. El sistema estaba organizado de tal modo que los presos rara vez veían ni siquiera a sus guardias. Los alimentaban sólo con sopa aguada y pan, a menudo había infecciones y enfermedades.
Estoy de pie ante los carteles amarillos y leo los datos.
Junto a mí hay una mujer que lee y suspira profundamente. Los dos suspiramos profundamente.
La historia de Alexander Latotzky, un niño que nació en 1948 de una presa en Bautzen II.
El padre es uno de los guardias soviéticos; en 1948, después de descubrirse la relación con la detenida, lo deportan a hacer trabajos forzados a Siberia.
A la madre y al hijo los trasladan por varias cárceles, y finalmente los separan. Impiden que la madre tenga ningún contacto con el hijo, le dejan sólo una fotografía, y al hijo lo envían a un orfanato.
Luego de su larga pena y de su emigración a Berlín occidental, la madre intenta recuperar al hijo. Lo consigue después de siete años.
Después de la caída del muro, Alexander, convencido de que su padre ha muerto, intenta encontrar algún rastro de él.
En 1999 encuentra a su padre vivo.
Amarillo es el horror en Bautzen.
Las paredes son amarillas y amarillos los pisos de linóleo de la planta baja.
El acero de la escalera está pintado de amarillo. Son amarillas las puertas de las celdas; son amarillas las rejas de las ventanitas; amarillas las paredes heladas de las celdas de confinamiento, de las habitaciones de interrogatorios; amarilla es la angostura de los pasillos despiadadamente imparciales.
Son amarillas las almas que alguna vez fueron encerradas aquí, que flotan alrededor y que, despacio, con cada uno de nuestros pasos, se posan en los visitantes, pesan sobre nosotros lentas e ineludibles.
Camino aquí y allá, y me doy cuenta de que ya no estoy mirando nada más. Camino enceguecido por el peso de las historias y el horror sofocado del lugar.
Me da vueltas por la cabeza algo más de lo que antes dijo Helmut.
Los alemanes son humildes, inclinan la espalda y cargan lo que se les pone encima, pero hay un momento en que ya es suficiente.
Y cuando es suficiente, es suficiente.
Aquí, en Bautzen II, como si jamás hubiera sido suficiente. Cada puerta es testigo de un nuevo horror, de un destino más, lanzado a su aniquilación.
La cruz de plástico es amarilla, una intervención de un artista visual desconocido en la planta baja de la cárcel.
¿Cómo intervenir un lugar como este? Un lugar que es por sí mismo una intervención en la vida. ¿Cómo intervenir el pasado? ¿Algo que existe y es en apariencia imborrable?
Cuando el arte intenta hacer cualquier cosa con los sitios del horror como Bautzen II, se entrega a un terreno resbaloso, el riesgo de caer en la arrogancia es demasiado grande.
Por eso quizá lo único que cabe son los datos fácticos. El amarillo de los hechos, listas y archivos es de todos y de nadie.
Sólo en lugares como estos se evidencia la imposibilidad, y hasta la inadecuación, de lo que llamamos arte.
Es amarillo el olor.
Es amarilla la ética.
El derecho es amarillo.
La soledad es amarilla.
La desesperación es amarilla.
Es amarillo el aire y los fantasmas del aire en todos los lados de las barreras, cerraduras y puertas.
Es amarillo el verso: In Bautzen da hatten wir Schmerzen.
Cuando era pequeño, mi programa favorito de la televisión austríaca era Aktenzeichen XY… ungelöst. Clasificado XY… sin resolver.
Un programa sobre crímenes verdaderos aún no resueltos.
Sobre asesinatos, robos y demás.
El adusto conductor del programa, Eduard Zimmermann, comentaba los crímenes; tras las huellas de los crímenes, siempre pasaban una reconstrucción de diez minutos en la que actores parecidos a los perpetradores y las víctimas verdaderas representaban lo que la policía suponía que había ocurrido en realidad.
Al final de cada emisión, Eduard Zimmermann instaba a todos los espectadores a desentrañar el caso con los indicios de la policía a que colaboraran en el esclarecimiento y ayudaran a poner a los criminales tras el cerrojo. Por la ayuda estaba prevista una retribución de dinero.
Recuerdo que el programa estaba envuelto en algo espeluznante. Yo sabía de antemano que durante y después de mirarlo iba a tener miedo, pero tenía que mirarlo de todos modos.
Con frecuencia seguía soñando después con el programa de los crímenes. O criminales desconocidos enmascarados me perseguían en sueños.
Zimmermann era mi héroe, un modelo de señor erguido de voz aterciopelada y cabellos grises, conductor del programa, que se ponía del lado de la justicia, una parte de la cual era la cárcel para los criminales.
Hace muy poco me enteré de que Zimmermann estuvo cinco años en Bautzen II, condenado por espionaje, antes de ser liberado y de emigrar a Occidente.
En los años treinta estuvo también Walter Janka en Bautzen II, y luego en los cincuenta otra vez, por lo que tenía que agradecer al infame y sanguinario jefe de la Stasi, Erich Mielke. Él decidía personalmente en qué celda había que encerrar a los peores enemigos políticos.
Siento que en el momento en que estoy escribiendo esto las almas se levantan de mi espalda encorvada y se estremece el silencio amarillo de la cárcel.
En la parte del edificio donde se explica la historia reciente de la cárcel, hay una pareja que analiza la curaduría de la exhibición. Esto me gusta, sí. Y esto, la relación entre los textos y la documentación fotográfica, no está mal presentado. Este montaje también es estilizado, no hace falta leer todo e igualmente uno se da una idea. Los audios y los auriculares están bien dispuestos. Esto podrían hacerlo mejor, con más testimonios en vivo.
Miro y me maravilla la excepcional elaboración de esta reacción defensiva al horror del lugar. La mente analítica que es capaz de tomarse todo, también del máximo horror, con sobriedad, ponderación, como una acumulación impersonal de datos.
Tengo que salir, afuera, al aire amarillo.
A la salida aún escucho a una de las guardias del museo contando a un grupo de gente que en el último tiempo les han robado tres veces la urna con colaboraciones voluntarias.
Afuera el sol, el sol, el sol.
Los ecos del bullicio de los niños de un jardín o escuela vecina.
Aire, mucho aire.
Exhalo profundamente, como si la respiración pudiera ahuyentar la angustia.
Magníficas mansiones Jügendstil.
Carteles bilingües en las calles, en alemán y en sorbio.
Bautzen, es decir Budyšin, es un centro cultural de sorbios lusacios.
Después de siglos de persecución han quedado menos de 100.000 hablantes, pero tienen sus instituciones justo aquí, en Budyšin.
Budyšin, así me lo mostraba el navegador mientras venía conduciendo hacia aquí; no pensaba que venía hacia Bautzen.
¿Será que el señor Google sabe todo de todo?
¿Reconoce la afinidad entre mi lengua eslovena y el sorbio lusacio y en consecuencia me da los resultados según criterios lingüísticos?
¡La patria, la patria!
Alguien que hable alguna de las lenguas eslavas se siente de pronto cerca de los eslavos aunque esté en Alemania.
En la calle hay sólo viejos y niños pequeños.
Ninguna generación intermedia.
¿Todos los jóvenes trabajan? ¿O acaso no hay jóvenes?
¡Alemania, Alemania, cómo has envejecido!
Fachadas amarillas y un sol amarillo, y en él, el cartel de Lidl.
Un cartel amarillo en un edificio de ladrillos, sobre él, KNIHI BÜCHER.
Aquí estuve hace dos días con la poeta Róža Domašcyno.
Esta es la única ciudad en todo el mundo, dijo, donde puedes encontrar todos los libros sorbios lusacios que pueden conseguirse.
¿No es bello? ¿El único lugar en todo el ancho mundo?
El lugar es tan lujoso y amable como desolado.
Considerando el número de lectores que saben hablar sorbio lusacio no tiene nada de sorprendente.
Este es el templo central de los dioses que oyen nombres como Jurij Brězan o Kito Lorenc.
Alguien entra, la vendedora habla con él en sorbio lusacio, entiendo sólo palabras sueltas, adivino el significado, me traduzco a mi criterio, seguramente mal o más o menos mal.
Entra un señor con una entrega y saluda en alemán.
Y se despide en alemán.
Miro la parte de anticuario, donde ya estuve buscando hace dos días.
Fue como un sueño. Me agaché y saqué del estante más alto un ejemplar de El tilo cantor, en traducción al esloveno Zveneča lipica, uno de mis libros favoritos en la infancia, de cuentos populares de las naciones eslavas.
Unos minutos antes Róža había sacado una vieja edición de canciones de brigadistas sorbios lusacios.
Nuestras brigadas fueron a Yugoslavia a ayudar en la reconstrucción y estas eran las canciones que cantaban, me explica.
De golpe, mi patria estaba en Budyšin.
Quienquiera que escriba en una lengua con pocos hablantes conoce la situación. En el extranjero nos toman como algo exótico, minoritario. ¿Cuántos hablantes tiene el esloveno? ¿Sólo dos millones? Son los que tiene cualquier ciudad chica en Japón o Estados Unidos o en Rusia…
Quienquiera que no escriba en la lengua de la historia de los grandes poderes militares comprende la fragilidad de los lazos y el esfuerzo necesario para superar los estereotipos culturales, para asegurar los puntos de partida básicos que para otros escritores van de suyo.
Nuestra lengua es una doble minoría. La primera, porque el mundo no la conoce ni la entiende. La segunda, porque la lengua de la literatura es minoritaria dentro de nuestra lengua. Porque la lengua de la literatura es siempre minoritaria.
Como escritor, ¿cómo no solidarizarse en el sentido cultural con las minorías, con los vulnerables y perseguidos, con los postergados, con todos los que necesitan ayuda?
Cómo no solidarizarse como ser humano. Como alguien a quien le resulta suficiente que sea humano. Como alguien a quien le resulta un desafío ser, seguir siendo humano.
Un ser humano amarillo.
Mientras escribo, me viene a la mente la marcha en Dresde hace dos días de PEGIDE, una agrupación cuyo nombre es el acrónimo de Europeos patriotas en lucha contra la islamización de Occidente.
Después de discursos provocadores que agraviaban a la política de integración y eran expresamente excluyentes del islam y de todo lo que no fuera blanco y cristiano declarado, el último orador cerró con palabras de san Pablo a los Corintios.
No lo olviden: la fe, la esperanza, el amor, eso es lo que nos guía, cerró el orador su confrontativo discurso.
Justamente con san Pablo, que de perseguidor se convirtió en mártir, de no creyente en fervoroso militante por la minoría.
Con la cita bíblica comenzó a soplar en Dresde el espíritu de los tiempos: se volvió completamente irrelevante qué argumento se usa; lo único que cuenta es la capacidad de convicción con la cual se pronuncia semejante tontería, la confrontación petardista y a quién se quiere demoler con la palabra.
La fe, la esperanza, el amor, con estas palabras podría defenderse a todos los refugiados y perseguidos, a todos los débiles y desposeídos.
Mi Europa no es el libre flujo de gente, ideas y dinero. Para mí Europa es libertad y compromiso de que todos los que son en algún momento mayoría apoyen y ayuden a las minorías y a los más vulnerables.
Ya sean morenos o negros, violetas o amarillos.
Mi patria es Europa, pero sólo una Europa para todos, no colonial, no soberbia y mucho menos miedosa, aterrorizada, agraviante y sarcástica.
Eso pensaba mientras entraban algunas personas al lugar y buscaban libros sorbios, un alemán buscaba un libro de medidas sorbio lusacio, otro traía diarios, un tercero compraba huevos de Pascua sorbios lusacios pintados a mano.
Así se detuvo el tiempo itinerante en la librería, seguía siendo amarillo, pero con una tonalidad completamente distinta del aire de afuera, y aún más distante del aire dentro de Bautzen II. Un tono de amarillo más claro y soñador.
Los sorbios lusacios, eso es folclore, nada más, me dijo un amigo hace poco.
Gracias a mí, pero en eso son excelentes, agregué. La Pascua es su fiesta más importante, dentro de cuatro días los jinetes de Pascua (en caballos amarillos, por supuesto) traerán la nueva vida a la ciudad y a los pueblos, para alegría de los turistas que no se han amedrentado por las noticias de los enfrentamientos entre refugiados y neonazis.
Alemania se fragmenta y cada parte está menos dispuesta a hablar con las otras partes, más pequeñas.
Mientras hay diálogo está todo bien, me dijo Herman.
¿Sabes lo que me dicen los nazis si los pongo contra las cuerdas? (A continuación Herman me muestra el dedo mayor.)
En el cruce de calles próximo a la librería sorbia lusacia hay una forma de coexistencia interesante, la política de la Alemania de hoy en pequeña escala. En una esquina un restaurante vegano, enfrente una carnicería que ofrece salchichas caseras y comidas de cerdo fresco.
Un chancho en la vidriera. En la vidriera de enfrente invitaciones a eventos culturales.
In Bautzen da hatten wir Schmerzen.
Por la calle Karl Marx voy al corazón de la ciudad.
En Kornmarkt, en Platte, donde varias veces se trenzaron los nazis y los refugiados, hubo fotos que hace dos años dieron la vuelta al mundo, en especial después del incendio de la residencia para refugiados.
Recuerdo los videos que pueden verse en la web, en los que un inspector de daños de una empresa de construcción filma lo destruido, analiza y felicita por el trabajo bien hecho; y como conclusión saluda con un Heil Hitler.
Todo está tranquilo, algunos árabes, algunos jóvenes, algunos jubilados.
Lo que todos tienen en común es que compran helado en la confitería cercana.
Un miércoles apacible antes de la Pascua.
Tengo prisa, pero de camino alcanzo a pasar por el anticuario.
Un día antes vi allí unos relojes. Montones de relojes en una vitrina. Ahí yace el tiempo muerto.
Junto a la vitrina con relojes, una vitrina con medallas de la República Democrática Alemana, junto a ella una vitrina con medallas e insignias nazis, junto a esa, una vitrina con medallas de la Primera Guerra Mundial.
La historia del siglo XX, repartida en varias vitrinas. Y el tiempo, detenido.
Al mirar la vitrina con relojes debo pensar en el escritor de la ciudad vecina, Görlitz, en la frontera con Polonia. Me contó sobre sus padres de Alemania Oriental y en el vacío de memoria que les dejó el final de la RDA. Se sienten como si alguien les hubiera robado su identidad, decía el joven escritor, como si con la reinterpretación de la historia, en la que todo, pero absolutamente todo lo que había en la Alemania Oriental ha sido señalado negativamente, les hubieran quitado en realidad la vida. Y con ella nuestro pasado familiar en común. Todo el tiempo tengo la sensación, me dijo el joven escritor, de que tengo que devolverles su pasado a mis padres, ponerlo en calma de alguna manera, ahora es arbitrario, y por eso mismo inalcanzable. Siento que los jóvenes somos responsables de desplegar el pasado de nuestros padres.
El vendedor del anticuario cumplió su palabra y trajo relojes de su casa.
Tres relojes pulsera de oro Glashütte, una obra de arte de los relojeros de Alemania Oriental.
Uno de los relojes de oro tiene aún el papelito de fabricación y un grabado en el reverso. Un regalo al supervisor de la cárcel Bautzen I del Estado alemán del Este por 25 años de trabajo ejemplar.
No quisiera ponerme en la muñeca ese reloj, pienso, y le agradezco.
Voy a lo de Róža, que vive en las afueras. Me recibe cariñosamente con su marido. Es como un hada, silenciosa y muy suave en sus expresiones. Sin asperezas, sin aristas que apunten hacia nadie. Y por otro lado empeñada en explicar más sobre su pueblo y su cultura.
Sobre la mesa me esperan los libros, traducciones de la literatura mundial, con los que ella ha crecido.
Me muestra un libro de un conocido esloveno, difunto, escrito en los años ochenta en sorbio lusacio.
Sobre la mesa, entre tacitas de café y bollos, hay una montaña de fascículos y escritos sobre literatos sorbios lusacios.
Me explican con el marido sobre la cabalgata de Pascua, sobre las canciones de los orgullosos jinetes que cantan canciones religiosas en sorbio lusacio, que ese día resuenan hacia el cielo por ciudades y pueblos.
Me hablan sobre la voz de la minoría, que por un día al año sobrepasa el resto de las voces.
Después de la Segunda Guerra Mundial al menos obtuvimos el estatus de minoría y el derecho a la escolaridad en sorbio lusacio, dice.
Róža cuenta sobre la represión cultural sobre los sorbios, sobre la prohibición del uso público de la lengua antes de la Segunda Guerra Mundial y aún antes, en el siglo XIX. Cuenta que la extracción de lignito les dio un golpe fatal en el siglo XX a su colectividad y a su lengua.
En el siglo XX se borró de la faz de la Tierra a más de 80 pueblos, con una proporción mayoritaria de población sorbia.
Hojeo el libro que registra los reasentamientos.
A principios del siglo XX las minas de carbón estaban en manos privadas. Después fueron del Estado alemán del Este, que hacía una explotación en gran escala porque en parte pagaba con el carbón las repatriaciones del Este. Ahora son multinacionales, alemanas y extranjeras.
Compran enormes territorios. Los habitantes que no quieren dejar sus domicilios son expropiados. Le llaman Bergbauschutzgebiet, zona minera protegida, en la práctica significa que está prohibida la entrada a toda persona no autorizada.
Se trata de zonas extensas que se ven como paisajes lunares. Se destruyen especies raras de animales y plantas. Se remueven las tumbas, se borran pueblos enteros.
Los socavones que deja la minería se cubren luego con agua. Dicen que quieren crear la zona de lagos más grande de Europa, con fines turísticos.
Pero en realidad la tierra está erosionada, las orillas de los lagos recientemente formados colapsan y se mueven grandes superficies de tierra.
En el texto que leo, una oración: Dios creó a Lusacia, pero luego el diablo puso el carbón bajo la región.
Ah, dice Róža, tienes que volver a venir, te vamos a mostrar todo. No sólo la parte fea de nuestra patria, también lo bello, la tumba del poeta Jakub[4] y el cementerio blanco.
¿Sabes que en sorbio no tenemos palabra para enemigo? ¿Ni para ganador? Sí tenemos palabra para alguien que no es amigo y para alguien que obtiene cosas.
Los sorbios lusacios jamás hemos tenido gobierno, jamás fronteras, jamás hemos ido a la guerra, hemos sido súbditos armados con su lengua.
Me resulta muy familiar, muy próximo a una de las imágenes que tenemos los eslovenos de nosotros mismos.
¿Sabes que el sorbio no sólo tiene singular y plural, sino también número dual?
El esloveno también, le contesto y veo que a Róža se le ilumina el rostro.
¿Ustedes también usan los diminutivos como algo positivo?
Menos, digo, mucho menos que en ruso, en que todo es posible en diminutivo, como si esa nación intentara amansar con su lengua ese territorio sin límites que ocupa.
Interesante, dice Róža. Para nosotros, todo lo que se expresa en diminutivo es positivo. Al contrario que en alemán. En alemán todo diminutivo es negativo. No así en los dialectos alemanes. Sabe Dios por qué será así…
Yo sólo sé que todo lo que ocurre en el mundo ocurre igual en una lengua minoritaria o en una colectividad pequeña. El movimiento del mundo es el mismo en todas partes, dice Róža, y tal vez a veces mirando un caso menor es posible comprender mejor lo que ocurre en uno mayor.
Me despido. Ya en la puerta Róža me muestra una postal que ha recibido de una amiga de París. Llegó el mismo día que ocurrió el terrible incendio.
¿Qué incendio? Pregunto.
¿Pero no sabes? Notre Dame se incendió. Sobrevivió más de medio milenio, y ahora, en tiempos de los aparatos más modernos, hubo un cortocircuito en la instalación eléctrica.
Me voy conmocionado. Por las calles vacías amarillas de la capital de Lusacia.
Paso junto a la Desgracia Amarilla, me detengo, miro el enorme edificio. Luego sigo. Ya se hace de noche, aunque aquí está sensiblemente más claro que al sur, en mi patria.
Paso por los monoblocs socialistas, por el cartel de la planta industrial Kupferhammer.
Voy en busca de la autopista en el sentido de Dresde.
En el horizonte giran como precisos mecanismos alemanes molinos de energía eólica. Giran como giran los mecanismos de los relojes, el viento amarillo es el tiempo que sopla ya en una, ya en otra dirección.
Giran igual que los molinos de las tumbas del cementerio de hoy a la mañana.
Amarillo es el viento.
Amarilla es la señalización de la autopista.
Los campos de colza y los campos que son sólo polvo son amarillos.
Es amarillo el embotellamiento de unos 6 kilómetros amarillos en la autopista.
Los carteles de los pueblos son amarillos.
Cuando salgo de la autopista, la luz roja y verde del semáforo es amarilla.
Y es amarillo el nudo en mi garganta, aún tengo ante los ojos extensiones gigantescas de campos destruidos para siempre cuando llego a la pequeña ciudad vecina de Bischofswerda, al encuentro regular con tres representantes de Alternativa para Alemania, el partido de extrema derecha del Bundestag, el Parlamento alemán, que tiene cada vez más adeptos en todo el país.
Entro en el hotel Evabrunnen, la fuente de Eva.
En la entrada, guardias con chaquetas negras me preguntan si soy miembro de la AfD.
Y todos se ríen.
Una recepción muy amable, los parlamentarios y los candidatos a las próximas elecciones europeas y regionales me ofrecen impresos, intercambio de contactos personales al llegar, sonrisas.
Se prohíbe tomar fotografías y videos.
Sala llena, mayoría de varones de más de 50 años, aquí y allá alguna señora mayor.
Al principio un film introductorio: los dos líderes del partido, Weidel y Gauland.
¡Compatriotas, recuperen su país! Ruge Gauland contra la canciller Merkel, contra la inmigración, contra los gays.
Karsten Hilse afirma en una alocución grabada en el parlamento alemán que el dióxido de carbono es fertilizante para las plantas y no veneno, que las investigaciones científicas demuestran que el cambio climático es una mentira.
Karsten Hilse es el presidente la comisión de medio ambiente y seguridad nuclear del Parlamento alemán.
Es elaborado, convincente, también prudente, admite excepciones (que, por supuesto, confirman la regla). Estudió instalación eléctrica, es policía de profesión. Fue también modelo fotográfico y mister Brandenburg.
Hilse se pone de pie, saluda y comienza a contar pequeñas historias con las que demuestra su compromiso con la población local.
Todo el tiempo entre gritos del público.
Hilse dice que estamos tapados de ideología todos los días. En la historia de la Tierra no ha habido jamás una relación de causa y efecto entre las emisiones de CO₂ y los cambios climáticos.
Se ríe de Greta Thunberg, ambientalista a quien el mismo papa va a recibir el Viernes Santo.
Risas generales.
Hilse arroja un par de datos estadísticos y la amenaza de que pueda faltar electricidad por la inestabilidad de los sistemas en la medida en que se cierren más centrales termoeléctricas de carbón.
Después habla Detlev Spangenberg.
Sin preámbulos arroja datos estadísticos sobre los delitos que cometen los refugiados y sus consecuencias económicas.
Cuando hablamos con otros partidos, dicen que podemos permitirnos tener refugiados porque Alemania es rica.
¿Por qué somos ricos? Porque estamos dispuestos a saltar de la cama a las 6 de la mañana y salir a trabajar. Otros también serían ricos, si trabajaran. Se puede dormir la siesta todo el día, pero luego no se puede esperar riqueza.
Ovación generalizada.
Por último, habla el representante de la AfD Christoph Neumann, que está en las comisiones parlamentarias de turismo, defensa y fronteras.
Dice que el ejército alemán es poderoso.
Risas generalizadas.
Lo ven, todos tenemos la misma opinión. Sólo los más ingenuos piensan que el ejército alemán es adecuado. Todos nosotros sabemos muy bien que es incapaz de defender nuestra patria. Aquí hay una sola opción: aumentar el gasto en armamento. Lo mismo para el servicio obligatorio. Sólo la Reichswehr alemana, las fuerzas armadas del imperio, disparó en los años veinte del siglo pasado a su propio pueblo, ni antes ni después el ejército alemán disparó jamás sobre su propio pueblo. Piensen en 1989, ni siquiera entonces nuestros soldados de Alemania Oriental dispararon. El pueblo puede confiar en nuestros soldados voluntarios, no pagados. Por eso estamos en favor de volver a instaurar el servicio militar obligatorio. Como ejemplo a seguir Neumann pone el caso de los Balcanes, donde de acuerdo con sus palabras acude a menudo y donde le han dicho que después de 500 años de ocupación otomana necesitan un ejército y fronteras seguras, protegidas.
Siguen preguntas de los electores. Alguien dice que la llegada de refugiados es una invasión velada. Todos los que se declaran sirios son afganos, dice, todo está organizado y es tendencioso. A la gente le preocupa mucho, pero aquí nadie hace nada.
Spangenberg responde: Umvolkung (inversión étnica), sólo así se puede amansar a los alemanes. Stalin era astuto, echó a los turcos fuera de Rusia. Hoy eso no se puede hacer. Los alemanes hemos perdido dos guerras mundiales, pero después de algunos años siempre resurgimos como el fénix de las cenizas. Cómo amansarlos, se preguntan nuestros adversarios. Umvolkung. Se trata de que en nuestro país tenemos ideólogos que odian sus propia patria. Si esto sigue así, en algunos años vamos a tener unos cuantos alcaldes turcos. Ellos tienen cuatro o cinco hijos por familia, poco falta para que nos acaben. Nuestro problema no son los extranjeros, nuestro problema es nuestra propia política, que permite que nos ganen con una mayor natalidad dentro de principios completamente democráticos.
Gran aplauso.
Miro el panfleto electoral de Hilse, que afirma que el fin de la actual política de explotación intensiva de carbón significaría la pérdida de 25.000 puestos de trabajo y por añadidura el aumento exponencial del precio de la electricidad.
El eslogan del impreso es “Sin carbón no hay luz”.
Pregunta del público: por qué no estamos en favor de la energía atómica.
Hilse explica que Chernobil pudo haberse impedido, pero que en el caso de Fukushima se trató de una manipulación de la gente por parte de los medios de izquierda. Los 30.000 muertos no los provocó la explosión sino el tsunami. No hubo un solo muerto por radiación.
Después de una hora y media me levanto y me voy.
Afuera la luna amarilla es casi luna llena.
La noche es amarilla.
La luz amarilla de los faros alcanza los carteles amarillos de los pueblos de la periferia.
Escritos en dos lenguas.
En Bautzen voy por Platte. Hay algunos jóvenes, por lo demás Budyšin duerme el sueño de la vigilia pascual.
Pero antes de que se duerma, me viene a la mente un cuento que leí en el libro de cuentos populares sorbios, que Róža tradujo al alemán (por supuesto la tapa es amarilla y es igualmente amarilla la cinta marcapáginas del libro).
El cuento se llama “El cuento de la gallina amarilla”.
Lo he adaptado un poco y lo titulo “El cuento de la Desgracia Amarilla”.
Dice así:
Te voy a contar el cuento de la Desgracia Amarilla.
¡Cuéntalo!
No he dicho: cuéntalo. He dicho: Te voy a contar el cuento de la Desgracia Amarilla.
Bueno, vamos. Cuéntalo.
No he dicho: bueno, vamos, cuéntalo, sino: Te voy a contar el cuento de la Desgracia Amarilla.
¿Pero qué tonterías estás diciendo?
No he dicho: pero qué tonterías estás diciendo, he dicho solamente: Te voy a contar el cuento de la Desgracia Amarilla.
¡Pero cuéntatelo tú solo!
Notas
¡Y buenas noches!
[1] El texto se reproduce con el permiso y por gentileza del autor. [N. de T.]
[2] Se llama así a la cárcel en alusión al color del edificio. [N. de T.]
[3] Abedul.
[4] Jakub Bart-Ćišinski (1856-1909) fue sacerdote, traductor, dramaturgo, y el poeta fundacional de la literatura sorbia. [N. de T.]