El significado del arte

Andréi Bieli

Traducción y presentación: Cristian Cámara Outes

Andréi Bieli (Moscú, 1880-1934) es uno de los representantes más destacados de la denominada Edad de Plata de la cultura rusa. Estudió matemáticas, zoología y filosofía en la Universidad de Moscú y desde muy joven comenzó a interesarse en las últimas tendencias artísticas y el misticismo. En 1902 publicó el extenso poema en prosa Sinfonía Segunda (Dramática), y durante esos años se relacionó con los principales círculos simbolistas de la capital como Mundo del Arte, dirigido por Aleksandr Benois, y Los Argonautas, junto con Aleksandr Blok. En 1912 conoció en Berlín a Rudolf Steiner y desde entonces se convirtió en adepto de las ideas teosóficas que aquel preconizaba. Entre sus libros de poesía destacan los volúmenes de las Cuatro Sinfonías, publicados entre 1902 y 1908, Ceniza (1909), La urna (1909) y Estrella (1922). Para los lectores en lengua castellana es más conocido por sus novelas, entre ellas La paloma de plata (Laetoli, 2007), Yo, Kótik Letáev (Nevsky Prospects, 2010) y sobre todo Petersburgo, considerada una de las cumbres de la narrativa del siglo XX.

El artículo “El significado del arte” fue redactado en 1907 y se publicó por primera vez en la monumental recopilación Simbolismo (1910). En este artículo Bieli se ocupa de una cuestión obsesionante para él y para toda su época como es la definición y fundamentación de la autonomía de la esfera artística. En efecto, la determinación de la esfera artística era la aspiración de la disciplina de la estética desde A. Baumgarten, y en las inmediatas vanguardias iba a ser sometida a tremendas tensiones tanto centrífugas como centrípetas. Para lograr su objetivo, Bieli verdaderamente echa mano de todo lo que encuentra a su paso en el contexto científico-cultural del momento, desde el positivismo, el vitalismo nietzscheano, el historicismo, el pesimismo schopenhauriano, el hegelianismo, el formalismo de E. Hanslick y prácticamente todos los ismos concebibles. Pero sobre todo sitúa su reflexión dentro de los marcos del neokantismo, que intenta conciliar de manera sorprendente y dificultosa con el misticismo último de su temperamento crítico. Todos los forcejeos, rodeos, retorcimientos y obstáculos que constantemente se pone a sí mismo el autor dan buena cuenta de las dificultades que planteaba la construcción de una “lógica específica de las artes” que acarrease en sí elementos tan dispares y posiblemente imposibles de conciliar. Sin embargo, sorprende el rigor y la lucidez con la que se conduce en todo momento la argumentación, y el lector encontrará innumerables hallazgos críticos aislados, como por ejemplo la definición del término de “correspondencia”, o los análisis de Baudelaire como una poesía en la que finalmente “la representación de la unidad está ausente en el alma del artista”.

El simbolismo ruso en su conjunto se distingue por la extraordinaria importancia que concede a la articulación teórica de sus ideas directrices, como comprobamos en la obra de V. Soloviov, V. Briúsov, D. Merezhkovski, V. Ivánov o A. Blok. Esta doctrina literaria tiene especial importancia por dos aspectos relacionados. En primer lugar, constituye seguramente la elaboración más exhaustiva e intensa de la estética simbolista europea, de la que no se puede olvidar que supone un episodio fundamental en la configuración del significado y el lugar del arte en la época moderna. Si nos fijamos en lo que ocurre en la literatura francesa, la única que podría hacer sombra a la rusa en este sentido particular, encontramos que las dispersas formulaciones estéticas en el periodo que media entre Baudelaire o Mallarmé y René Ghil o Paul Valéry difícilmente forman un sistema tan coherente e integrado como el que desarrollan los rusos. En segundo lugar, la rearticulación por parte de los teóricos simbolistas de todas las insinuaciones románticas previas forma a su vez el telón de fondo respecto del cual se desarrollará una apabullante aventura artística en la Rusia de las tres primeras décadas del siglo XX. En este período se suceden movimientos artísticos que contribuyen profundamente a transformar las ideas recibidas sobre todos los aspectos esenciales de la actividad artística, como por ejemplo, por mencionar solo algunos nombres bastante conocidos, el futurismo, el acmeísmo, el suprematismo, la OPOYAZ, la LEF, el constructivismo, OBERIU, y tantos y tantos otros. No es exagerado decir que todos estos movimientos toman su impulso inicial en la discusión a veces radical con los presupuestos fundamentales de la doctrina simbolista en general y, de una manera muy especial, con la manera en que estos aparecen expuestos en las escritos de Andréi Bieli.

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¿Qué es el arte?

Responder a esta pregunta es muy fácil. Y a la vez algo casi imposible.

Cientos de brillantes autores han intentado definir el arte. Ante nosotros encontramos una multitud de posibles respuestas, pero si para cada uno resulta evidente el sentido del arte en su propia vida, sus objetivos últimos sin embargo continúan inciertos. Cada uno de nosotros se ha encontrado con las definiciones de artistas y pensadores respecto de la esencia del arte, y sin embargo las respuestas a la pregunta propuesta en muchas ocasiones no nos satisfacen en absoluto. Con frecuencia no seríamos capaces de precisar por qué una u otra idea sobre la esencia del arte nos parece falsa. De una manera confusa comprendemos que una de estas definiciones es o bien demasiado amplia o bien demasiado estrecha. En el primer caso, nos encontramos con una de esas definiciones vagas e imprecisas. En el segundo, posiblemente, con un análisis acertado de algunos de los rasgos, pero no de todos.

Cualquier visión del mundo que esté más o menos concernida con el problema de la existencia debe conceder un espacio para la cuestión de la estética. No existe ningún sistema metafísico que no haya tratado de elaborar el concepto fundamental de la belleza. Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer Hartmann y Nietzsche definieron en sus escritos el arte. Con frecuencia sus juicios sobre el arte destacan por su profundidad, pero sus consideraciones estéticas están condicionadas por el lugar que ocupan dentro del sistema filosófico, que en la actualidad en muchos casos está en discusión o completamente abandonado. Por esto incluso las miradas más perspicaces sobre la esencia del arte se nos presentan al trasluz de una visión del mundo que ya no nos satisface.

Por otro lado, en los últimos tiempos se han desarrollado una serie de estéticas completamente independientes de la metafísica o dependientes de ella solo en parte. Curiosamente estas estéticas se refutan unas a otras. O bien están basadas en la clasificación de los fenómenos estéticos o bien en el análisis de las formas existentes. El principio de clasificación en estos casos cae fuera del arte, en los acercamientos de carácter sociológico, ético, religioso, metafísico o científico que son característicos de la época actual. Tales estéticas en sus conclusiones respecto de la esencia de la belleza de manera inevitable resultan dependientes de la ciencia, la religión, la metafísica y otras. El vínculo de cualquier estética con las representaciones raigales respecto de la realidad es inevitable. En este sentido, es indudable la ventaja de aquellas estéticas que estudian el fenómeno del arte de manera independiente de cualquier concepción dominante sobre el mundo y la naturaleza del hombre frente a las estéticas que derivan de alguna de estas concepciones. Las estéticas del primer tipo están fundamentadas sobre hechos positivos; las estéticas del segundo tipo están fundamentadas de antemano por las presuposiciones del sistema dominante en el que se encuentran articuladas. Los hechos positivos en este caso son escogidos de tal manera que concuerden con el sistema y contribuyan a confirmarlo. Es conocida la agudeza y la profundidad con la que, una y otra vez, de las maneras más variadas, se articulan los datos artísticos de acuerdo con algún principio general.

Pero incluso las estéticas independientes no podrán pasarse sin algún tipo de clasificación. Tal principio de clasificación no puede ser un principio de carácter metodológico. Cada vez nos convencemos más de la importancia de las decisiones metodológicas en la organización de los resultados de las disciplinas científico-filosóficas. Un mismo grupo de hechos, dependiendo de la manera de su disposición, puede dar lugar a varias series de resultados discrepantes entre sí. O bien disponemos los hechos de acuerdo con un vínculo lógico, postulado como previo; o bien de acuerdo con el vínculo de su origen mutuo (genético); o bien por la gradación de las experiencias emocionales que acompañan a los hechos (subjetivo-psicológico); o bien por consideraciones puramente morales o religiosas. Finalmente, incluso el mismo principio de causalidad lo podemos escoger en un sentido más amplio o más estrecho. En consecuencia, obtenemos una serie de relaciones fisiológicas, físico-químicas, mecánicas, e incluso de fórmulas matemáticas.

Así, por ejemplo, existe una semejanza en las consideraciones sobre la música de Schopenhauer, Nietzsche, Hanslick, Helmhotz y Spencer. Todos estos pensadores conceden a la música un papel dominante. Pero Schopenhauer ve en ella la voluntad del mundo, Nietzsche la atrae a los cultos dionisíacos de la antigüedad, Spencer ve en ella el origen diferenciado de la emoción, Hanslick lanza una mirada a la historia de la música, Helmhotz lleva a cabo una serie de exposiciones matemáticas. El desacuerdo en la definición de la música depende aquí de la diferencia en los métodos de investigación. Schopenhauer es metafísico, Nietzsche filólogo, Spencer biólogo y sociólogo, Hanslick crítico musical y Helmholtz físico y fisiólogo. Se entiende que sus métodos respectivos sean diferentes. Y en tanto que no realicemos una crítica de los mismos métodos de definición del arte o no definamos una serie de posibles métodos, en tanto que no establezcamos una escala común de comparación, es decir no reduzcamos todos los resultados metodológicos a un resultado (sea metodológico u otro), no podemos decir que los pensadores se parezcan o que no se parezcan.

Un ejemplo más.

El célebre químico Wilhem Ostwald en sus cartas a un artista expresa sus observaciones respecto de las propiedades del color en relación con la técnica para transmitir una impresión estética. Aquí en la base se encuentra el vínculo entre las impresiones del espectador y las propiedades químicas, y ciertamente es posible una estética de la pintura extraída de aquí. Pero, ¿qué relación puede establecerse entre este punto de vista y el de John Ruskin de que en la pintura las emociones calmosas son más bellas que las tormentosas? Es evidente que ninguna. Por su parte, Z. Przesmycki, habiendo demostrado la relación entre Degas, Monet y Manet y la escuela japonesa del Ukiye-e, en la misma medida se opone a Ruskin y a Ostwald. La relación entre estos tres autores solo se aclararía cuando previamente se encontrasen, en primer lugar, los colores cuyas propiedades químicas fuesen adecuados para la transmisión de emociones calmosas, y en segundo lugar cuando Degas, Monet y Manet, junto con los japoneses, justificasen las observaciones de Ruskin y Ostwald, es decir, cuando se estableciese la relación entre propiedades químicas, emoción e historia de la pintura. Esta relación debería de ser susceptible de definición si de manera general no existe en la creación artística alguna cosa que sea refractaria a la investigación metodológica como tal. Pero mientras no exista una elaboración gnoseológica respecto de la pregunta sobre el arte no podremos decir nada preciso. Y esto lo siente el desorientado investigador de la verdad del arte cuando una y otra vez se plantea a sí mismo la misma pregunta: ¿qué es el arte?

Las estéticas positivas que se basan en el análisis de las formas son vulnerables desde el lado completamente opuesto. Al estar obligadas a formar una unidad mediante la selección de una multiplicidad de hechos, con frecuencia se olvidan de las tareas específicas que persigue cualquier forma de arte. El pintor a lo largo de toda su vida estudia los colores, comprende de la manera más profunda la función del color y la relación entre esta función particular y las preguntas generales del arte. El músico define el valor de una sinfonía a partir de su elaboración temática. Para él las cuestiones específicas de contrapunto son más importantes que las cuestiones generales de significado del arte. Esto no quiere decir que sea de mentalidad estrecha, sino que tiene buenos motivos para sospechar del diletantismo de los teóricos dentro de los límites del arte que ama. En una ocasión yo le planteé a un estudioso de la música la pregunta de qué ópera de Chaikovski le gustaba más. Él se indignó: “gustar” le parecía una manera fácil de hablar, puesto que para él la opinión sobre una u otra obra era la suma de una multitud de elementos combinados. Le parecía que a una pregunta semejante era posible responder únicamente con un tratado musical y no con una opinión. Y yo me avergoncé de la simplicidad de mi pregunta tanto más por cuanto que en muchas ocasiones me ha sucedido tener que callar al escuchar los juicios superficiales respecto del valor de un poema, donde para mí es claro que el valor se define por la capacidad de cumplir con una serie de complejas conquistas técnicas en la esfera de la forma.

El teórico del arte está obligado a ser además un especialista. Pero si es especialista en los límites de una única forma particular de arte, entonces invariablemente pondrá su forma como piedra de toque y de esta manera obtendrá una clasificación unilateral de las formas artísticas.

Entonces, ¿qué hacer con la definición del arte?

¿Acaso es necesario, en primer lugar, conocer todas las concepciones metafísicas, religiosas y científicas sobre el arte; en segundo lugar, saber relacionarse críticamente respecto de ellas; en tercer lugar, agotar todas las formas posibles de disponer los fenómenos artísticos (metodología); en cuarto lugar, ser especialista en todas las esferas creadoras? Pero los juicios sobre el arte son infinitos, las formas del arte son infinitas, son infinitas las descomposiciones de estas formas en nuevas formas. En verdad es necesario abarcar lo inabarcable.

Y de esto resulta que no puede existir una concepción correcta acerca de la esencia del arte. Estamos abocados al diletantismo. Quedan solo las opiniones personales del tipo: “a mí me gusta”, “a mí no me gusta”, y ya se sabe que sobre gustos no hay nada escrito. La pretensión de escribir tratados y estudios resulta un mero empeño extravagante.

Y yo, habiendo atraído la atención de los lectores con mi artículo, me encuentro en una situación un poco incómoda, puesto que, aunque haya leído mucho, y haya pensado mucho, y haya logrado algunas cosas, de todas maneras no puedo responder ni a una quinta parte de las exigencias que yo mismo le he planteado al teórico.

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La pregunta sobre la esencia del arte permanece irresoluble. Y sin embargo es posible hablar sobre el significado del arte. Para esto es necesario dar cuenta de la relación que establecemos entre la esencia y el significado.

La esencia del arte es su origen incondicionado, que se desvela por medio de una u otra forma estética particular. El significado del arte es la manifestación de este origen con una finalidad particular. Es en principio posible estudiar esta finalidad en la correspondencia de las formas artísticas y después relacionarla con principios de carácter más general. Conviene recordar que, en tal disposición de la pregunta, la profundización del significado de la estética subordina el arte a normas más generales. En la estética intervienen criterios extraestéticos y el arte deja de ser solo arte para convertirse en un creativo descubrimiento y transformación de las formas de la vida. Si avanzamos por este camino nos encontraremos con la multiplicidad de las formas existentes y de los procedimientos técnicos, los cuales no contienen el significado del arte ni tampoco son contenidos por él. Por tanto, conviene diferenciar el significado del arte de las formas de aparición de dicho significado en las sucesivas disposiciones históricas y en la multiplicidad de las artes. La evolución de las formas artísticas sigue épocas de diferenciación, reintegración y de nuevo diferenciación, posiblemente reguladas de acuerdo con los principios generales de la teleología. Pero si trazamos una línea entre el momento actual y las últimas vías hacia las cuales debe conducirnos el arte y medimos el valor de las múltiples formas con su significado último, entonces indudablemente no haremos otra cosa que embutir al arte dentro de los marcos estrechos del racionalismo.

Esto quiere decir que las formas existentes del arte no están determinadas por su significado.

Pero si no están determinadas por su significado, ¿entonces posiblemente están determinadas por su esencia? Sin embargo las formas del arte deben estudiarse como si el arte fuese autónomo. La esencia del arte no es determinable, pero esto no es porque no sea posible representarse en su lugar esquemas más o menos interesantes, que aparentemente resuelvan la pregunta por la esencia. La cuestión de la esencia del arte no es resoluble dentro de los marcos de la ciencia y la filosofía, puesto que estas disciplinas no responden a la cuestión de la esencia. Más bien aquí nos encontramos con la cuestión de la sustancia.

El concepto de la sustancia está vinculado con el concepto del fundamento inmutable de los fenómenos. Spinoza enseñó que el pensamiento (como principio espiritual) y la atracción (como principio corporal) son la propiedad esencial de la sustancia divina. Según Locke, el concepto de la sustancia tiene su origen fuera de la experiencia. Wundt determina de manera brillante el concepto de sustancia cuando indica dos indicios característicos: su realidad incondicional y su origen exterior a la experiencia. Pero el concepto de sustancia como esencia real es en sí mismo contradictorio. Si definimos a la sustancia como esencia real entonces su concepto debe ser verificable. Pero su origen exterior a la experiencia precisamente pone en duda esta verificabilidad. La filosofía trascendental limita a la esfera de la experiencia el concepto originario sobre qué es la sustancia: es el contenido de la experiencia lo que define el concepto de la sustancia. Pero de esta manera se destruye la concepción de la sustancia como esencia preexistente de los fenómenos, o al menos el concepto de sustancia se funde con el de la materia en el principio de consistencia. Así se perfila una etapa importante en el desarrollo de las concepciones filosóficas sobre la sustancia.

La sustancia se ha vuelto idéntica a la materia. Pero algunos pensadores (Schopenhauer, Wundt y otros) identifican el principio de la materia con el de la causalidad. Y aún más: observan la causalidad como forma de la ley del fundamento.

De esta manera, la pregunta por la esencia no es determinable de acuerdo con las leyes de la lógica. Y puesto que nosotros construimos a partir de la lógica general las lógicas particulares de cualquier esfera del conocimiento (las lógicas parciales de las ciencias o de las artes), resulta que la pregunta respecto de la esencia del arte no podría resolverse en absoluto dirigiéndonos hacia la esencia interior del arte, sino exclusivamente a partir de la construcción previa de una lógica específica del arte (metódica). Pero para que una lógica semejante encontrara su lugar, sería necesario que tomásemos de la lógica general sus precondiciones, y después vincular estas premisas con los materiales de la experiencia (los datos empíricos de las formas estéticas), agrupados de una manera u otra. Esta agrupación necesariamente debe efectuarse de acuerdo con algún tipo de procedimiento establecido (científico, ético, religioso, estético). Por tanto, esto equivale a decir que la pregunta respecto de la esencia del arte en su significado originario desaparece en el mismo momento en que nos disponemos a articular un discurso inteligible sobre el arte.

En lugar de la pregunta sobre la esencia estamos obligados a plantear la pregunta sobre los métodos de relación hacia el arte, aclarar el número de estos métodos y distribuir de manera paralela los resultados metodológicos. También tenemos que establecer la relación de cualquier serie metodológica con las premisas teóricas del arte. Sin este trabajo difícil y preparativo no tendremos derecho a afirmar nada concluyente sobre la libertad o falta de libertad del arte. La metodología de la estética en la actualidad todavía no está elaborada, no existe todavía una lógica específica del arte. H. Cohen y P. Natorp han realizado un valioso trabajo sobre las lógicas parciales de las ciencias. Tenemos que esperar la aparición de teóricos competentes que iluminen las preguntas sobre el arte hacia los confines deseados. Mientras tanto, lo único que podemos ofrecer al teórico que nos pregunte es una actitud de precaución en sus enjuiciamientos respecto al arte. Podemos afirmar una u otra esencia respecto del arte, pero esta esencia será afirmada por nosotros únicamente en tanto que nuestra fe. Ciertamente, la fe puede llevar consigo el sello de una profunda e inmediata convicción, especialmente si la fortalecemos con una indicación al significado del arte. Ahí tiene derechos nuestro credo religioso, especialmente si este credo es expresado en imágenes artísticas. Ahí nos las tenemos que ver con una intuición artística, con una metafísica del arte o con una religión, pero no con una lógica de las artes. Y sin embargo únicamente gracias a una lógica semejante se liberará la estética de la serie de las metodologías heterogéneas y se convertirá en una disciplina autónoma.

Por otro lado, al estar limitada la sustancia del arte por el ámbito de la experiencia, es necesario que estudiemos el arte en la multiplicidad de sus formas y especialmente en sus leyes de evolución, diferenciación y reintegración. Por esto es por lo que nos ocupan cada vez más los aspectos puramente formales del arte. En el ámbito de la estética, el contenido y la forma son elementos interdependientes, el contenido es determinable únicamente en la forma, la forma del arte es la encarnación del contenido. Debemos apuntar a la relación existente entre el contenido “sensible” del arte (su carne) y las formas de la sensibilidad (el tiempo y el espacio).

Cualquier estética es necesariamente trascendental (estética en el sentido kantiano), es decir, tiene relación con el espacio y el tiempo. El estudio preliminar de las condiciones generales de la posibilidad de la forma estética es el estudio de sus disposiciones en el espacio y el tiempo. Además es únicamente a través de la explicación de las relaciones formales como determinamos el así llamado contenido; dicho con otras palabras, el contenido desde este punto de vista es deducido de la forma. El significado, es decir, el objetivo último de cualquier obra artística, puede volverse un medio auxiliar al iluminar las condiciones formales de la estética bajo una determinada luz religiosa.

Por la carencia de una lógica de las artes estrictamente elaborada (objeto de las más recientes investigaciones de los teóricos) estamos forzados a perfilar la autonomía de la esfera artística en el interior de las esferas de la teoría del conocimiento y la metafísica (siempre religiosa por su misma esencia). Aquí estaremos obligados a considerar el significado del arte bien como forma, bien como contenido. En el primer caso deducimos la multiplicidad de los datos a partir de la unidad de las relaciones lógicas entre espacio y tiempo. En el segundo, iluminamos esta multiplicidad desde el punto de vista de los objetivos de la obra artística. Finalmente, reunimos ambas maneras de relación, es decir, adivinamos un significado simbólico en las leyes de la evolución formal del arte. Al proceder de esta manera, no nos desviamos en absoluto respecto del camino convencional por el que ha caminado la estética desde Lessing hasta Nietzsche. Pero lo cierto es que ni la explicación científica ni la histórica, en su estado actual de desarrollo, en modo alguno consiguen esclarecer los fenómenos estéticos, y de manera especial son incapaces de tratar los aspectos de significado. Encontrar un método distinto en nuestros días significaría convertirse en el Copérnico de la estética.

A continuación intentaré desarrollar algunas de las preguntas inevitables que surgen a partir de las cosas que ya han sido expuestas y me esforzaré en dar alguna solución esquemática y provisional.

Procuraré ser cuidadoso en el establecimiento de los límites, a pesar de que en este momento no sea posible llegar a resultados concluyentes. En esto yo no tengo culpa: no es posible ser exacto cuando todavía no existe la lógica del arte que demandamos. La exactitud puede existir únicamente dentro de los límites de uno u otro método particular. No me referiré a las cuestiones metodológicas. Mi tarea será señalar a un verosímil significado del arte. Y el significado y el método no conviven pacíficamente.

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La investigación objetiva de la esencia del arte tiende a estar orientada por una serie de decisiones metodológicas previas que están inscritas en el espíritu de nuestro tiempo.

La exactitud de este procedimiento sin embargo no garantiza la incondicionalidad de los resultados. A diferencia de otras disciplinas, en la investigación estética no existe un método solvente ya elaborado cuya aplicación conduzca a la verdad incondicional, sino que en primer lugar es necesario el perfeccionamiento de este método. Entre contenido y método existe un abismo infranqueable. En este sentido, las preguntas convencionales que dirigen la reflexión estética están sobre todo relacionadas con la dilucidación de la esencia del arte y se apoyan en los actuales desarrollos de los procedimientos de investigación en ámbitos como la ciencia natural, la psicología, la historia de la cultura, la historia de la religión y la historia del arte. Ahora bien, en todas estas disciplinas existe una tendencia generalizada a identificar la esencia del arte con la génesis, pero el origen del arte no tiene relación necesaria ni con el significado ni con la esencia del arte. La pregunta por el origen del arte nos conduce a un callejón sin salida, y por ello aquí la dejaremos de lado.

Hay otro tipo de acercamiento a la comprensión del arte. Este acercamiento se asienta en primer lugar en la evidencia de que el arte tiene su base en la realidad. Cada forma artística puede definirse desde el punto de vista de aquel rasgo radical de la realidad que refleja de manera más completa.

Y aquí comparece la pregunta ¿qué es la realidad?

La conciencia ingenua identifica la realidad con la visible palpabilidad de los fenómenos, es decir, confunde groseramente lo visible con lo real. El volumen y el contenido de lo visible es engañoso e inestable, vemos los objetos en el espacio, al mismo tiempo que nuestra fisiología los dispone en dos dimensiones (en la superficie retiniana), y nuestro sentido muscular añade todavía una dimensión.

Incluso la dimensión de la espacialidad (como misma precondición de lo visible) es percibida de una manera convencional. Consideramos la continuidad como condición necesaria del espacio, pero, como dice el matemático Captor, “no es posible concluir a partir del hecho de la continuidad del movimiento la continuidad general del espacio”. Aquí podemos recordar las ideas de Gauss, Lobachevski, Beltram, Poincaré, sobre la posibilidad de intersección de las líneas paralelas, y las ideas de Sylvester, Clifford, Helmholtz, sobre la cuarta dimensión. Reed en su tratado Teoría de la visibilidad se muestra de acuerdo con Helmholtz, y Gibbons demostró más allá de cualquier posibilidad de duda que en otro espacio, inimaginable para nosotros, se podrían vulnerar los principios de la geometría euclidiana. Finalmente, tiene extraordinario interés mencionar la manera en la que nuestras ideas geométricas convencionales moldean además una serie de formas espaciales que actúan como formas cognoscitivas.

Tampoco los límites que definen los umbrales de la percepción sensorial tienen carácter universal. Es un hecho sobradamente conocido que cuando probamos a experimentar los límites del espectro nuestras experiencias no coinciden con las de otras personas. Por ejemplo, al decrecer de manera gradual el sonido de una sirena, no todos al mismo tiempo dejan de oír el sonido. Y lo mismo ocurre con el tiempo, como demuestran las experiencias de Roche respecto de la amplitud de la memoria. De todo ello se sigue que lo visible es convencional y que sus límites también son convencionales. Lo visible no recubre por entero la realidad externa y, desde luego, no recubre por entero la realidad interna (es decir, el mundo de las emociones, más estrecho en unas personas, más amplio en otras). Si la realidad se definiese por el rasgo de la visibilidad entonces la realidad sería irreal. Pero entonces, ¿qué es la realidad? Desde el punto de vista de la psicología moderna la realidad es el conjunto de la experiencia posible (interna y externa). La actual teoría del conocimiento define esta experiencia como determinada por el contenido de nuestra conciencia: la experiencia externa es una parte de la experiencia interna articulada en las formas espacio-temporales. Lo visible es solo una pequeña parcela de lo real.

Lo visible es experienciado en el arte. El arte tiene la función de ofrecer lo visible en su relación de dependencia respecto de la experiencia interna. Esta dependencia, que en sí misma es un fenómeno general, como lo demuestran la psicología moderna y la teoría del conocimiento, muchas veces no es reconocida de manera inmediata. Una de las peculiaridades del arte es su capacidad para expresar de la manera más conspicua esta dependencia.

La manera en la que se efectúa esta expresión es el simbolismo artístico. Este carácter artístico de los símbolos que emplea la imaginación estética se pone de manifiesto en primer lugar en la libertad frente a las imágenes de lo visible y frente a las vivencias de la experiencia interior. La libertad se refleja en la selección de imágenes y en su transformación en una dirección u otra, que no tiene por qué coincidir con la dirección en la que se modifican las imágenes en la llamada realidad. Cambiando lo visible o alimentándolo con sus propias vivencias, el artista permanece fiel a la realidad, puesto que permanece fiel a su vivencia y a los esquemas fundamentales de construcción de las imágenes de lo visible. Transformando la imagen de lo visible, el artista, en esencia, subraya los rasgos fundamentales de los objetos representados. La manera en la que realiza esto, y también el orden en que dispone los rasgos fundamentales de lo visible, están dictados por su vivencia. Por esto, a pesar de permanecer dentro de los límites de lo visible, y de crear mundos que pueden parecer irreales, el artista sigue siendo realista en relación con lo real y al mismo tiempo se convierte en simbolista en relación con lo visible.

El contenido vivencial de la conciencia no se limita a la esfera de los sentimientos, los procesos volitivos y los procesos intelectuales. Es la unidad indivisible de todos estos procesos, trasladada a la forma del sentimiento interior, esto es del tiempo. En nuestro sentimiento interior debe existir alguna cosa que sea igualmente trasladable tanto a la vivencia como al contenido de la experiencia interior como a la aparición fenoménica, para que sea posible la traslación desde el primero al último. Esta capacidad, trasladada al intelecto, hace nacer el esquematismo del concepto intelectual, es decir el simbolismo en el más amplio sentido de la palabra. Dirigida hacia la correspondencia entre los hechos de la experiencia exterior e interior, hace nacer el simbolismo en su sentido más estrecho. El proceso de construcción de modelos de la vivencia por medio de las imágenes de lo visible es el proceso de simbolización.

Sobre el arte no se puede decir que exprese el pensamiento, el sentimiento o la voluntad. Todavía menos se puede decir que el arte sea “pensamiento en imágenes”, según la célebre expresión de Potebnia. Ahí cometeríamos un pecado contra el arte y contra Kant. El arte habla a toda nuestra indivisible unidad de procesos espirituales, en los cuales descubrimos ideas y sentimientos e impulsos hacia la acción. A partir de esto algunos concluyen con justicia que las imágenes artísticas expresan también las ideas de la razón práctica, y también (pero esto de manera completamente injustificada) que en la expresión de tales ideas y tendencias está el significado del arte. De esta manera se sustituye la unidad indivisible de la interioridad por alguno de sus aspectos unilaterales. Las imágenes del arte con frecuencia expresan ideas, pero ideas más bien de carácter general y necesario (sociales, religiosas, metafísicas). Las condiciones inmediatas de la existencia cotidiana (быт) forman, es verdad, el significado periférico de la imagen artística, comprendida como idea, pero detrás se transparenta un significado mucho más amplio y profundo. Sin este significado inmediato, el tiempo y el lugar no tendrían importancia, y a la vez la comprensión de la imagen como idea resultaría incompleta. Pero si nos limitamos a él la imagen se transforma en alegoría, es decir, en un modelo de un modelo (siendo la imagen-símbolo un modelo de la vivencia). Exactamente de la misma manera se deducen del arte contenidos morales cuando se dice que las imágenes artísticas despiertan la voluntad y nos llaman a acciones elevadas. Pero cuando concluyen de todo ello que las formas del arte son necesariamente monótonas y uniformes en su forma están cayendo en una ilusión óptica, debida al hecho de que tratan de aproximar excesivamente estas cumbres inalcanzables a nuestros ojos.

Así desaparece la sugerente bruma que ciñe las cumbres de la creación. En ella está todo el encanto y la fascinación del arte. Sin ella, el arte se vuelve algo demasiado accesible. ¿Para qué entonces existe el arte, si se puede resumir en una suma de prescripciones morales?

Y cuando concluyen que el destino del arte consiste en la expresión de nuestras emociones, entonces estas cumbres montañosas se llenan de nubes oscuras y opacas, a cada minuto cambiantes en sus rasgos, y se hace imposible distinguir lo habitual de lo maravilloso, y finalmente se llega a un completo caos.

¡No!

La imagen artística se asemeja a una montaña cuya pendiente está cubierta de las viñas de las ideas. En esta pendiente se fermenta un vino nuevo, el vino de la nueva vida. Pero las ideas no están dadas aquí como vino: no se consiguen directamente de la imagen. Es necesario un trabajo de transformación, de comprensión, desciframiento, por parte de la persona que percibe la obra de arte. Y este es un trabajo post factum. Una imagen dada, o bien es uva, o bien es una pasa mustia, y solo el tiempo decidirá si es una cosa o la otra. Las cumbres de la montaña están cubiertas por las nubes de la emoción, en las cuales fulguran los relámpagos y retumban los truenos. Solo entre los jirones de las nubes entrevemos las heladas cumbres, que pueden ser en ocasiones furiosos cráteres de los que salen despedidas al cielo largas columnas de fuego. Estos cráteres inundan los viñedos de las ideas para que en sus taludes crezcan los jardines de las nuevas ideas. Para la valoración real de una obra de arte profunda es necesario completar el trabajo: transformar la uva en vino (comprender), y a través del caos de los sentimientos llegar a la cumbre del deber con riesgo de caer y perderse. Esto es a lo que se parece la verdadera imagen del arte, la imagen-símbolo. La fuerza volcánica de la imagen amontona constantemente ante nosotros nuevos acantilados y capas de valores, y el contorno de la montaña traza el perfil del imperativo moral.

Así se expresa en el arte la unidad indivisible de la vivencia. El significado alegórico del símbolo arraiga en aquellas ideas a las cuales él ciertamente da expresión. El significado ingenuamente realista se define por la fábula, por el lugar, por el tiempo y por el medio. Cada símbolo tiene tres grados de comprensión y, por otro lado, las formas de comprensión son cambiantes e inestables, su número es prácticamente infinito, porque son muchos los caminos de la ascensión desde la ladera de la montaña hasta su cumbre. Cada época, cada nación, cada individualidad puede meditar de una manera propia el símbolo; únicamente el conjunto de los significados más una cosa añadida agota el símbolo. Es por esto que la obra verdaderamente simbólica se asemeja también a un pozo del cual es imposible agotar el agua de la vida.

El arte es un proceso vivo de creación. En esta creación entran en juego un conjunto de capacidades espirituales que se organizan con un objetivo único. Únicamente el símbolo es capaz de expresar este conjunto. Únicamente en el simbolismo se encuentra la expresión de la actividad creativa del artista.

4

El arte es la actividad creativa del alma que se realiza con la ayuda de determinados métodos de superación del material.

Pero ¿se puede decir que la creación es también conocimiento?

El conocimiento entra en la creación. En ocasiones se dice que el arte es un tipo especial de conocimiento. Al hablar de esta manera se confunde el conocimiento y el saber. La esfera del saber es la esfera de una u otra experiencia, formalizada por un método. El saber es la ciencia, el conocimiento es saber sobre el saber. El conocimiento examina los instrumentos del saber (los métodos). Pero los límites de una serie metodológica de experiencias están predeterminados por una u otra condición de la experiencia posible, y ya sabemos que tales condiciones de la experiencia son de origen exterior a la experiencia. Ellas son una u otra categoría, y puesto que la unidad de las categorías se encuentra en la unidad del autoconocimiento, por este motivo la categoría exterior a la experiencia es siempre una categoría de la razón. El saber sobre el saber se arraiga en el autoconocimiento, en la conciencia racional. Y por esto el conocimiento es únicamente autoconocimiento, es decir estudio de las leyes de nuestra actividad cognoscitiva. El conocimiento es por tanto la esfera de la gnoseología, y dado que es imposible que existan dos actividades cognoscentes, llegamos a la conclusión de que la afirmación de que el arte es un tipo especial de conocimiento no tiene sentido lógico. Esta sentencia es o bien una frase bella o bien una confusión de dos esferas distintas: las esferas del saber y del conocimiento. El único significado de tal frase está en que el arte es un saber. La conclusión es que el arte es una ciencia consciente. La conclusión de esta conclusión es fatal para cualquier arte vivo: el arte vivo debe convertirse en arte muerto. (Me he detenido en la tesis de que “el arte es un tipo especial de conocimiento” solo porque últimamente se deja escuchar mucho).

Por otro lado, quienes afirman el arte como un método de conocimiento inevitablemente sitúan el concepto de cognición en primer lugar, el concepto mismo de creación lo deducen de él. Pero al tratar la cuestión de la prioridad del conocimiento respecto de la creación nos tropezamos con una serie de sorpresas.

En primer lugar, quedándonos en el campo de las ciencias positivas, vemos que cualquier explicación científica describe la realidad mediante una serie de conceptos supuestamente descriptivos. Los conceptos científicos sin embargo de ninguna manera nos acercan a la realidad que presuntamente describen, sino que, al revés, nos alejan de ella. La lógica especial de las ciencias está forzada a desarrollar una serie de conceptos interrelacionados cuyo significado cognoscitivo no se hace cada vez más claro con el progreso de las investigaciones, sino cada vez más oscuro y más alejado de aquello a lo que querían referir. El significado lógico y la exactitud de la percepción no están coordinados. Una cosa es el átomo como condición de una explicación basada en la experiencia y otra cosa completamente diferente es el átomo como idea del conocimiento. Por ejemplo, para definir un determinado mineral debo conocer su estructura química. La estructura se puede determinar a partir de la relación mutua de sus elementos. Debo saber sus propiedades químicas y físicas y después disponer estas propiedades en un sistema de relativos pesos atómicos. En este caso, el átomo se determina por sus relaciones de peso, es decir, en lugar de un mineral tengo una serie de relaciones de pesos. Pero la esfera del peso (estático), a su vez, se determina con una representación sobre la fuerza, puesto que cualquier equilibrio es el equilibrio de dos fuerzas mutuamente contrapuestas. En la dinámica transformo la materia en un sistema de fuerzas (el mineral como un compuesto de tales o tales líneas de fuerza), y la acción de las fuerzas la determino como trabajo. Pero entonces surge la pregunta, ¿trabajo de qué, de quién? Y en este punto finalmente tengo que reconocer que me encuentro ante un misterio impenetrable. La definición del mineral penetra en este mineral, pero penetra en un misterio impenetrable. La explicación mecánica es siempre construcción de modelos, pero el significado de estos modelos (lógica general) desaparece.

Mv2/2 es la fórmula de la fuerza viva. ¿Es esto conocimiento? No, esto es únicamente saber de las condiciones. ¿De las condiciones de qué? ¿De quién? ¿Del hecho? ¿Dónde esta el objeto de un conocimiento semejante? Es claro que no en el mundo de la experiencia y ni siquiera en el mundo sensible. El mineral comprendido como un complejo de energías se transforma en un modelo, en un símbolo científico, pero de ninguna manera en una idea o en una alegoría. De esta manera, el saber nos conduce hacia la creación de modelos, y si en la base de un fenómeno determinado (el mineral) subyace una representación simbólica, entonces podemos decir que esta representación es lógicamente previa al fenómeno: es ella la que lo crea. Pero entonces detrás de los fenómenos creados está su principio creativo. De esta manera nos vemos abocados al dualismo entre el mundo de los fenómenos y la cosa en sí, que permanece como insuperable mientras nos mantengamos en el punto de vista de un determinado saber. Pero cuando comprendemos que las más generales representaciones mecánicas están predispuestas por la forma de la actividad cognoscitiva, nos elevamos hasta el punto de vista del conocimiento. Nuestra conciencia racional resulta ser la misma cosa en sí, que se representa a sí misma los objetos de la experiencia. De esta manera, la conciencia racional, de acuerdo con las leyes de la razón, en sus juicios generales y necesarios, predeterminó tal combinación de las condiciones, el conjunto de las cuales hizo nacer en mí la representación del mineral. Y en el conocimiento de las propiedades del mineral yo regreso hacia la combinación de condiciones que predeterminan el mineral, y al mismo tiempo hacia las leyes de mi conciencia. Así resulta transformada la comprensión acerca del conocimiento: el conocimiento se convierte en autoconocimiento.

En segundo lugar, la teoría moderna de la ciencia postula el inherente carácter práctico del concepto mismo de conocimiento, su orientación inmanente hacia el cumplimiento de algún objetivo dado. Consecuentemente, yo conozco alguna cosa con vistas a algo. Sin este momento ético, introducido en el acto de conocimiento, la actividad cognitiva y sus objetos y sus materiales de elaboración metodológica comparten lisa y llanamente la esencia de lo dado. De lo dado no es posible extraer ningún significado, y es necesario que haya significado, pues de otra manera el conocimiento sería un conocimiento inútil y sin objetivo. El conocimiento está subordinado a una única norma, y esta norma es la norma del deber. Pero para que el deber no sea una forma vacía, debe estar unida con algún tipo de cosa dada. Al unirse con lo dado del conocimiento, el deber forma los valores metafísicos. Al unirse con los objetos de la experiencia interior (con el conjunto de la vivencia), el deber forma el conjunto de los valores religiosos. Al unirse con el vínculo que expresa la unidad de la vivencia y la imagen (es decir, con el símbolo estético), el deber forma el conjunto de los valores estéticos. La estética, de esta manera, ocupa una región contigua a la de la ética y la religión, únicamente la manera específica de aparición de los valores las distinguen. En oposición a la ciencia y la metafísica, los valores de la ética, la religión y la estética se refieren a los objetos de lo dado y no del conocimiento. A partir de ello podemos decir que la religión se cumple en la teleología de las vivencias formalizadas; la ética, en la teleología de las conductas formalizadas; la estética, en la teleología de la disposición de las imágenes. Ocupando un lugar entre las normas de la conducta (finalidad formal) y las normas de la vivencia (formalidad interna), el arte tiene rasgos que lo diferencian tanto de la ética como de la religión. La finalidad imaginaria-figurativa del arte no es en sentido estricto ni formal ni interna (en sentido religioso). Por esto es por lo que Kant pudo descubrir en él una finalidad sin fin.

La unión del deber con uno u otro aspecto de lo dado hace nacer los valores. Pero la iniciativa del acto de la unión recae en la libre voluntad de la personalidad. Por esto el saber científico, la filosofía, la ética, la estética y la religión son tipos diferentes de creación. El conocimiento es sobrepasado por la creación.

La creación realiza tanto el mundo como el conocimiento. El mundo y el conocimiento sin un acto de creación originario no son más que material muerto para cualquier tipo de agrupación de datos, un caos originario del cual surgen los mundos. El arte, transformando las imágenes de la vida en imágenes de los valores, a pesar de que no realiza estos valores (como lo hace la religión), indica el camino de su realización. Aquello que da inicio en el arte, se culmina en la religión.

El arte por esto expresa con mayor claridad la idea de la creación, más que las formas de la vida dadas ante nosotros. El arte es creación de nuevos valores.

Los últimos objetivos del arte coinciden por tanto con los últimos objetivos de la creación. Los últimos objetivos del desarrollo individual están dictados parcialmente por la ética, pero en mayor medida por la religión, la cual transforma estos fines individuales en colectivos. El arte, formando con la ética y la religión un tipo de valores uniforme, está sin embargo más próximo a la religión que a la ética. Por esto en los objetivos más profundos que están asignados al arte se ocultan objetivos religiosos. Estos objetivos son la transformación de la humanidad y la creación de formas nuevas. ¿Cómo? ¿De formas nuevas?

¿Pero qué es la forma del arte?

5

El arte es actividad creativa. Pero no toda actividad creativa es arte. El arte es una clase especial de actividad. Ella se cumple en la creación de vínculos entre las vivencias y los objetos de uno u otro tipo de experiencia exterior. Este vínculo se puede caracterizar como la unión de lo real y lo visible bajo la apariencia de una forma estética. La fidelidad a la realidad se cumple en la libertad de la agrupación de los elementos de lo visible que entran en la forma de la imagen artística. Lo visible se conserva en la imagen gracias a los mismos elementos que lo caracterizan, es decir, a la dimensión material de los sonidos, los colores, las palabras, etc., sobre las que aquella necesariamente se construye.

Este no es el lugar apropiado para entregarse a disquisiciones gnoseológicas sobre qué es la imagen artística. La justificación gnoseológica del simbolismo artístico nos conduciría a una fundamental disquisición acerca del concepto de la realidad.

Pero desde el punto de vista psicológico también es posible justificar el simbolismo artístico.

Espíritu y materia, de acuerdo con H. Hoffding, forman una “duplicidad irreconciliable”. Pero es posible también decir lo contrario: esta duplicidad irreconciliable es el resultado de la observación de algún tipo de unidad, ya sea en los términos interiores o exteriores, donde el vínculo de los fenómenos (a) es su dependencia funcional (b) o su motivación subjetiva (c).

La idea de la prioridad de la creación sobre el conocimiento y el mundo se puede expresar en términos estéticos de acuerdo con la siguiente fórmula: el símbolo artístico es siempre símbolo de la unidad (a) que determina el dualismo entre (b) y (c). Y el símbolo artístico siempre es una tríada “abc”, en la cual “b” es la dependencia funcional de los elementos de la forma, “c” es la causalidad subjetiva (vivenciada), y “a” es la imagen de la creación. Dependiendo de si para el artista “a” es previo a la creación (como una idea platónica) o posterior a ella (producto de la actividad), se producen diversas concienciaciones del simbolismo artístico. En el caso de “bc-a” el artista es el creador de esta unidad. En el caso de “a-bc” la unidad se realiza en imagen por medio de la actividad del artista (como médium). Además, la misma imagen del artista puede ser observada como verdadera encarnación en la forma (material + vivencia) de algún tipo de unidad o como símbolo o prefiguración de esta unidad. En este último caso “a” en la imagen es solo un cierto paralelismo postulado entre “b” y “c”, y el símbolo-imagen es un solo emblema de la unidad o, con otras palabras, la imagen es un símbolo del símbolo. En esta configuración particular la tríada se puede representar así: bc (a), donde la “a” entre paréntesis no está dada en la forma, sino que es un postulado de la correspondencia entre “b” y “c”. Además, la correspondencia puede ser establecida partiendo de “b”, es decir, de la contemplación de lo visible, o partiendo de “c”, es decir, de la realidad de la vivencia.

De esta manera obtenemos las siguientes combinaciones de símbolos: 1) a – bc, 2) a – cb, 3) bc – a, 4) cb – a, 5) (a) bc, 6) (a) cb, 7) bc (a), 8) cb (a).

1) a – bc. Algún tipo de unidad real (Dios) se abre al artista en la imagen de lo visible (en aspecto de hombre o de animal), causando en su alma la correspondiente vivencia. El artista, en el material (en la piedra), talla la visión de Dios. Aquí, en primer lugar, él es un realista simbólico, puesto que para él Dios es una realidad, en segundo lugar es realista en el sentido literal de la palabra, puesto que parte en su creación de una imagen dada en la naturaleza. Así es el llamado fetichismo religioso, en el que el artista es como un sacerdote de la revelación divina. Tal es el origen de las representaciones artísticas de los dioses olímpicos.

2) a – cb. Algún tipo de unidad (Dios) se revela al artista en su vivencia y causa la necesidad de representar (para sí mismo o para otros) la vivencia de la divinidad en imágenes. El artista, en el material (en la piedra), talla la divinidad, sin preocuparse de si existe una imagen en la naturaleza que corresponda a la imagen dada. Aquí el artista en primer lugar es realista simbólico, en segundo lugar es romántico, puesto que en el proceso de creación parte de la vivencia que canta en su interior. Así son los misterios religiosos, el artista es un visionario de mundos nuevos, no dados en lo visible. Así son las imágenes fantásticas en todas las mitologías.

Los primeros dos casos de la creación simbólica son reconducibles a una pura creación religiosa. Pero entre ellos y otros tipos de maneras de simbolizar no existe ninguna diferencia esencial.

3) bc – a. El artista se concentra en este o aquel objeto de la realidad (b). Este objeto causa en su interior algún tipo de vivencia (c) que profundiza la percepción estética. El objeto de lo visible se trasforma: el artista con las palabras o los colores recrea la percepción transfigurada por la vivencia. La imagen recreada (a) es para él la revelación de algún tipo de esencia escondida. Esta revelación se realiza aquí en el mismo proceso de creación y no en su conclusión. El artista, permaneciendo como realista simbólico, ya no observa el símbolo creado como la exacta reproducción de una verdad interior. La imagen se ha convertido aquí en un indicio, y al mismo tiempo el artista en su imagen se ha esforzado en ser fiel a la naturaleza. Así son algunas de las Madonnas de los pintores italianos (Rafael) y algunos retratos de Durero, Holbein el Joven y otros.

4) cb – a. El artista se concentra en una u otra vivencia, y esta vivencia causa la imagen artística. Al examinar los rasgos de esta imagen, vemos en ella algunos rasgos tomados de lo visible, por muy fantástica que sea la imagen dada, pero estos trazos son particularmente engañosos y como disonantes. Así, por ejemplo, al examinar un dragón, reconocemos en su construcción el cráneo, el cuello, las alas. Estas formas verdaderamente existen en las formas anatómicas pero se encuentran aquí dadas en una combinación libre. La visión artística se configura de esta manera en el proceso de creación, al igual que en el caso anterior, pero este proceso no va desde afuera hacia adentro, sino al revés, de adentro afuera. Así son Dante, algunos de los románticos, Botticelli, Goya o Vrúbel.

Las cuatro maneras de simbolización revisadas hasta ahora conforman en conjunto un tipo de simbolismo realista. Aquí la imagen artística (a) es algo o bien por sí mismo real o bien reflejo de algún aspecto de la realidad. Este carácter de realismo domina de la misma manera sin importar si la obra pertenece al estilo clásico, romántico o realista. Los tipos de representación simbólica “a – bc” y “bc – a” son realistas por su misma esencia; los tipos “a – cb” y “cb – a” son siempre románticos. Las relaciones entre realismo, romanticismo y clasicismo (sería más adecuado hablar de parnasianismo) como diferentes escuelas se vuelven más claras cuando las estudiamos desde el punto de vista de su relación con los materiales y procesos del trabajo artístico.

El significado de esta clase de símbolos es abiertamente religioso: consiste en que el arte es por esencia simbólico. El arte es la reunión con vistas a alguna cosa de dos órdenes de contigüidad (la contigüidad de los fenómenos del mundo visible y la contigüidad de la vivencia interior). Este “con vistas a algo” es la unidad (a) que unifica el mundo exterior e interior. El significado de esta unificación se descubre en la metafísica religiosa y en la mística como indicación del camino para la transformación del mundo y el hombre, es decir como creación de nuevas formas.

5) (a) bc. La revelación de la unidad de las formas de la experiencia interior y exterior está ausente. La imagen de la realidad interior está sacada del mundo fenoménico; la voz de la revelación no suena en el alma del artista. En él hay solo la confusa conciencia de la existencia de una única causa detrás de la dualidad que le atormenta. Esta dualidad en sí mismo y a su alrededor la experimenta como insuperable contradicción. El mundo causa contradicción con sus vivencias interiores y las imágenes que emplea expresan únicamente un cierto paralelismo entre un objeto dado de la realidad y una vivencia. La aproximación máxima entre la vivencia interna del artista y la imagen de lo visible es lo que denominamos correspondencia. Pero la condición de posibilidad de esta correspondencia es precisamente la ausencia de unidad tanto en la vivencia como en el objeto real. Esta unidad puede ser reconocida por el artista, pero no como visión divina, sino a lo sumo como idea de la razón. No importa si el artista cree en el panteísmo o se llama a sí mismo místico o realista. En todo caso para él la creación de la unidad es ideal. Así ocurre por ejemplo con Goethe, Shakespeare, Byron y también Pushkin.

6) (a) cb. Aquí el proceso de búsqueda de correspondencias parte de la vivencia. Así es el simbolismo del romanticismo idealista. Así son también muchos de los modernos representantes de la escuela simbolista, como Verlaine, Przybyszewski, Maeterlinck.

7) bc (a). La representación de la unidad entre la imagen y la vivencia, incluso ideal, está completamente ausente del artista. Al perfilar “b” y al establecer “b” en correspondencia con “c” en el mismo proceso de creación, se revela “a”, pero no como imagen, sino como modelo para la unidad inencarnable. Aquí la unidad es una tendencia inconsciente de la creación hacia algún tipo de armonía buscada. De esta manera es la literatura de la escuela llamada realista. Tolstói, Chéjov.

8) cb (a). La representación de la unidad está ausente. Abismándose en el caos de sus vivencias contradictorias, el artista ve correspondencias entre ellas y entre estas y los colores, olores, sonidos, etc. El símbolo artístico (a) es la expresión de estas correspondencias (no de la unidad), pero la misma correspondencia es posible únicamente bajo la condición de la unidad. Así son Baudelaire, Hoffmann, Edgar Poe…

Una vez más aquí, como en la clase de símbolos examinada más arriba, en los modelos 5, 6, 7 y 8, son posibles procedimientos realistas, clásicos y románticos, pero en todos los casos se trata en esencia del mismo proceso de simbolización, es decir, de construcción de modelos. Esta segunda clase de creación simbólica yo la definiría como idealismo simbólico. Conviene recordar que realismo e idealismo aquí no se definen en la relación que establecen con respecto a “b”, es decir, respecto de la naturaleza de lo visible, sino con respecto a “a”, es decir, a la condición de correspondencia de lo real y su vivencia. Esta segunda clase de procesos simbolizadores es la que, hablando con propiedad, perfila la esfera artística en el sentido estricto de la palabra. Aquello que lo separa del simbolismo religioso es el velo que oculta al artista la unidad secreta del mundo (el velo de Maya). Aquí la imagen de la divinidad está dada como bajo la bruma del idealismo. De esta manera recibe el arte un significado hermético-religioso.

En uno y otro caso el significado del arte (a las claras o de manera implícita) es siempre religioso. La imagen artística siempre incorpora en sí, como condición previa de su misma aparición, algún tipo de relación religiosa bien con el mundo, bien con uno mismo, bien con la humanidad. Cualquier símbolo es símbolo “a”, es decir una unidad; “b” y “c” son medios de manifestación de la creación artística.

Pero “a” (la unidad) puede manifestarse en la serie “b” (la naturaleza exterior) o en la serie “c” (la naturaleza interior). La tríada “abc” en dependencia de esto se convierte en la díada “ab” (la unidad de la naturaleza) o “ac” (unidad de la naturaleza interior de la vivencia). En el primer caso “a” es la unidad de los anhelos y aspiraciones humanos (Dios en el hombre, el superhombre), y por esto, al definir el significado del arte como la tendencia hacia alguna unidad, todavía no definimos su significado interior. Este significado se abre únicamente a partir del análisis de las relaciones entre “b” y “c”. De otra manera el significado del arte o bien coincide con el de la religión, o bien se convierte en una forma especial de ciencia.

El contenido del arte es ciertamente heteróclito y existen muchas cosas que deberían ser dichas a propósito de esta cuestión. La respuesta a la pregunta por el contenido del arte solo podría comenzar a resolverse si indicásemos a la sucesión de imágenes que componen la historia del arte. Sin embargo nuestra tarea actual no es la clasificación de las tramas y los mitos. Lo cierto es que el contenido general del arte es el contenido de la realidad en su conjunto, mientras que su contenido específico es el contenido en tanto que articulado por una forma.

Y es por esto que las cuestiones formales suponen la piedra de toque para la explicitación de qué es el arte.

La noción de forma artística es extraordinariamente amplia, en ocasiones entendemos como forma el procedimiento mismo de una determinada obra. Aquí vamos a intentar establecer algunas normas generales que guían los procesos de creación según sus indicios fundamentales, tal y como estos dimanan de la misma actividad creadora. De esta manera, estaremos en disposición de determinar algunas normas generales, a la vez que basaremos los principios de nuestra clasificación en los mismos procedimientos de la creación artística.

Los mismos procesos de creación están ante nosotros como dados; de ellos es posible realizar una descripción, es posible aplicar uno u otro experimento. Las normas de estos procesos están condicionadas según su esencia por las ideas de la razón práctica, que predeterminan las condiciones de posibilidad de cualquier estética experimental. Para establecer las normas de la creación es necesario en primer lugar el conocimiento de las formas de la creación. Estas formas según su esencia son las formas de la creación romántica, realista y clásica. Psicológicamente ya hemos mencionado su examen en la combinación de la tríada “abc” (un examen más detallado de esta cuestión requeriría de un artículo independiente).

Repitamos de manera breve que existen dos formas de creación de modelos (símbolos): en el primer caso, la imagen causa un contenido vivencial de la conciencia; en el segundo, la vivencia causa la imagen.

En el segundo caso lo visible se comprende como un mundo de fantasmas, del cual la vivencia, como la bruja de Endor, atrae la imagen necesaria, como la sombra de Samuel.

En el primer caso, la misma imagen de la naturaleza resulta ser esta bruja, y la vivencia hace recaer sobre ella su sombra.

Denominaremos el primer caso como creación clásica; el segundo caso, como romántica. El tipo de las columnas griegas con toda su sencillez surgió de la idea de un tronco de apoyo. Es un ejemplo de cómo la forma artística surge de la imagen natural. Las imágenes de la escultura griega, la pintura de Leonardo, Mantegna, Miguel Ángel, la poesía de Virgilio, son ejemplos de creación clásica.

Las metafísicas respectivas de romanticismo y clasicismo proceden en su base de una representación gnoseológica sobre el contenido y la forma de la conciencia vivencial. La forma de la conciencia vivencial es la subjetividad trascendental, mientras que el contenido es el objeto tal como aquella se lo representa. El artista clásico parte desde las formas de lo visible, y de esta manera amplía instintivamente el concepto de la forma. La forma del objeto se da en el espacio y al mismo tiempo el espacio es la forma necesaria de la intuición. Las leyes de la conciencia racional dictan a la imagen natural su regularidad y, al revés, la regularidad como principio objetivo del mundo se convierte en imperativo de la razón práctica, con la cual se identifica el yo del artista clásico. Así sucede que el “yo” del artista se identifica con el “yo” del mundo, él es el demiurgo de su propio mundo, y en el mundo como lo conocemos aparece un nuevo mundo que es creación del arte.

El artista romántico procede de manera inversa. Se identifica con el contenido de la conciencia y después observa en el mundo sensible el reflejo de su “yo”. Si el artista clásico identifica su “yo” con el principio de la creación, el romántico se identifica con el contenido de la creación. En su “yo” se descubre el caos del mundo. El arte clásico nos entrega la palabra sin su carne, el arte romántico la carne sin la palabra. Ambos tipos de arte conducen a la contradicción: el primero entra en contradicción con el contenido de su propia alma, el segundo con la ley de su conciencia, y las cumbres de ambos tipos de arte desembocan siempre en la tragedia. Estas contradicciones se reflejan en la antinomia existente entre el mundo sensible y el mundo del arte. De la primera contradicción podemos deducir la unidad de la forma y el contenido de la creación; de la segunda contradicción, la necesidad de ampliación de la forma, es decir, la necesidad de conducir la creación artística hasta la vida misma y de transformar la vida mediante el arte. La resolución de la primera contradicción sería posible únicamente si el artista llegase a hacerse consciente de su forma; la resolución de la segunda contradicción exigiría que se borrase la frontera entre el arte y la vida en una transfiguración religiosa del mundo. El postulado inicial de cualquier simbolismo es la unidad de la forma y el contenido tanto en la vida como en el arte. El significado del arte es únicamente religioso.

6

Al examinar los productos artísticos, podemos analizar las formas mismas del arte en un sentido literal. El principio de clasificación aquí son las condiciones de espacio y tiempo.

Música. El elemento principal es el ritmo, es decir la sucesión en el tiempo.

Poesía. El elemento principal es la imagen dada en la palabra y su cambio en el tiempo, es decir el mito (trama).

Pintura. El elemento principal es la imagen dada a los ojos, pero mediante los colores y por tanto en las dos dimensiones del espacio.

Escultura y arquitectura. El elemento fundamental es la imagen en las tres dimensiones del espacio.

Al examinar estas cuatro categorías de artes según los elementos de la espacialidad y la temporalidad vemos que con la disminución de un elemento se aumenta el otro, y al revés.

Estos grupos de artes son susceptibles de ser divididos de acuerdo con tres criterios distintos: 1) Artes dadas a la percepción de manera inmediata y no inmediata. La música, la pintura, la arquitectura y la escultura, en efecto, se ofrecen a la percepción de una manera inmediata mediante sonidos, colores y materiales. El grupo de artes que englobamos como poesía se ofrecen de manera mediata a la percepción a través de la palabra. El tiempo y el espacio en estas artes debe ser construido por la imaginación. En este caso es posible distinguir el drama como forma intermedia que intenta sintetizar ambos grupos. 2) Los grupos de artes son también divisibles en temporales (la música) y espaciales (la pintura, la arquitectura y la escultura). La poesía, siendo una forma que reúne los rasgos de espacialidad y temporalidad, sin embargo debe ser considerado como un arte más bien temporal, en el cual la espacialidad es recreada por el lector mediante su imaginación. 3) Finalmente, es posible también dividir las artes en naturales y artificiales: las naturales son aquellas que tienen una relación directa con la vida y que por ello son genéticamente previas respecto de otras artes. Estas son las artes que hicieron nacer nuestras mismas nociones acerca de la representación artística. En este grupo se incluyen los ritos religiosos y los misterios (es decir, la tragedia). En el segundo, la canción y la danza.

La canción a su vez originó la poesía y la música pura. La danza subrayó el significado del ritmo musical y de la plástica, es decir el elemento de la escultura. Por otro lado, la canción creó el mito dramático. En la canción está incluida la unidad simbólica “a” de la tríada “abc”, en la cual “b”, es decir la imagen de lo visible, está subrayada en las artes espaciales, y “c”, la informe vivencia, en la música. Por esto, hablando de manera convencional, la música es el arte más romántico (lo cual admitieron los románticos y Hegel), la escultura es el arte más clásico, y la canción es el arte más simbólico.

Al examinar las formas artísticas (es decir, propiamente las artes) encontramos la máxima aproximación a la imagen de lo visible en la escultura (tres dimensiones). Pero el diapasón de lo representado es estrecho en caso de plena enajenación del elemento temporal. Al idealizar la imagen en la pintura (es decir, abstrayendo la tercera dimensión y representando la figura en una superficie), ganamos gracias al color y a la gran libertad de la representación. En el dibujo tenemos ya el esquema del tiempo que, según Kant, está prefigurado en la línea recta. El color por su parte parece corresponder a la tonalidad en la música. Al idealizar todavía más el espacio en la poesía (al trasladarlo a la imaginación) alcanzamos la mayor libertad en la representación de cualquier tipo de espacialidad. Junto con esto aquí tenemos con claridad todos los elementos de la música: la sucesividad temporal del mito poético, y también el ritmo, la instrumentación verbal y otros. Finalmente, en la sinfonía musical las relaciones espaciales están dadas de manera emblemática (en el intervalo), los colores están simbolizados por la tonalidad, la materia en la fuerza de los sonidos, y el tiempo de manera inmediata en el ritmo.

El estudio de las formas generales del arte debe fundamentarse en el estudio del espacio y el tiempo. Cualquier tipo de particularidad formal debe ser deducida de este principio general espacio-temporal. En la música esto tendrá que conducir a una teoría general del ritmo. En la poesía se desglosará en el estudio detallado de los medios de representación, del ritmo y de la instrumentación verbal.

El estudio de los medios de representación o bien tratará de la aplicación a la poesía de esquemas espaciales (comparación, sinécdoque, metáfora, metonímia, hipérbole y otras), o bien de la aplicación a la poesía de esquemas temporales (período, paralelismo). El estudio del ritmo estará fundamentado en el tiempo. El estudio de la instrumentación verbal deberá estar fundamentado en la aplicación de la teoría de la música a la teoría de la poesía.

En la pintura el estudio de la forma deberá fundamentarse en el estudio de la teoría de la perspectiva.

En el análisis pormenorizado de las obras también podemos encontrar un hilo conductor en el esclarecimiento de los elementos del espacio y el tiempo, pero esta es una cuestión a la que no nos vamos a referir. Finalmente, podemos también estudiar el material que entra a formar parte en la construcción de una u otra forma de arte: la palabra, el color, el sonido. Este tipo de estudio reviste especial interés, puesto que gracias a él alcanzamos el concepto de los elementos básicos constituyentes de la artisticidad. Con el progresivo perfeccionamiento de las técnicas artísticas, las artes se disgregan y descomponen en más y más cantidades de subgrupos. La diferenciación de las artes no conoce límites. Pero gracias al estudio de los materiales artísticos sería posible desarrollar una estética experimental que de manera inevitable debería constituirse como un sistema de ciencias. Esta estética experimental en el momento presente todavía no existe, todavía carecemos de todos los elementos que serían necesarios para desarrollar una investigación de este tipo: la observación, la descripción y la experimentación. El material propio de la creación artística (la forma considerada en un sentido estrecho) todavía no ha sido analizado en absoluto. Y por ello carecemos de una representación adecuada acerca del vínculo existente entre el material de la forma y sus relaciones con las condiciones de espacialidad y temporalidad.

La imagen creadora se encarna en el material, e incluso se puede decir que su expresividad depende de la capacidad del artista para manipular sus materiales. La vivencia al ser articulada y formalizada por el material arroja un puente desde “c” hasta “b” (o al revés) en la ya mencionada tríada “abc”. Por esto podemos decir que el material ocupa un lugar insustituible en el arte, y hasta que no lo estudiemos en profundidad, hasta que no establezcamos su conexión con las formas y las normas de los procesos creativos, la determinación del significado específico del arte continuará escapándose de nuestras manos. Y si renunciamos a esto, borramos la frontera entre arte y religión.

En el momento actual estamos únicamente en condiciones de decir que el conjunto de los elementos que denominamos formales constituyen por igual el contenido de nuestra conciencia y que por este motivo la oposición metafísica entre el contenido y la forma tiene carácter ilusorio. Las formas del arte están por sí mismas investidas de contenido y no existe ningún tipo de contenido exterior a la forma.

Un contenido semejante no puede ser una idea de la razón, puesto que las ideas de la razón son formales. Estas ideas son las que, consideradas desde el lado de la ética, predeterminan la teleología de la creación artística, sin ser determinadas en absoluto por el contenido.

Todavía menos sentido tiene decir que el arte es expresión de valores cognoscitivos. El valor cognoscitivo, como vimos más arriba, se relaciona con un grupo de valores absolutamente distinto. El saber no puede fungir ni como contenido ni como significado del arte, puesto que el arte, comprendido como conocimiento, se reduciría a ser una mera técnica (τέχνη), y de esta manera dejaría de ser arte y se convertiría en ciencia.

El surgimiento del contenido aparente de una determinada imagen artística, si nos mantenemos en un punto de vista puramente artístico, es únicamente el proceso de profundización y ampliación de los límites de aquello que considerábamos como forma.

Así, la serie de los procedimientos técnicos es el más estrecho de los conceptos de forma. Detrás de ellos nos parece que transparece algo como el contenido. Sin embargo este contenido se puede reducir a la articulación teleológica de los elementos y procedimientos formales que confluyen en la obra. Tan pronto como ampliamos nuestro concepto de forma, el contenido aparente se vuelve a deslizar fuera de los umbrales de la forma, pero bastaría con que transformásemos nuestras concepciones actuales sobre los límites de la forma para llegar a la comprensión de que el contenido es un componente de la forma en el proceso artístico, es decir, la manera de unión de una vivencia con un objeto de la experiencia exterior. La profundidad con que nos afecta una imagen poética, una melodía, una combinación de colores, depende de la disposición teleológica de los elementos espacio-temporales en el proceso artístico. Es por este motivo por el que Hanslick, como profundo conocedor de la música, insistió tan vehementemente en que las ideas musicales no tienen ningún tipo de significado, añadido a su significado musical, es decir, a la combinación armónica de oscilaciones sonoras. Es por esto por lo que los poetas de todos los tiempos han conferido una importancia tan grande a la forma. Es por esto por lo que Kant definió el arte como finalidad sin fin.

Únicamente en la búsqueda del significado de las imágenes visibles o de las vivencias internas daremos con la definición del auténtico significado del arte. Sin embargo, ocurre que finalmente este significado es religioso y no pertenece propiamente al arte. El arte es solo el umbral del simbolismo religioso. En contraposición a cualquier dogmatismo, el simbolismo indica las etapas que traza la conciencia en su retorno a la unidad consigo misma y respecto del mundo. En el simbolismo se justifican las palabras proféticas de que “el reino de Dios sufre violencia” (Mt. 11:12).

El arte no tiene ningún significado propio más que el religioso. Dentro de los límites de la estética tenemos que tratar únicamente con la forma. Si rechazamos el significado religioso del arte, rechazamos cualquier tipo de significado suyo. Su destino entonces es desaparecer o transformarse en ciencia. Pero el arte, comprendido como ciencia, es la más inútil de todas las ciencias que han existido alguna vez o que puedan existir.

Esto no significa que el arte sea subordinable a algún tipo de dogma religioso. Es todo lo contrario: en el proceso de creación viva se crean símbolos de la religión, y únicamente después, al perder su vitalidad, se dogmatizan.

El significado de una imagen artística, al ser vivenciado por nosotros, nos afecta como una reverberación que permanece indefinible. A través de esta reverberación el arte vuelve a crear nuestra individualidad. Pero para que esto se produzca es necesario que la imagen esté encarnada de manera ideal e irreprochable en una serie de procedimientos técnicos.

En las actuales condiciones, para la humanidad solo es posible un ligero roce con el misterio de la creación artística, un roce de carácter íntimo e imposible de definir en términos lógicos. El análisis de las imágenes artísticas dará solo una serie de formas.

Es posible que la transformación de la naturaleza de la humanidad libere a las artes existentes en la actualidad del dominio de la forma. Pero entonces habrá un arte imposible de imaginar.

Mientras tanto la música continúa siendo música, la escultura escultura, y es posible solo un silencioso roce de la esencia religiosa del arte.

El significado religioso del arte es esotérico. El contenido del arte aquí es el contenido de la vida transfigurada. El arte nos llama a una vida semejante.

Y mientras no se cumple el plazo prescrito, ni siquiera en los indicios de la transformación de nuestra personalidad podemos asegurar que aferramos el verdadero significado del arte. Este tipo de indicios tienen el carácter de una profecía, pero tales profecías, incluso cuando intentan expresarse de la manera más clara, permanecen turbias y enigmáticas. No solo envilecen el secreto religioso, sino que también perjudican al arte.

De ello resulta que la tarea presente de la estética no está en la indicación del significado del arte. Esta tarea es el análisis de sus formas.

7

El simbolismo ofrece una fundamentación metodológica no únicamente para las diversas escuelas artísticas, sino también para las mismas formas del arte. Estudia el arte no como un conjunto de formas ya solidificadas e inconexas entre sí, sino en su aspecto previo de procedimientos que pueden ser adaptados por una u otra forma, por una u otra escuela. Y si cada escuela artística se queda encerrada en el estrecho círculo de las formas y los métodos que ella previamente ha elegido, el simbolismo parte desde la misma energía de la creación y ve cómo esta puede verdaderamente expresarse de múltiples maneras y formas. El simbolismo desarrolla una relación completa de todas las formas metodológicas existentes o posibles, y con esto demuestra a los dogmáticos de cualquier escuela que la esencia no está en el método, permite ver cada método como solo uno de los posibles medios por los que puede optar el artista. Por ejemplo, el método de la escuela realista consiste en la representación de la realidad empírica. El realismo transforma este método en una finalidad en sí misma. La teoría del simbolismo, al analizar las premisas del realismo, del romanticismo o del clasicismo, vuelve a transformar la finalidad en medio, en procedimiento técnico de encarnación de la energía de la creación. La fuente de la creación (la energía de la vivencia) libera a la teoría del simbolismo de la sujeción respecto de las normas y formas existentes en un determinado estadio del desarrollo del arte. Aquí la base de la teoría es aquello que para las otras estéticas permanece como impercibido, y también los datos de la psicología científica.

La unidad de la actividad psíquica (sentimental, moral, mental) solo puede ser expresada a través de una imagen-modelo vital, la cual es propiamente el significado creativo. Por esto el símbolo artístico, expresando la idea, no la agota; expresando el sentimiento, sin embargo no es identificable con la emoción; despertando la voluntad, no es descomponible en las normas del imperativo categórico. El símbolo vivo del arte, conservado por la historia a través de los siglos, refracta en sí múltiples sentimientos y múltiples ideas; contiene en sí de manera potencial una completa serie de ideas, sentimientos, voliciones. Y a partir de esto se despliega la fórmula trimembre del símbolo, por así decir su significado trisignificante: 1) símbolo como imagen de lo visible, que despierta nuestras emociones por la concreción de sus rasgos, los cuales nos remiten a la evidencia de la realidad circundante; 2) símbolo como alegoría que expresa un significado conceptual de tipo filosófico o religioso o social; 3) símbolo como llamada a la creación de la vida. Pero la imagen simbólica no es ninguna de estas tres cosas: es la viva integridad del contenido vivencial de la conciencia. De acuerdo con esta comprensión trimembre se nos hace finalmente evidente la variedad de las posibles disposiciones simbólicas de los artistas. El artista, al crear símbolos, dependiendo de sus riquezas mentales, sentimentales o morales, imprime de manera más o menos consciente a su creación una determinada orientación espiritual. De esta manera, las imágenes del libro del Apocalipsis expresan de manera inmediata una sobreabundancia de la capacidad de percepción sensorial del mundo, que inviste de un carácter particular la integridad simbólica de la imagen. Y al revés, las fantasías de Odilon Redon o los dramas de Maeterlinck desarrollan de manera extraordinariamente parca su contenido eidético-filosófico, y todo el trabajo de desciframiento de la imagen como alegoría pertenece al lector.

Y sin embargo unos y otros son igualmente símbolos. Las estribaciones rocosas de la ideología, que se alzan entre la empiricidad de los valles y el brillo soleado de las cumbres, exaltan ante nosotros de una manera sublime los símbolos de Nietzsche e Ibsen. Nietszche en todos sus escritos es ante todo un simbolista. Pero siendo además un hombre de una profunda conciencia filosófica, no pudo menos que incluir en su obra una serie de alegorías. “Superhombre”, “Eterno retorno”, “Isla de los bienaventurados”, “Cueva de Zaratustra” son ante todo símbolos religioso-artísticos, y en ellos recae toda la fuerza de Nietzsche. ¡Pero qué rico material para la alegoría ofrecen estos símbolos! Y además, ¡con qué facilidad estas alegorías son conducidas bajo una u otra generalización filosófica! Es triste que una capacidad tan asombrosa para cifrar el significado del símbolo no crease para Nietzsche la gloria como filósofo, lo cual sin duda se debe a la incompatibilidad de su estilo filosófico con los rigores del neokantismo contemporáneo.

Frecuentemente el artista simbolista se enfoca de manera prioritaria en uno de los miembros que forman la estructura trimembre del símbolo. Esta estructura es 1) imagen (carne); 2) idea (palabra); 3) el vínculo vivo, que predetermina tanto la idea como la imagen (la palabra convirtiéndose en carne). Briúsov es un artista simbolista con tendencia a la hipertrofia del primer término; Nietzsche e Ibsen son artistas simbolistas con tendencia a la hipertrofia del segundo término; Blok es un artista simbolista en el cual todo el significado no está ni en la imagen ni en la idea, sino en la imagen-idea. La manera particular de combinar los elementos de la fórmula crea toda la variedad de métodos de la creación simbólica.

Al estudiar las formas del arte antiguo y moderno vemos que tales formas cristalizaron de tal manera y no de otra no solo bajo la influencia del método de encarnación de la vivencia en la imagen, sino también bajo la influencia del material sensible de la realidad (color, mármol, cálamo), con el cual se traduce idealmente la imagen encarnada de la fantasía en una realidad palpable (estatua, cuadro, pergamino en el que se escribe un poema). El método formaliza la energía de la creación, pero esta energía formalizada debe investirse necesariamente en alguna especie de grosera forma. Esta exigencia formal de carácter completamente inicial dio lugar a la clasificación de las artes de acuerdo con las condiciones de espacio y tiempo y de los materiales de que cada una dispone. La creación prorrumpió en la variedad de los métodos, los métodos se proyectaron en la variedad de las formas, las formas reforzaron la energía de la creación, y así se creó la roca irrefragable del arte. Las formas posteriormente se diferenciaron, las diferentes técnicas se desarrollaron, y progresivamente el simbolismo como expresión de la energía comenzó a encerrarse sobre sí mismo y a aislarse. Surgió el mundo de las artes y la noción de “arte por el arte”. Estamos acostumbrados a definir la tarea del arte partiendo del material sensible que emplea, es decir colores, sonidos, materiales. Todos estos elementos podrían tener un inmenso valor en la construcción de una estética de carácter puramente científico. De esta manera, al estudiar la naturaleza del sonido, del color, de las leyes de la materialidad, al estudiar los cánones de la armonía, podríamos encontrar las bases de una estética científica. Pero una estética semejante todavía no existe. Todo ocurrió de una manera muy distinta: la clasificación de los fenómenos estéticos se convirtió en un apartado de la metafísica. La metafísica, subordinando el arte a sus propias conceptuaciones ideológicas, buscaba la confirmación de sí misma en los indicios materiales, en la estatua de Apolo, en el cuadro de Miguel Ángel. Se desinteresaba de todo el proceso de creación desde el primer vislumbre en el alma del artista hasta la última pincelada del óleo terminado, y sobre todo y ante todo perdía de vista precisamente el momento de la encarnación. Con esto la estética metafísica consumaba un doble sacrilegio: 1) sacrificaba los frutos de la creación viva a los fríos limbos de la ideología, 2) dejaba la cripta celestial del pensamiento artístico sin el aliento vivificante del magma creador, y por ende sin las cenizas de esta lava, las estatuas muertas. La célebre discusión de Lessing sobre el Laocoonte y las reflexiones de Schopenhauer sobre este mismo motivo son más bien una especie de sofística. En el mejor de los casos, apenas llegan a ser una mala retórica sobre un impulso lírico del que nada conocen de primera mano.

Es por esto que los trabajos de Helmholtz sobre la música y los estudios de Ostwald sobre técnica pictórica son más amados por los artistas que todas las filosofías lessingianas. El trabajo de estos estudiosos-fisiólogos nunca pone restricciones a la libertad creadora. La estética metafísica, por muy fascinante que sea, siempre obliga al artista a comulgar con ruedas de molino. Esto es así porque en el arte se encuentra la llama viva de la creación religiosa, mientras que la metafísica es apenas, en el mejor de los casos, una religión congelada.

De manera paralela a las estéticas metafísicas, que fetichizan el aspecto material del momento de la encarnación artística, se desarrollaron los diferentes esfuerzos por poner los métodos creativos en la base de la clasificación del arte. Así surgieron las estéticas dogmáticas, en las cuales se prescribía un procedimiento determinado como el único válido para la creación. Aquí los teóricos en parte se encaminaban por una vía más adecuada, que permitía remontar desde el método hasta la creación, pero por lo general cometieron el error de canonizar un único método de su preferencia. Así surgieron las escuelas realista, clásica y romántica, que a su vez se apoyaban en los dogmas de una u otra concepción crítica. Finalmente, solo en los últimos tiempos, los teóricos han comenzado a liberarse del burdo fetichismo de las formas y del más sutil fetichismo de los métodos, y han comenzado a centrar toda su atención en la pura energía de la creación. La energía creadora ha sido reconocida por sí misma como el origen de todos los posibles métodos y todas las posibles formas. Y la teoría del simbolismo en este sentido es la teoría que se ha planteado el objetivo de enumerar todas las formas posibles de realización creativa, sin importar si tales formas existen o no en el actual mundo del arte.

Los teóricos de la escuela simbolista estaban en condiciones de estudiar el mundo del arte como resultado de la aplicación de unos u otros métodos de creación, pero no de todos. Podían dejar de lado la cuestión de las formas existentes en un momento dado, y profundizar en la tarea de analizar las condiciones y funciones de la creación misma, sin relación necesaria con las formas existentes. Conducían la pregunta sobre el valor de las formas artísticas al necesario nivel de la energía creativa como valor por sí mismo. Las formas y los métodos dejaban de ser la esencia del valor, y surgía ante ellos una serie completa de formas irrealizadas, más amplia que la de las formas ya cristalizadas en el mundo del arte. Con esto se abría para ellos una salida fuera del arte, fuera del círculo asfixiante de las formas ya existentes. Al mismo tiempo se les planteaba la pregunta esencial acerca de qué es la creación. Pero aquí coincidían con las investigaciones más apremiantes de la moderna teoría del conocimiento.

De la misma manera en que la teoría del simbolismo resuelve la cuestión del significado de una u otra escuela artística, la teoría del conocimiento resuelve la cuestión del significado de una u otra ciencia. El simbolismo, destruyendo el dogmatismo de cualquier escuela, está listo para reconocer a cualquiera de ellas un relativo derecho a la existencia en tanto que procedimiento particular entre otros de simbolización. La teoría del conocimiento, dejando a cada ciencia el derecho de formalizar el material de un campo particular de la experiencia, dibuja para nosotros toda la escala de los métodos científicos y estudia las condiciones de aparición de un método u otro en nuestra conciencia. Con esto la teoría del conocimiento traza un círculo mágico entre cualquier dogmatismo y las leyes de la conciencia racional. La teoría del conocimiento es el círculo cerrado desde el cual se disparan como rayos los sistemas de las disciplinas metodológicas. La teoría del simbolismo en arte es, por así decir, un círculo paralelo al primero, desde el cual se disparan como rayos todas las formas metodológicas de la creación.

La teoría del conocimiento es conocimiento del conocimiento. La teoría de la creación es la teoría de la construcción de las formas creativas. Y si la creación es autónoma, entonces la teoría del simbolismo es teoría del valor, el cual predetermina de suyo la teoría del conocimiento, y en este sentido puede también estudiar la creación religiosa en tanto que una forma particular. La teoría del simbolismo, considerada en este sentido preciso, puede estudiar las leyes de la creación mitológica, como de la mística, de la estética, y de cualquier otro tipo, sin subordinar estas leyes a la estética ni al revés, sin subordinar la estética, por ejemplo, a la religión. Ella no se puede contraponer ni a la ciencia, ni a la metafísica, ni a la religión, ni al arte, sino únicamente a la teoría del conocimiento.

La teoría del simbolismo roza la teoría del conocimiento en una cuestión radical: ¿existe un conocimiento de la creación? O al revés: ¿es la creación únicamente una forma especial de actividad cognoscitiva? Y la moderna teoría del conocimiento, al avanzar esta pregunta, realizó un decidido e inesperado paso hacia el lado del simbolismo. Me refiero a la escuela de Windelband, Rickert y Lask, los cuales en sus escritos han planteado esta cuestión de tal manera que a partir de ahora, en la discusión sobre el primado relativo de las esferas de la creación y el conocimiento, los teóricos del simbolismo estarán obligados a recurrir a la escuela de Freiberg.

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