Iuri Lotman
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Traducción: Alejandro Ariel González
Las premisas de partida del presente trabajo serán las siguientes: 1) una interpretación rigurosamente inmanente, limitada exclusivamente por los marcos nacionales de tal o cual cultura solo es posible si se examinan fragmentos históricamente breves de su desarrollo; 2) la contraposición de mecanismos internos de desarrollo e «influencias» externas solo es posible como abstracción especulativa. En el proceso histórico real estos dos fenómenos están mutuamente relacionados y constituyen diferentes manifestaciones de un mismo proceso dinámico.
El proceso histórico mundial está supeditado a leyes de fluctuación. Hegel, en la introducción a Filosofía de la historia, señala que el cambio constituye la ley fundamental de la historia y continúa: «Pero hay otra determinación que, de un modo inmediato, viene conectada a la transformación. Y es que esta transformación, vista como decadencia y ocaso, es al mismo tiempo el brotar de una nueva vida: de la vida se origina la muerte, pero de la muerte se origina la vida».[1] Al desarrollar esta idea, Hegel señala que la ley histórica tiene el «carácter de relevo», que la interrupción de una tradición histórico-cultural conlleva la transmisión de sus logros a otra, mientras que alimentarse con los propios frutos puede provocar la autointoxicación de la cultura. «La vida de un pueblo lleva un fruto a su sazón; pues su actividad se dirige a dar cumplimiento a su principio. Pero este fruto no cae de nuevo en el regazo del pueblo que lo ha engendrado y hecho madurar; por el contrario, se convierte para este en una bebida amarga. El pueblo no puede abstenerse de ella, pues tiene de la misma una sed infinita; mas el precio de esta bebida es su propia destrucción, si bien es igualmente, al propio tiempo, el despuntar de un nuevo principio».[2] Estas palabras corresponden íntegramente a la concepción hegeliana del Espíritu Absoluto. Sin embargo, son a la vez la acertada observación de una mente amplia que intenta, siguiendo a Herder, abarcar con la mirada toda la historia universal.
Tratemos de abordar esta cuestión desde posiciones más actuales.
Conviene reemplazar el impreciso y desacreditado concepto de «influencia» por la palabra «diálogo», ya que, desde una amplia perspectiva histórica, la influencia entre culturas siempre es dialógica. Eso permite recordar el esquema abstracto de un diálogo en el que el primero de los participantes (el «transmisor») posee una gran reserva de experiencia acumulada (memoria), mientras el segundo (el «receptor») está interesado en asimilar esa experiencia.
Cabe aclarar que la palabra «diálogo» la utilizamos en un sentido específico, en parte porque no hemos encontrado un equivalente más preciso para el fenómeno que examinamos. A diferencia de la noción habitual de diálogo, aquí la «respuesta» puede estar dirigida a una cultura completamente distinta de aquella que fue su activa inspiradora. En el fenómeno que estudiamos serán fundamentales otras características: en primer lugar, durante la comunicación intercultural los flujos de textos cambian su dirección; en segundo lugar, cuando se produce el cambio de dirección en el flujo, los textos se traducen de la lengua «extranjera» (en el amplio sentido semiótico del concepto «lengua») a la «propia». Al mismo tiempo, sufren una variada transformación que se ajusta a las leyes de la cultura de recepción. En tercer lugar, este proceso tiene carácter de avalancha: el contraflujo de textos siempre supera considerablemente en fuerza e importancia cultural la acción que lo provoca. En este sentido, el concepto de diálogo que aquí introducimos no siempre se corresponde con su sentido habitual en lingüística y se aproxima a los modelos de comunicación entre diferentes lenguas.[3]
La primera característica de todo diálogo es la alternancia en la actividad del transmisor y el receptor. Cuando uno de los participantes del diálogo realiza la transmisión de ciertos textos, el otro hace una pausa y ocupa el lugar de receptor. La segunda característica es la elaboración de una lengua común de intercambio. Este proceso se divide en etapas. Primero se observa un flujo unilateral de textos que se acumulan en la memoria del receptor; la memoria, en esta etapa, fija también textos en una lengua extranjera e incomprensible (por ejemplo, la asimilación por parte de un niño inmerso en un idioma extranjero de nuevas palabras o la acumulación en las bibliotecas de una cultura joven de textos llegados desde un centro cultural). La siguiente etapa es el dominio de la lengua extranjera y su libre uso, la asimilación de las reglas de creación de textos extranjeros y la recreación, según esas reglas, de nuevos textos análogos a ellos. Después sobreviene un momento crítico: la tradición extranjera sufre una transformación radical en la base del inmemorial sustrato semiótico del receptor. Lo extranjero se vuelve propio, se transforma y a menudo modifica de raíz su apariencia. En ese momento, los papeles pueden invertirse: el receptor se convierte en transmisor y el primer participante del diálogo ocupa el lugar de receptor, asimilando un flujo de textos que ya se mueve en sentido contrario.
Como ejemplo de ese ciclo completo (y en la historia real dicho ciclo dista de completarse siempre) podemos tomar la influencia de las culturas italiana y francesa en los siglos XVI-XVII. El período del Renacimiento fue un tiempo en el que la cultura italiana ocupaba en Europa una posición dominante. No solo el arte italiano y la ciencia italiana, sino también las princesas y los reyes italianos y las casas bancarias italianas adornaban las capitales de Europa. En las cortes se hablaba italiano, y los petimetres seguían las modas italianas. Los orfebres italianos y los cardenales italianos, Benvenutto Cellini, Mazarino, Concini, todo el séquito de María de Médici parecían encarnar las diversas facetas de la influencia italiana. La asimilación de un sinnúmero de textos de diversos géneros, acompañada —este también es un importante rasgo tipológico— por el anhelo de superar la influencia italiana mediante la búsqueda de las raíces nacionales de la cultura —incluyendo la Antigüedad— y la omisión de la mediación italiana,[4] así como por la creciente antipatía hacia la dominación itálica, llevó a un punto de quiebre: la cultura renacentista fue nacionalizada y, en un lapso de cien años, floreció en la forma del clasicismo francés y de la Ilustración. Ahora lo que siguió fue la poderosa influencia sobre Italia de la cultura francesa, de las ideas francesas y de la filosofía francesa. La última réplica en este diálogo fue la invasión de Napoleón a Italia.
El hecho de que el diálogo de culturas vaya acompañado por una creciente antipatía del receptor respecto de quien ocupa la posición dominante y una aguda lucha por la independencia espiritual constituye un importante rasgo tipológico sobre el que ya tendremos oportunidad de regresar.
Entre otros rasgos tipológicos del diálogo cultural es importante señalar que la relación dialógica es en principio asimétrica. Al comienzo, la parte dominante, atribuyéndose la posición central en la ecúmene cultural, impone a los receptores el lugar de periferia. Este modelo es asimilado por ellos, quienes se valoran a sí mismos de esa manera (atribuyéndose al mismo tiempo rasgos de novedad, de juventud, la posición del «principiante»). Sin embargo, a medida que se acerca el punto de quiebre, la «nueva» cultura empieza a afirmar su «antigüedad» y a pretender la posición central en el mundo cultural. No menos fundamental es que, al pasar del estado de receptor a la posición de transmisor, la cultura, por lo general, produce un número considerablemente mayor de textos que el que ha asimilado en el pasado y amplía ostensiblemente el espacio de su influencia. Por ejemplo, la influencia hispano-morisca fecundó la cultura en el territorio relativamente pequeño de Provenza. Pero el área de influencia cultural de la poesía provenzal abarcó amplios espacios y se distinguió por un crecimiento impetuoso de enérgico influjo. De manera similar, la influencia de las escuelas poéticas provenzal y napolitano-siciliana puso en movimiento la poesía de la pequeña Florencia, y la explosión literaria que siguió después tuvo ya importancia para toda Europa. Eso demuestra en parte que la irrupción de textos externos desempeña un papel desestabilizador y catalizador, pone en movimiento las fuerzas de la cultura local y no las sustituye. Por eso, desde otro punto de vista, las influencias pueden desestimarse, del mismo modo que, cuando anotamos la fórmula abstracta de una reacción, no incluimos en ella a los catalizadores sin los cuales el proceso real no tendría lugar.
A pesar de todos los rasgos tipológicos en común de los diversos diálogos entre culturas, cada uno de ellos se desarrolla a su manera, en función de las condiciones histórico-nacionales. Eso hay que subrayarlo cuando hablamos del diálogo bizantino-ruso de la época de Kiev. Aquí encontramos rasgos tipológicos comunes con otros casos de diálogos interculturales y características singulares que tiñen precisamente esa colisión histórica.
En el intervalo histórico que va del siglo X al XX, la cultura rusa vivió en dos ocasiones la situación que nos interesa, y la comparación tipológica de ambos casos nos permite sacar conclusiones no carentes de sentido. Se trata del diálogo ruso-bizantino iniciado por el bautismo de la Rus’ y el diálogo Rusia-Occidente iniciado por Pedro el Grande.
En los dos casos, la situación inicial se caracterizó por un apasionado interés hacia otro mundo cultural, cuyos tesoros culturales acumulados parecían la luz proveniente de un radiante centro. Conforme a ello, la propia posición era vista como el reino de la oscuridad y, a la vez, el comienzo del camino. Es elocuente que la palabra «ilustrado» se aplicara por igual a los santos que llevaban la luz de la verdadera fe a las tierras paganas («ilustrado de toda Rus’, que con el bautismo nos has ilustrado a todos nosotros», le dijo Hilarión de Kiev a Vladímir) y a los servidores de la Razón en el siglo XVIII. Feofán Prokopóvich, en la tragicomedia Vladímir, asemejó inequívocamente a Pedro el Grande con el «ilustrado» isoapóstol de la Rus’. Además, ese paralelo fue puesto en boca del apóstol Andréi, cuyo nombre ligaba la Rus’ de Kiev a la Rusia de Petersburgo.[5]
El hecho de que las reformas de Pedro eran concebidas, en el círculo de sus partidarios, como un segundo bautismo de Rus’, y el propio Pedro, como un nuevo Vladímir, lo demuestra una significativa coincidencia: en la tragicomedia Vladímir, Feofán Prokopóvich pone en boca de un hierofante pagano unas palabras que defienden el statu quo de cualquier cambio:
No hace falta cambio alguno allí
Donde no hay mal. ¿Qué vicio hay
En nuestras reglas?
En 1721, en «Discurso de inauguración del Santo Sínodo Gubernamental en presencia del emperador su majestad Pedro Primero», repite el mismo pensamiento, pero ahora no lo atribuye a quienes se oponen al bautismo de Rus’, sino a los enemigos del acercamiento con Occidente: «¡Pero hablemos de nuestros nefastos tiempos! Son muchos los que con funesta calma no se avergüenzan de refutar las enseñanzas, la prédica y los preceptos cristianos, es decir, la única luz de nuestros caminos. ¿Para qué queremos maestros? ¿Para qué predicadores? […] Aquí, gracias a Dios, todo está bien, y no necesitamos curadores, sino pacientes […] Porque, ¿qué pasa con nuestro mundo y nuestra sensatez? Hemos llegado a que cada cual, del modo más arbitrario, se crea más honesto que un santo. Nuestra razón se ha vuelto loca».[6] El paralelismo entre las formas del diálogo intercultural es más notable por cuanto, en un caso, se trata de crear el edificio de la cultura sobre una base confesional, mientras que, en el otro, se trata de su apostasía, de la destrucción de la base confesional y la creación de una cultura íntegramente laica.
El proceso histórico real se forma a partir de muchos factores y se despliega en varios niveles estructurales. Las formas tipológicas de acercamientos y diálogos entre culturas constituyen tan solo uno de ellos. Las leyes del desarrollo social, los entrelazamientos de intereses políticos y diplomáticos, las guerras, los movimientos religiosos, al participar en un mismo proceso junto con todos los otros factores —incluso las características individuales de los participantes de los acontecimientos— y al entrecruzarse de manera antojadiza, libran al movimiento histórico del inerte automatismo y le confieren un carácter imprevisible. Por eso los modelos tipológicos se repiten sin repetirse nunca; es decir, se repiten solo a determinado nivel de abstracción.
Los contactos más estrechos en las esferas militar, política y otras no conducen a una influencia cultural si no hay una situación dialógica. Por ejemplo, Rus’ sufrió la influencia de los usos diplomáticos tártaro-mongoles, o en la historia de Polonia hubo períodos de auténtica moda por las armas y las vestimentas turcas; sin embargo, en ninguno de los dos casos se produjo una situación de diálogo cultural (más allá de la cercanía o lejanía de los vínculos reales). Por otro lado, no hay que suponer que la situación de diálogo implique relaciones amistosas entre los pueblos, una verdadera afinidad. Más bien, lo que sucede (y este extraño hecho merece nuestra atención) es algo diametralmente opuesto. Ya desde la historia cultural de Roma puede observarse que el flujo unilateral de los textos, gustos, hábitos culturales y maestros griegos hacia Roma iba acompañado por una creciente antipatía hacia los griegos, por una valoración sumamente baja de ellos en el sistema de la cultura romana. Esa situación en la que, en la comunicación real, el transmisor es un esclavo o liberto, mientras que el receptor es heredero de un influyente pueblo antiguo, es profundamente simbólica.
En este sentido, el siguiente esquema es invariable: la parte transmisora ocupa una posición dominante en el diálogo por su derecho de heredera de cierta valiosa experiencia cultural que ha acumulado a lo largo de la historia o recibido, a su vez, de otros interlocutores en contactos precedentes. Entonces la situación dialógica puede potencialmente recibir una doble interpretación. Desde el punto de vista del transmisor, este traslada su riqueza y no hace ninguna diferencia entre la autoridad de los textos que transmite y su propia autoridad en las situaciones históricas, políticas y cotidianas reales. Desde el punto de vista del receptor, el transmisor puede ser visto como guardián transitorio —y a menudo indigno— de los valores espirituales que detenta. En este caso, la alta valoración de los textos recibidos no solo no contradice, sino que implica una baja valoración de aquellos de quienes son recibidos. El propio hecho de la recepción es considerado un proceso por el cual las ideas del transmisor adquieren su lugar digno y verdadero.
Esto es la «rebelión de la periferia contra el centro» de un área cultural (semiosfera).[7] Un ejemplo evidente de ello es el esquema de la circulación de las ideas de la Ilustración en el espacio Francia – periferia europea (Italia, Alemania, Polonia, Rusia, etc.). Examinemos, en aras de la brevedad, el aspecto ruso. Las ideas de la Ilustración primero fueron tomadas precisamente como ideas francesas expresadas en idioma francés por los enciclopedistas y filósofos en las páginas de libros franceses. Al mismo tiempo, ella sería «la langue de l’Europe», la lengua de la instrucción europea, como diría Pushkin en una carta de 1831 a Chaadáiev.[8] Todo aquel que quisiera «ponerse a la altura del siglo en lo que hace a ilustración» debía leer las obras de los ilustrados franceses en el original, beber directamente de la fuente. Cuando el discreto joven Vinski fue enviado a Ufá y tuvo que impartir lecciones allí, su alumna, la quinceañera Natalia Levashova, «dos años después comprendía tan bien el francés que traducía sin diccionario a autores dificilísimos tales como Helvétius, Mercier, Rousseau y Mably».[9] Es de notar que todos esos autores se conseguían en las lejanas estepas de Oremburgo (el propio Vinski se enfrascó en la lectura de Voltaire, en quien encontró «audaces verdades») y que a nadie le parecía raro semejante corpus de lectura.
Sin embargo, muy pronto las nuevas ideas dejan de ser «ajenas» y se convierten en «propias», se nacionalizan e inspiran textos rusos de corte ilustrado. Más aún, las ideas de la Ilustración comienzan a tomarse como verdades eternas, naturales y válidas para todos los humanos, y empiezan a buscarles las raíces en la cultura nacional. Si primero prevalecía el anhelo de «quemar todo lo que he venerado y venerar todo lo que he quemado», ahora la verdad no se encuentra en lo «nuevo» y «ajeno», sino en lo «eterno» y «propio». Al «hombre de la naturaleza» se lo trata de buscar en el campesino ruso; lo asocian con el ideal de armonía de la Antigüedad, la encarnación de las nobles posibilidades de la naturaleza del hombre. A la vez, la cultura francesa adopta la forma de la depravada civilización de los marqueses, está plagada de vicios y sumamente alejada de la Naturaleza. Conforme a ello, las distintas literaturas europeas van a contraponer, al petimetre parisino, la salud espiritual del pastor suizo, de la joven campesina Luise (Voss), al muchacho alemán lleno de pureza y energía (Schiller), a la campesina rusa Aniuta (Radíshev). Las ideas ilustradas (sobre todo en su variante rousseauniana) se convierten en la idealización de la tradición patriarcal local y en una ola de ánimos antifranceses.
El momento en el que aquel que recibía el flujo de textos cambia de repente su sentido y se transforma en su activo transmisor va acompañado de un arrebato de autoconciencia nacional y una creciente hostilidad hacia quien hasta entonces mantenía la posición dominante en el diálogo. En situaciones históricas concretas, esto puede explicarse por las pretensiones políticas o incluso militares que tiene el segundo de ocupar el papel rector fuera de la esfera de la cultura. Sin embargo, eso no es indispensable. Los griegos, sometidos por los romanos, no amenazaban el poder militar y la independencia de Roma; los italianos, que, hacia el fin del Renacimiento, despertaban la envidia general de los europeos (sobre todo de los alemanes), a menudo se convertían en víctimas de la agresión desde un norte al que nunca habían amenazado; los ánimos antifranceses en la literatura rusa aparecieron mucho antes de la Revolución francesa y más aún de las guerras napoleónicas. Estaban motivados no por la amenaza, sino por la influencia francesa. Cuando los batallones franceses empezaron a marchar por los campos de Europa, la divulgación de ideas antifrancesas ya contaba con una sólida tradición.
Observamos procesos análogos también en el diálogo ruso-bizantino, que se prolongó durante siglos. El cristianismo adoptado de Bizancio se convirtió en la base para un flujo extraordinariamente intenso de textos que, en sentido literal, inundó la Rus’. Es cierto que, en este caso, el cuadro se complejizó un poco por el hecho de que las culturas eslavas del sur fecundadas por Bizancio ya se encontraban en un estadio de activa creación de textos propios. De modo que la Rus’ recibió, por así decir, un doble flujo. Sin embargo, el centro cultural y confesional del área seguía siendo, sin duda alguna, Bizancio. Tanto más interesante es el anhelo, ya reconocible en el siglo XI, de separar el cristianismo de los «griegos», de presentarlo como directamente heredado del apóstol Andréi o como resultado de la victoria militar sobre los griegos. Es característica la afirmación de que el alfabeto ruso, así como la fe rusa, tenía el carácter de revelación divina y era independiente de los modelos griegos. «Que todas las gentes y pueblos sepan que los rusos no tomaron su santa fe, así como su alfabeto, de ninguna otra fuente que Dios Todopoderoso, el Hijo y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo fue quien inspiró a Vladímir a adoptar la fe, mientras que el bautismo, al igual que todos los rituales eclesiásticos, vienen de los griegos. Y el alfabeto ruso fue revelado por Dios en Quersoseno a un habitante de la Rus’; Constantino el Filósofo lo aprendió de este y luego compuso y escribió libros en lengua rusa. […] El hombre que enseñó a Constantino era un piadoso que cultivaba en soledad, con ayuno y virtud, la pureza de la fe, y era el único del pueblo ruso que había sido bautizado, no se sabe cómo ni por quién».[10] Los episodios de la consagración de los metropolitas Hilarión y Mitiái, que tenían motivaciones políticas concretas, ponían claramente de manifiesto, a la vez, la desconfianza en la «astucia» de los griegos.
Los paralelos tipológicos nos demuestran que la intensa asimilación de textos ajenos va seguida, en la siguiente vuelta de espiral, por un poderoso flujo de los textos propios al espacio cultural circundante. Así, el siglo XVIII ruso se convirtió en el fundamento inevitable de la siguiente etapa: la época de la novela rusa del siglo XIX, que dio inicio al ciclo de la influencia cultural de Rusia sobre Occidente. El diálogo ruso-bizantino no describió esa vuelta. Eso fue resultado de una doble perturbación del desarrollo «normal» de fuerzas en el área cultural. Hacia el siglo XII, la cultura de Kiev, por lo visto, ya había madurado lo suficiente para convertirse en activa transmisora de textos en el espacio cultural romano. El cantar de las huestes de Ígor es una prueba convincente de ello. Sin embargo, la invasión de los tártaro-mongoles cercenó esa posibilidad. Una situación análoga comenzó a formarse en los siglos XIV-XV, pero en esa ocasión la toma de Constantinopla por los turcos acabó con toda la estructura del espacio cultural. Por su parte, la concepción «Moscú tercera Roma» determinó el radical carácter monológico de la orientación cultural. La energía acumulada como resultado del diálogo ruso-bizantino, asumiendo formas complejas, pasó en el futuro a ser parte de la explosión cultural del siglo XVIII.
El ejemplo de la cultura japonesa muestra que un estado de profundo aislamiento puede verse sustituido por una frenética situación dialógica que confiere al estadio culminante casi una actividad volcánica en lo que se refiere a la creación de nuevos textos y su difusión por la semiosfera circundante. Sin embargo, en la historia de la cultura mundial son tipológicamente posibles, y se han dado en la realidad, culturas nacionales que tienden a borrar sus límites y, en consecuencia, a un discurrir relativamente calmo de todo el proceso. Aquí la situación dialógica puede abarcar no todo el grueso de la cultura, sino solo una capa; también es posible que diversos (varios) diálogos se produzcan al mismo tiempo con diferente orientación cultural y estadios de desarrollo desincronizados.
La cultura rusa, evidentemente, se caracteriza por una alternancia de períodos de autoaislamiento durante los cuales se crea una estructura equilibrada con un elevado nivel de entropía. Estos períodos son sustituidos por épocas de impetuoso desarrollo cultural, por el aumento de la informatividad (impredecibilidad) del movimiento histórico. Subjetivamente, los períodos de estructuras equilibradas son vividos como épocas de grandeza («Moscú tercera Roma») y en las descripciones de la cultura propia se tiende a otorgarles un lugar central en el universo cultural. Las épocas desequilibradas y dinámicas tienden a recibir valoraciones bajas, son colocadas en el espacio de la periferia semiótica y cultural y caracterizadas por el acelerado seguimiento y adelantamiento del centro cultural, que atrae al mismo tiempo que puede ser potencialmente hostil.
Como vemos, la situación del diálogo ruso-bizantino en el siglo XI se repite desde el punto de vista tipológico. Un paralelo característico: en Rus’ gozaban de popularidad las palabras del monje Cernorizec Hrabar, que fundamentaba la mayor santidad del idioma eslavo sobre el griego apelando a que el griego había sido creado por paganos, mientras que el eslavo era una creación de los santos apóstoles; a principios del siglo XIX, Shishkov, basándose en la contraposición ilustrada (ya rousseauniana) entre Naturaleza e Historia, entre lo natural y lo artificial, afirmaba la superioridad del idioma ruso sobre el francés, puesto que el ruso era «natural» y «originario», mientras que el francés era artificial, formado a partir de la «degeneración» del latín. En ambos casos, cierto principio ideológico (la santidad en un caso, la proximidad a la naturaleza en el otro) es abstraído de su verdadera fuente y contrapuesto a ella. Además, es característico que, a pesar de las profundas diferencias en las situaciones «Rus’ — Bizancio» y «Rusia — Francia», en ambos casos el idioma eslavo eclesiástico es equiparado al ruso, mientras que el griego y el francés ocupan la función correspondiente.
Con ciertas reservas, podríamos señalar un tercer período análogo que, a decir verdad, tiene un carácter menos abarcador y transcurrió en plazos históricos acelerados. Cuando Briúsov, en 1894-1895, se disponía a editar las antologías Simbolistas rusos, aquello sonaba como un nuevo descubrimiento de Europa. La ruptura consciente con la tradición de la cultura rusa y el marcado «europeísmo» abrieron las puertas a una nueva ola de textos procedentes de otras culturas. Sin embargo, bastó que el movimiento alcanzara su culminación para que comenzara el conocido proceso de restauración de los vínculos rotos y de «búsqueda de las raíces» que llevó, como era esperable, a «En el campo Kulikovo» de Blok, a «Los escitas» y el «escitismo», al euroasiatismo, al antieuropeísmo de Maiakovski (con la típica representación de que precisamente Rusia es la verdadera patria de las ideas europeas, mientras que Europa las deformó) y a las palabras tomadas del eslavo eclesiástico de Jlébnikov. Esto último —el constante y ondulatorio renacimiento del elemento eslavo eclesiástico del idioma ruso— es singularmente demostrativo. Prueba que los más antiguos diálogos entre culturas tienen especial importancia, pues parecen convertirse en modelos de todos los ulteriores contactos de esa índole.
De lo dicho se desprende con evidencia, en primer lugar, que las más bruscas irrupciones de textos externos desempeñan básicamente el papel de catalizadores: no modifican la dinámica interna de desarrollo de la cultura, sino que sacan del estado de somnoliento equilibrio (es decir, entropía) sus potencias internas, que sin dicha irrupción pueden o bien permanecer en un estado de equilibrio mutuamente inhibidor o bien desarrollarse con extrema lentitud. En segundo lugar, no se puede dejar de notar que la energía del flujo de los textos que llegan de fuera es muy inferior a la energía del contraflujo. Lo que la cultura de Florencia había asimilado en el período prerrenacentista no se puede comparar ni cualitativa ni cuantitativamente con lo que ella irradió en la época del Renacimiento, si bien había asimilado la energía cultural de regiones enteras y, como transmisora, era una ciudad territorialmente pequeña. Lo mismo puede decirse del flujo de textos que asimiló la cultura rusa en el siglo XVIII y de su energía de irradiación en el siglo XIX. También se puede observar, si nos dirigimos al tercer ejemplo mencionado, que precisamente en el momento en que la cultura rusa empezó a contraponerse con toda claridad a Occidente adquirió interés a los ojos de este.
El proceso de aumento de energía al pasar de la recepción a la difusión demuestra que la repetibilidad en la historia no es un pedaleo en el aire, sino que refleja el carácter sinusoidal, ondulatorio y fluctuante del movimiento hacia delante. Por último, cabe señalar que hemos esquematizado a conciencia el proceso, examinando solo los diálogos globales entre culturas, mientras que, en la realidad, actúan también contactos análogos particulares en diferentes esferas culturales, lo que da una excepcional complejidad al cuadro general.
A la luz de lo dicho, el diálogo ruso-bizantino (y ruso-balcánico), que se sitúa en los orígenes de la cultura rusa, deja de ser un episodio fundamental para el estudio de épocas pretéritas y pasa a engrosar la lista de factores estructurales de larga duración de la historia de la cultura rusa.
Notas
Artículo Publicado por primera vez en Византия и Русь (памяти Веры Дмитриевны Лихачевой. 1937-1981 гг.) / Сост. Т. Б. Князевская. М.: Наука, 1989..– С. 227–235. La presente traducción toma como fuente Лотман Ю. М., История и типология русской культуры, Санкт-Петербург, Искусство—СПБ, 2002, pp. 47-55.
[1] Гегель Г. -В. -Ф., Философия история // Гегель Г. -В. -Ф., Соч. в 14 томах, М., Л., 1935, т. 8, с. 69-70 [Hegel G. W. F., Filosofía de la historia, en Hegel G. W. F., Obras en 14 tomos, Moscú, Leningrado, 1935, tomo 8, pp. 69-70. Hemos tomado la traducción castellana de José Gaos].
[2] Ibid., pág. 75.
[3] Cf. Newson J., «Dialogue and development», en Action, gesture and symbol emergence of language, Ed. A. Lock London, New York, San Francisco, 1978.
[4] El recurso directo a la Antigüedad no era sino un reflejo de la tradición de los humanistas italianos, pero subjetivamente era vivido como una resistencia al «italianismo».
[5] Cf. Лотман Ю. М., Успенский Б. А., Отзвуки концепции “Москва – третий Рим” в идеологии Петра Первого: (К проблеме средневековой традиции в культуре барокко) // История и типология русской культуры, Искусство-СПБ, Санкт-Петербург, 2002, с. 349-361 [Lotman Iu. M, Uspenski B. A., «Resonancias de la concepción “Moscú tercera Roma” en la ideología de Pedro el Grande: (El problema de la tradición medieval en la cultura del barroco», en Historia y tipología de la cultura rusa, Iskusstvo-SPB, San Petersburgo, 2002, pp. 349-361; Лотман Ю. М., Успенский Б. А., Роль дуальных моделей в динамике русской культуры (до конца XVIII века) // Учен. зап. Тарт. гос. ун-та, вып. 414, 1977) (Труды по русской и славянской филологии, т. 28) [Lotman Iu. M., Uspenski B. A., «El papel de los modelos duales en la dinámica de la cultura rusa (hasta fines del siglo XVIII)», en Materiales científicos del Instituto Estatal de Tartu, nº 414, 1977 (Trabajos sobre Filología Rusa y Eslava, tomo 28)]; Виленбахов Г. В., Основание Петербурга и императорская эмблематика // Там же, вып. 664, 1984, с. 48-53. (Труды по знаковым системам. Т. 18. Семиотика города и городской культуры) [Vilenbajov G. V., «La fundación de Petersburgo y los emblemas imperiales», en ibid., nº 664, 1984, pp. 48-53 (Trabajos sobre los Sistemas Sígnicos, tomo 18, Semiótica de la ciudad y de la cultura urbana).
[6] Прокопович Ф., Соч., М., Л., 1961, с. 178; Слова и речи, СПб, 1765, т. 2, с. 66-67 [Prokopóvich F., Obras, Moscú, Leningrado, 1961, pág. 178; Palabras y discursos, San Petersburgo, 1765, tomo 2, pp. 66-67].
[7] Cf. Лотман Ю. М., О семиосфере // Учен. зап. Тарт. гос. ун-та, вып. 641, 1984 (Труды по знаковым системам, т. 17, Структура диалога как принцип работы семиотического механизма [Lotman Iu. M., «Sobre la semiosfera», en Materiales científicos del Instituto Estatal de Tartu, nº 614, 1984 (Trabajos sobre los Sistemas Sígnicos, tomo 17, La estructura del diálogo como principio de funcionamiento del mecanismo semiótico)].
[8] Пушкин А. С., Полн. собр. соч. в 16 томах, М., Л., 1941, т. 14, с. 187 [Pushkin A. S., Obras completas en 16 tomos, Moscú, Leningrado, 1941, tomo 14, pág. 187].
[9] Винский Г. С., Записки: Мое время, СПб, б. г., с. 139 [Vinski G. S., Memorias: Mi tiempo, San Petersburgo, sin año, pág. 139].
[10] Бодянский О., Кирилл и Мефодий. Собрание памятников до деятельности святых первоучителей и просветителей славянских племен относящихся // Чтения в имп. Обществе истории и древностей российских при Моск. ун-те., М., 1863, кн. 2, с. 31 [Bodianski O., «Cirilo y Metodio. Colección de documentos anteriores a la misión de los santos fundadores y educadores de los pueblos eslavos», en Lecturas en la Sociedad Imperial de Historia y Antigüedad Rusa de la Universidad de Moscú, 1863, libro 2, pág. 31].