El nihilista (novela inconclusa)

Sofía Kovalévskaia

Introducción y traducción: Virginia Katzen

Sobre la novela

Sofia Kovaliévskaia (1850-1891) fue una matemática reconocida mundialmente como la primera mujer que se doctoró en Alemania y la segunda en Europa. Su principal contribución académica consistió en el teorema de Cauchy-Kovaliévskaia, aún vigente en la actualidad. Como escritora es menos conocida; sin embargo, su obra Una nihilista (Нигилистка) goza de gran popularidad. Al mismo terreno ideológico revolucionario (terreno que cultivó toda su vida) pertenece la novela inconclusa que presentamos en esta ocasión, El nihilista (Нигилист), traducida por primera vez al castellano.

Kovaliévskaia comenzó a escribir El nihilista por lo menos un año antes de su muerte, ocurrida el 10 de febrero de 1891, circunstancia que impidió la finalización de la obra. El título Нигилист, que no figuraba en los manuscritos, surge de los testimonios de la escritora feminista sueca Ellen Key, quien acompañó a la autora los últimos días de su vida, presentes en Leffler: Sofia Kovaliévskaia. Lo que viví junto a ella y lo que me contó de sí misma.[1]

El argumento de El nihilista se centra en algunos avatares novelados de la vida de Nikolái Chernishevski, famoso revolucionario y filósofo socialista admirado por la autora. Su identidad, mascarada detrás del nombre protagónico Mijaíl Chernov, es conocida por las declaraciones de Ellen Kay ya mencionadas y por la carta de Kovaliévskaia a M. V. Mendelson del 7 de octubre de 1890 (en Kochina, 1974: 522). Según las palabras de Key, el último capítulo de la novela iba a consistir en las escenas de una fiesta en honor a Chernishevski por su novela ¿Qué hacer? (Что делать?) y en su posterior arresto al regresar al hogar. Para nuestra traducción hemos usado la primera edición completa de la obra en ruso, editada por P. Ia. Kochina para la casa editorial moscovita Наука (1974).

Para esta traducción se ha utilizado la edición de P. IA. Kochina С. В. Ковалевская. Воспоминания. Повести. (1974, Москва: Исдательство Наука). Asimismo, se han traducido algunas notas de dicha edición que creímos necesarias para la comprensión del texto, señalando la fuente en esos casos.

El nihilista

“Cinco libras de la mejor uva, cincuenta manzanas reineta, tres docenas de peras de agua, tímalo marinado, un pedazo de queso chéster de tres libras, seis botellas de madeira, cinco botellas… Me parece que es todo, no me olvidé nada. ¡Sólo que, por favor, por favor para las ocho que lo hayan entregado sin falta!”  -dictaminó en el almacén con tono eficiente Eliséieva, una joven y elegante señorita de tapado de terciopelo revestido con piel de castor, al igual que la gorra que cubría sus vaporosos cabellos castaños, al joven dependiente que anotaba con deferencia sus exigencias en el libro de contabilidad-. “¿Y no desea caviar fresco, señora? Sería muy oportuno. Lo recibimos directo de Astrakán hoy temprano, y a buen precio. ¡Por su generosidad se lo llevaría a cuatro rublos la libra!”  -ofreció, obsequioso, el dependiente.

La señorita ordenó incluir también el caviar; llevó además mermelada, áspic de perdiz y pastel de Estrasburgo que especialmente le recomendó el dependiente. Compró todo lo que ni siquiera le ofrecieron, sin regatear, gozando al parecer con el mismo proceso de elegir y con la atención servicial de los almaceneros. Tenía el aspecto feliz de una niña a quien por primera vez le ha tocado tener a su completa disposición un monedero lleno para comprar lo que se le ocurriera en la tienda más cara, sin fijarse en los precios. Evidentemente, ella causó algo de impresión en el almacén. Los dependientes desocupados abandonaron sus lugares para servirla. Otros clientes la miraban de reojo. Después de recoger todo tipo de productos y de repetir su orden otra vez sin necesidad, que a las ocho, sin falta, sin falta hayan entregado la mercadería en su casa, la joven mujer salió de la tienda y, acompañada por las reverencias y sonrisas obsequiosas de los almaceneros, se fue caminando a lo largo de la avenida Nevski Caminaba animosa, con paso ondulante, como si elevara hacia arriba toda su pequeña y flexible figura y luego pisoteara con fuerza la nieve apisonada de la calle con los altos tacos de sus minúsculas botitas de piel.

Un joven y afectado oficial, que pasaba junto a ella, se colocó el monóculo y, exponiendo su rostro afeitado, susurró a media voz “Charmante!”. “¡Señorita, señorita! ¡Pida un coche!” -le gritaron desde la larga fila de cocheros junto a la vereda. La joven mujer pasó sin mirar; apenas una sonrisa autosuficiente se deslizó por sus labios. No importa lo que digan, pero cuando usted tiene veintisiete años, con seis de casada y dos niños retozando por la casa, es agradable parecer aún tan joven que todos la toman como una muchacha. María Pavlovna Répina, Marusa, como la llaman todos, efectivamente tiene el aspecto completo de una jovencita. Su complexión es menuda, ágil, como de acero, con el busto elevado. Su carita morena suavemente tostada está cubierta por un sedoso vello parecido al de un durazno maduro. Su boca es pequeña, encarnada, con una bella, imperiosa curvatura en el labio superior. Este labio se alza graciosamente hacia arriba cada vez que Marusa se ríe y deja a la vista la hilera de dientecitos derechos blanco-azules. Del lado izquierdo, sobre el labio, un lunar negro; y este lunar tal vez sea lo que la hace tan encantadora. No solo sobre el labio posee Marusa un lunar; tiene otro, no menos encantador, pero de su existencia sabe solamente su esposo, ya que ella no sale a bailar ni se descota.

Es difícil decir de qué color son los ojos de Marusa: parecen oscuros, pero esto se debe a sus largas y negras pestañas; de hecho, resultan azules, gris oscuro o marrones; a veces en ellos de pronto salta una infinidad de puntos dorados y entonces parece un perfecto diablillo. Todo lo que se puede decir con seguridad de los ojos de Marusa es que son auténticos ojos de Rusia Menor;[2] también Marusa entera es una perfecta ucraniana. Existen en Rusia Menor, como es sabido, dos tipos de bellezas: unas altas, pálidas, de ojos lánguidos y un temperamento apasionado oculto a la vista, beldades ante quienes se desea hincarse de rodillas. No es a este tipo que pertenece Marusa sino al otro, como se dice, más corriente. Toda su pequeña e inquieta figura parece alimentada por los cálidos rayos del sol poltavo; de su ligero cuerpo juvenil sopla el olor de la hierba esteparia; en su sangre parece que se batiera el champán, que golpea y burbujea y esparce chispas doradas en sus maravillosos ojos. Si ustedes se encontraran con Marusa en los campos de la provincia de Kiev o de Poltava, es posible que no le prestaran atención; allí seguramente se encuentren con decenas de mujeres semejantes; allí ella pertenece, como se dice, al tipo común. Acá, sin embargo, en las frías calles de Petersburgo, entre las anémicas rubias alemanas y finlandesas, no es extraño que los transeúntes le echen una mirada. Aparte, sin duda hoy Marusa está en beauté.[3] Su rostro pertenece exactamente al tipo de aquellos que se desfiguran terriblemente con el llanto y la tristeza y que embellecen asombrosamente con la alegría y la vivacidad, al estilo de los paisajes meridionales, que no soportan ni un nimbo ni una penumbra y que hay que apreciar solamente con un cielo despejado. Sin embargo, en el cielo de Marusa no se ve hoy ni una sola nube. Le alegra caminar por Nevski este maravilloso día invernal, entre la elegante multitud festiva, sentirse la más joven y hermosa y elegante y notar que a todos agrada y que la observan. Le alegra mirar esas hermosas tiendas elegantes y pensar que todas aquellas chucherías resplandecientes están expuestas especialmente para ella, que en el bolsillo tiene mucho dinero y que, si necesitara más, Misha se lo daría. ¡Ahora ella no necesita privarse de nada, puede permitirse todos los caprichos! ¡Y esto era tan de otra manera hasta hace poco! Cuando apenas había llegado a Petersburgo, hace algunos meses atrás, todo era diferente. ¡Pensar solamente cómo en primavera se deshizo en llanto, en verdad lloró al ver que la polilla le había carcomido la mantilla, y no poco! Había por qué lamentarse: en ese momento esto significó para ella una gran infelicidad. Recuerda que el hecho la conminó al aburrimiento durante todo el verano, puesto que, comprensiblemente, había sido mejor quedarse en su cuarto todo el tiempo que mostrarse en el parque Pavlovski con la matilla remendada. ¡Cómo miraba con envidia, en ese tiempo, aquellas exhibiciones de ropa, cuánto reflexionaba y le daba vueltas al asunto de cómo recortar lo necesario de los gastos hogareños! ¡Dios santo!, se acuerda de todo eso con simpleza y humor y enojo. ¡Qué tiempo de perros! ¡Ay! ¡Cuánto mejor era todo ahora!

Y el recuerdo de las estrecheces vividas compelió a Marusa a elevar su cabeza más desafiante y a ponerse a caminar con más vigor por Nevski. En verdad, cuando lo piensas, su vida no se parece precisamente a un cuento de hadas.

Nació en una pequeña ciudad de Poltava. No recuerda a su padre; su madre era una sencilla pequeño burguesa. En verdad, Marusa no tuvo una niñez desdichada: su madre no la maltrataba, la consentía a su modo, apenas en lo que podía consentirla. Eran muy pobres. No vestía a su hija como se debía ni podía su madre hacerla feliz. Creció Marusa y fue peor: todos hablaban de ella, que era hermosa, que los jóvenes le echaban el ojo pero nadie la pedía por esposa. Los casaderos buscaban alguna con mejor dote y más joven; sólo algunos viejos y un perfecto canalla pidieron su mano.  ¡Qué gentuza de la peor! La pidió, por ejemplo, el viejo mercader Marmeládov, se dejó tentar por la belleza de la muchacha después de haber llevado dos esposas a la tumba. También la pidió un funcionario borrachín. ¡Así eran sus pretendientes! Amenazó a su madre con que era mejor tirarse a un pozo antes que casarse con esos bichos. Con amargura y enfado se detenía a veces a pensar y comparar: a ésta, y a esa otra de sus amigas, y a la fea y tonta de Masha la casaron, pero ella misma, bella e inteligente, se quedaba para vestir santos. Además, ya había pasado de los veinte y esto, como se sabe, para las costumbres de los comerciantes es una edad considerable en extremo. Después de los veinte se te califica de vieja. Cuando Marusa se quedaba a solas consigo misma, no derramó pocas lágrimas por su propia, amarga suerte; sin embargo, era demasiado orgullosa como para mostrar su decepción a los extraños. Sucedió que otra de sus amigas casaderas tenía partido el corazón, pero Marusa no demostraba su pena sino que, por el contrario, cantaba más fuerte que las demás y elogiaba más que todas la vida libre de las doncellas. Y cada año se volvía más desenvuelta en su aspecto, más fluida en su discurso, más ingeniosa para variadas y alegres ocurrencias. Comenzó a tratar a la gente joven con arrogancia. Destrozaba a quien se le aproximaba, tanto que los jóvenes comenzaron a temerle. Las amigas no sabían si tenerle lástima o si burlarse porque nadie se quería casar con ella y la criticaban: “Nuestra Masha ama tanto su libertad que no se va a casar con nadie.” Y se hizo esa fama. Por aquella época llegó a la ciudad un joven, el hijo del sosegado padrecito de la catedral. De él decían que era un excéntrico declarado. Luego de terminar los cursos del seminario no había querido consagrarse sacerdote, aunque el obispo le había prometido un buen puesto. El joven ingresó a la universidad. Por un buen tiempo, en la ciudad nadie supo nada de él, porque estaba enemistado con su padre. Éste falleció y el hijo regresó a cobrar la herencia que había dejado. El primer tiempo se instaló en casa de una burguesa, alquilando una pequeña buhardilla que ella tenía en su jardín. En una ciudad provinciana, todo rostro forastero llama la atención. Además, al santo padrecito todos lo tenían en gran estima, y por eso estaban preparados para acoger a su hijo con afecto. Esperaban que le hiciera cumplidos a los viejos conocidos de su padre y pasara a visitarlos. Pero no hubo caso, en ningún lado asomó la nariz. Por eso quedaron con su curiosidad insatisfecha. Las muchachas se encontraban a la tardecita en un gran grupo y, tomándose del brazo, como por descuido, pasaban cinco o seis veces por la calle junto a su buhardilla. Todas las veces, al pasar por su ventana, comenzaban a conversar en voz alta entre ellas y a reír; hasta hacían distintas bromas directamente a su costa. Y él, nada, no se daba por aludido; no se acercaba a la ventana ni contestaba las bromas. Quedaba preguntar por él a la burguesa a quien le había alquilado. Así, ella dijo que el señor era bondadoso y amable, pero todo el santo día se la pasaba con los libros y no solo se turbaba en presencia de las señoritas decorosas de la ciudad, sino que ni a la mucama le dirigía una simple palabra demás: “No parece en absoluto un joven señor, sino que, disculpe el patrón, vive como un monje asceta”. Finalmente, las muchachas de la ciudad se enojaron con el recién venido. Lo llamaron salvaje y oso, e imaginaron que era de aspecto monstruoso con ojos de loco. “Ay, queridita, cómo me asusté hoy! Me encontré con el oso en la calle. Incluso me zafé de su garra, ¡qué repulsivo!” Así se persuadían las jóvenes mutuamente. Llegaron las Pascuas. Como se sabe, en ese momento del año los hábitos burgueses permiten a las chicas mucha más libertad que lo corriente. En las ciudades es común esta costumbre: se disfrazan por la tarde, cada una como puede, con el traje que sea; pasean en grupo por la calle sin atender a la helada, cantan canciones a todo pulmón, se visitan y se divierten como pueden. Una vez, por la tarde, empezaron a alborotar y a bromear cada vez más, sin saber ya qué inventar. Sucedió que pasaron en ese momento por la buhardilla donde vivía el maestro. Vieron que había luz en la casa y que su sombra grande y encorvada se dibujaba en la ventana. A una de ellas de pronto se le ocurrió: ”¿Qué es esto, muchachas? -dijo-, hoy en día tenemos circasianos y muchos turcos y gitanos, pero osos no. No vale estar disfrazados sin un oso. ¡Hay que invitar al oso con nosotras!”

Todas comprendieron que aludía al maestro. Rieron a carcajadas y se pusieron a provocarse unas a otras: “Podrías ir tú, Sasha, o tú, Grunia, llamarlo a que venga con nosotras”. Y todas se reían y cada una rechazaba la propuesta. Marusa, sin embargo, de pronto saltó y dijo: “Yo voy”. Y se pusieron a burlarse, que no le alcanzaba el valor, que no se atrevería a ir a la casa del maestro. Y sus burlas la provocaron más. “Ya verán -dice- que no tengo miedo; iré”. Las muchachas se acercaron en grupo a su casa; ve que en un lugar la cerca del jardín se dobló, se puede saltar con facilidad. Sin pensarlo mucho, Marusa picó y saltó la valla. Al caer en el jardín ajeno, en la oscuridad, se acobardó un poquito, pero no deseaba volver: temía que sus amigas se burlasen. No había nada que hacer; avanzó valientemente, se acercó a la casa, acercó la mano a la puerta de entrada e intentó abrirla. La puerta no tenía puesto el cerrojo; debía ser que la dueña de casa se había olvidado de cerrarla o la había dejado así para entrar más fácilmente si lo necesitaba. Marusa juntó ánimo, entró al zaguán y se dirigió directamente a la habitación del maestro. Él estaba sentado a la mesa, su cabeza inclinada por completo hacia una hoja de papel y hacía correr la pluma; con tanta aplicación escribía que no se había percatado de cómo había crujido la puerta ni tampoco había visto a Marusa. Ella se detuvo, lo miró y, de pronto, la timidez se le pasó por completo. Y le dio gracia y lástima a la vez. Su rostro era totalmente juvenil, sólo muy delgado, enfurruñado y pálido; por la forma en que inclinaba la nariz sobre el papel, evidentemente era miope, y movía los labios de manera graciosa, como continuando su escrito. Tenía un gran mechón de pelo retorcido en la frente que le caía en los ojos, aunque de esto no se daba cuenta, con tanta diligencia hacía correr la pluma. Marusa se acercó de puntillas, se detuvo detrás de él y de pronto le acercó la mano a la frente, apartó el mechón enmarañado hacia atrás y dijo, desafiante: “¿Qué es esto? ¿Cómo no le da vergüenza? Las buenas gentes tienen una fiesta hoy, se divierten, ¿y usted está sentado frente a sus libros? ¡Mejor venga con nosotras a andar en trineo!” El maestro se sobresaltó, la miró a Marusa. Ella hoy estaba vestida de gitana: por debajo del pañuelo colorado, de su cabeza surgía una trenza renegrida, en su pecho brillaban iridiscentes un collar y unas monedas de oro; en sus ojos corrían y saltaban chispas doradas. El maestro la observó en principio como desconcertado, como sin comprender nada; luego también las chispas de sus ojos comenzaron a correr y, tanto se encendió su mirada que, aunque Marusa era valiente, sus párpados bajaron involuntariamente hacia el suelo y un rubor cálido inundó sus mejillas.

-¿Así que usted vino a buscarme para sus diversiones de Pascua, entonces? -preguntó el maestro.

-Así es -dijo Marusa, mientras le temblaba la voz y los ojos se le inundaban de lágrimas; ahora estaba dispuesta a que se la tragase la tierra de la vergüenza; pero el maestro de pronto se lanzó a reír con una risa bondadosa y alegre.

-Bueno, le agradezco  -dijo-,  que se haya acordado de un huraño como yo. ¡Y es verdad, que estar trabajando un día de fiesta…! ¡Si desea tenerme en su compañía, así lo haré, con gusto!

Se levantó de la mesa de trabajo, dejó los papeles y libros a un costado y se puso en marcha. No llegó Marusa a recapacitar, que él ya se había puesto el gorro de piel y el abrigo y estaba listo para unirse con las restantes muchachas. ¡Y qué alegre se presentaba la noche! Algunos jóvenes de otras ciudades se unieron al grupo; tomaron algunos trineos y fueron a deslizarse por la ciudad. La noche estaba maravillosa, helada, con luna. Después fueron de visita a la casa de una de las jóvenes cuyos padres eran más bondadosos. Permanecieron allí hasta altas horas de la noche. Y tiraron las cartas, cantaron canciones y jugaron diferentes juegos. Y él, todo un profesor, se volvió completamente un ser humano. No le quedó señal de ciencia o seriedad. Las muchachas lo miraban y se admiraban. Se puso a contar cuentos y cosas extraordinarias, cierto cuento de terror que daba miedo, y otro cuento tan cómico que todos se desternillaron de la risa, mientras él mantenía la misma seriedad en su rostro. ¡¿De dónde había sacado él solo todo aquello esa noche?!

                Desde aquel día, Mijaíl Gravrílovich frecuentó a menudo la casa de Marusa. Cuando comienza a anochecer y las lecciones en el liceo terminan, verás al maestro llamar en el zaguán de su casa. La madre de Marusa tan pronto se encariñó con él, que simplemente se quedó sin seso y por todos los medios lo colmaba de elogios: “Éste  -decía-, no es semejante a otros. Uno puede apoyarse en él. No es un pícaro.  No denigrará a la muchacha, ni la difamará.” Y Marusa se familiarizó con el profesor: enamorarse con pasión, no se enamoró, pero le gustaba, no se aburría en su compañía. Sólo Dios sabe que en su cabeza todavía no había sospecha alguna de que en Mijaíl Gabrilovich había algo especial, que se iba a convertir en algún momento en un hombre célebre. A ella le parecía un niño bueno, sólo un poquito extravagante. Cuando en la primavera la pidió en matrimonio, ella no decidió de inmediato. Temía dilapidar toda su vida como esposa de un profesor. Sin embargo, no le quedaba elección. Y entonces se presentó otra circunstancia: se abrió un lugar para él en otro liceo en la capital de la provincia y esto fue lo que definitivamente la hizo decidirse, porque ella no soportaba su pequeña ciudad natal y quería irse de allí desesperadamente.

He aquí que se casaron y se mudaron a la otra ciudad. El primer tiempo, nada especial, estuvo bien. Misha la quería con locura, la cargaba en brazos, la besaba y mimaba a menudo. A ella otra vez le tocó ser la dueña de la casa, sin sentir sobre sí ninguna autoridad. Y después, cuando se cansó de todo esto, en el lugar nuevo se aburría más que en el anterior. Que la pobreza, que las privaciones. El salario de profesor era bajo; el departamento, miserable; la cocinera, estúpida y ladrona. Había perdido a todos los conocidos de su ciudad natal. Aunque allí envidiaba con amargura a veces a una amiga rica, se divertía con la compañía de todos. Aquí no tenía ningún grupo de amigos. Las esposas de los otros profesores eran viejas y arrogantes. Sólo pensaban en los niños y la cocina. Se aburría con ellas.

                Lo que es peor, Misha se puso otra vez a trabajar. Cuando volvía del liceo, no bromeaba ni se entretenía con su joven mujer, sino que apenas la besaba, se sentaba de inmediato al escritorio y se ponía a escribir. Marusa se enojó con él, hay que confesarlo. No se conducía con inteligencia: no comprendía la felicidad de su marido. Cuántas veces ella se encaprichaba y se enojaba porque escribía todo el tiempo y hasta lo amenazaba con despedazar sus tontos papeles. Hasta que, una vez, Misha llegó a casa radiante y le mostró a su mujer un grueso tomo de revista en el cual, en la primera página, aparecía su propio nombre. Marusa no comprendió de inmediato de qué se alegraba tanto; pero cuando Misha sacó del bolsillo un sobre sellado y le entregó dos billetes iridiscentes, entonces Marusa se persuadió de que el trabajo de su marido tenía utilidad y dejó de molestarlo. Sin embargo, ella se aburría todo el tiempo. Incluso con el aumento de estos nuevos ingresos de dinero tampoco les alcanzaba, porque los gastos iban en aumento. Llegaron los niños: con el correr de tres años nacieron Sasha y Piotka. Comenzaron los desvelos de la madre y de las niñeras. Haciendo de tripas corazón, Marusa estaba lista para decir adiós a los sueños del pasado. Evidentemente, era su destino que ahora todo funcionara así: una vida prosaica, gris, hoy como ayer, mañana como hoy, hasta que se volviera una mujer vieja y seca como las esposas de todos los otros profesores.

De pronto, una vez llegó Misha y le dijo que el editor de aquella publicación, a donde había enviado su artículo, le ofrecía un puesto en la redacción y un mejor salario, y en las ganancias de las revistas, si las hubiera, le daría una parte, y que por este puesto él dejaba el liceo y todos se irían a vivir a Petersburgo. El primer instante Masha se asustó; nunca antes había escuchado sobre ese lugar, tan inesperada fue la noticia; pero un cambio completo en su existencia le pareció deseable. Sus pensamientos al respecto no le desagradaron: cómo se sorprenderían de su partida los otros profesores del liceo y cómo quedarían boquiabiertas de admiración y comenzarían a cotillear todas sus antipáticas esposas. Por eso, ella no hizo objeciones y de inmediato aceptó la propuesta del marido. Vendieron los viejos bártulos, solamente cargaron con ellos a Sasha y a Piotka y a la vieja niñera, se subieron al ferrocarril y partieron hacia Píter. ¡Ay!, y en Petersburgo no fue dulce el primer tiempo. Como si se encontrara  en un bosque espeso, todo resultaba nuevo aquí, todo era desacostumbrado. Y tenía frío, y aquí se veía poco atractivo después de Rusia Menor, y la gente aquí toda tan fría, parca, ruin; cada uno trata de engañarte. Al comienzo, según había entendido, el sueldo que Misha iba a recibir de la revista le había parecido mucho; pero cuando vio lo caro que era Petersburgo hasta se horrorizó. Lo que antes pagaba diez kopecs, acá salía un rublo. Nadie te regalará nada, debes pagar por todo. Mucho más que antes tuvo que refrenarse y ajustar los gastos. Y aquí además Misha tenía trabajo hasta el cuello, todo el día, ocurría que salía corriendo a su detestable redacción mientras ella se quedaba sola en casa y lloraba. ¡De verdad! Marusa ahora se acuerda incluso divertida de lo tonta que era entonces. ¡Totalmente imbécil! A todo le temía, todo la asustaba. Solo que, gracias a Dios, esto no se prolongó por mucho tiempo. De a poco todo se serenó. La revista anduvo de tal manera que no podía esperar. De pronto, en Petersburgo todos comenzaron a hablar de Misha; por todos lados ella oía: “¡Ay, qué esposo inteligente tiene usted, qué hombre talentoso!” ¡Y quién lo hubiera, en verdad, pensado! De inmediato él se convirtió en una celebridad.  Cualquier cosa que escribía, todo eso se leía con avidez. Las suscripciones al periódico comenzaron a llegar de todas partes. ¡Cuánta excitación sobrevino! El dinero llegó de pronto en tanta cantidad que a Marusa le mareó la cabeza. También les trajo todo un mundo: conocidos, amigos, satisfacciones; en una palabra, todo, decididamente todo.

Se mudaron a otra vivienda, no sólo grande sino buena, limpia, cerca de la redacción. ¿Misha? ¡Él, por supuesto, era el mismo de siempre!

“¡Mi tontito, tonto!”, así le decía Marusa, y él reía igual, con la misma sonrisa, bondadosa y dulcemente, cuando miraba a su esposa y a los niños; pellizcaba igual su barba; sólo sus ojos ahora se tornaron más luminosos y felices. ¡Y trabajaba horrores! Escribía todo el día y de noche, con frecuencia, hasta el canto del gallo se inclinaba sobre su trabajo. Marusa ya no sabía ahora cuándo descansaba; para no molestarla y poder dormir, Misha ordenó colocar un diván en el escritorio. En sí mismo no gastaba casi nada, igual que antes. No tenía ni un capricho, ni exigencia ninguna; no le gustan las diversiones, ni frecuentaba el teatro, ni jugaba a las cartas; se vestía mal, como siempre, y comía lo que le servían. Así era él, al parecer, constantemente singular. ¡Pero ahora cómo se divertía Marusa! La gente frecuentaba a montones su casa, desde la mañana hasta la tarde, de tal manera que no se aburría nunca, ni un minuto. Desde el comienzo, la gente con la que se encontró la dejó terriblemente pasmada. Todos los compañeros de su esposo le parecieron unos barbudos, ásperos, sucios. Y sus palabras eran tan raras, sus conversaciones, totalmente diferentes a las que se desarrollaban en G. Ella se figuraba a los hombres cultos y letrados de una forma del todo diferente. ¡Le tocó aprender muchas cosas durante esos meses! ¡Pero qué extraño! En la otra ciudad, sucedía que a los maestros y sus esposas ella les desagradaba y no le prestaban atención, la consideraban tonta e inculta; aquí, en Petersburgo, los escritores y los oficiales y los más inteligentes se sorprendían con ella. Al comienzo, en verdad, tuvieron la idea de “desarrollarla”, le trajeron libros variados. Ella intentó dedicarse, pero no comprendía nada y le resultaban muy aburridos. Entonces la dejaron en paz y, de a poco, todos los amigos tomaron de Mijaíl Gavrílovich la costumbre de llamarla bobita. Sólo que ahora no se ofendía con el apodo. Veía que no se trataba de una ofensa; por el contrario, se lo decían como un halago. Notó, incluso, que cuanto más tonto e ingenuo era lo que decía, más les gustaba a todos, más se reían y repetían después sus palabras entre ellos, como si hubiera dicho algo muy inteligente, aunque ella no comprendía qué había dicho de particular. Sin embargo, era evidente que les daba gusto. De otras mujeres y jóvenes que iban a su casa y a la redacción, ella no se parecía a ninguna. Las otras eran muy serias, se vestían de forma sencilla, no parecían mujeres sino hombres. Hablaban y se saludan de manera masculina, conversaban de asuntos prácticos y serios, discutían, se enardecían y fumaban cigarrillos. Y lo más importante, lo que es más gracioso, todas llevaban el cabello corto. Al comienzo, a Marusa eso le pareció terriblemente ridículo y feo; pero luego se acostumbró. Incluso encontró que a veces era bonito, sobre todo diferente. A las más jóvenes y a las que tenían el cabello ondulado les quedaba muy bien. Marusa misma comenzó a pensar si le irían bien los rulos cortos y hasta le dijo a su esposo, hinchando las mejillas: “¿Sabes, Misha? Me quiero cortar la trenza, para ser distinta de las demás.”  Y Misha sólo se rió: “¡Eh!  -dijo-, bobita, aunque no lo hagas, igual te vas a distinguir de las otras. Así como eres, así debes quedarte, y mantén así tu trenza. ¡No te atrevas a cortármela!”. Y de verdad le daba lástima la trenza, era tan larga, tan sedosa; cuando la extendía era como una serpiente negra y por poco le llegaba a las rodillas. “¡Ay, Dios santo! ¡Qué es lo que deseaba!  -recordó de pronto Marusa al pasar junto al congreso y ver que el reloj ya marcaba las cinco-. Voy para casa, es tarde, allá sí que me esperan. Hoy tenemos una celebración. Salió un nuevo tomo de la revista; al atardecer se juntan todos los empleados a festejar. Tengo que apresurarme”. Y, llamando precipitadamente un taxi, ordenó que la llevasen velozmente a la callecita Ertelev, a la redacción de “El Contemporáneo”.

La redacción había sido hace poco trasladada a un nuevo lugar ya que, a causa del éxito veloz y excepcional de la revista, habían sido necesarias instalaciones más amplias. Todo aquí era nuevo: hasta el mismo edificio en el cual se habían instalado las oficinas era nuevo, recién reconstruido, inmenso, de cinco pisos, con diferentes ornamentaciones arquitectónicas traídas por un joven arquitecto de su Studierreise en París y empalmadas en Petersburgo que eran una novedad. La redacción, junto con el apartamento del redactor principal, Chernov, ocupaba todo el cuarto piso. Un poco alto, pero la escalera era preciosa, de cuesta suave, recubierta con alfombras de arriba abajo y llena de flores. Abajo había un conserje. La misma redacción tenía asignadas cinco grandes habitaciones, o más bien, salas, y el departamento de Chernov consistía en cinco cuartitos: comedor, dormitorio, el cuarto de los niños, el tocador de Marusa y el gabinete de trabajo de Mijaíl Gavrílovich. Excepto este último, las otras habitaciones eran verdaderos chiches. El tocador de Marusa estaba todo acolchado en cretona con grandes ramos de rosas. El piso, cubierto por una alfombra de Bruselas. Por todas partes, divanes dispuestos y distintos taburetes; clavados en las paredes, estantes con elegantes bibelots. Marusa se aficionó de inmediato, de inmediato comprendió cómo decorarlo de manera elegante y confortable, como si toda su vida hubiera solamente recorrido tiendas y elegido cosas hermosas. ¡Esto era verdadero talento innato! Todo aquí en su tocador nuevo centelleaba como con estrellas, en todas las cosas ya se evidenciaba una original huella personal que parecía que había vivido una vida en este tocador y que no era cierto que se habían mudado hace tres semanas. Su esposo y sus barbados compañeros le tomaban el pelo por su afición a todo lo elegante y fino. “Usted está atrasada  -le decían-. No sabe, señora, que la estética ya pasó de moda. La buena gente vive ahora de manera sencilla, a lo campesino.” Sí, todos se reían de ella y precisamente los mismos intentan colarse en su tocador. Debía pelearse mucho la pobre Marusa con los amigos barbados de su esposo por la limpieza y la privacidad de su tocador. […] a ellos entrar con las botas sucias derecho de la calle y no tirar las colillas de los cigarrillos en su elegante alfombra.

Si Marusa en el departamento tenía todo ya limpio y arreglado, en la misma redacción aún había un caos considerable. Se notaba que habían llegado aquí hacía poco y que la instalación estaba de nuevo en refacciones. Los estantes blancos, sin pintar, destinados a los manuscritos y periódicos, que se extendían a lo largo de todas las paredes de la sala, aún esparcían un aroma a pino fresco. El empapelado de las habitaciones era nuevo. Los picaportes de las puertas aún […]. En una palabra, todo aún poseía el carácter de nuevo e inhabitado, pero a esta novedad había alcanzado a mezclarse una considerable porción del antiguo desorden y la antigua suciedad. Por todos los rincones había un gran hacinamiento de pilas de viejos manuscritos y tomos aún no desarmados […] Bastante de estos mismos libros como para dar a toda la instalación un aspecto de suciedad y desorden. Pero se veía por ello que no se preocupaban aquí especialmente de la limpieza y el aseo. Por doquier, en el piso de parquet, sobre las mesas y entre los papeles había esparcidas colillas de cigarrillos. Aunque las salas estaban empapeladas desde hacía unos pocos meses, en algunos lugares el papel tapiz se encontraba ya arrancado o salpicado de tinta. Las gotas de tinta ni siquiera perdonaban el paño de los escritorios de oficina ni la tapicería de las sillas de los redactores. El olor a humedad y a frescura reciente se mezclaba de extraña manera con el olor del polvo viejo acumulado por años. El ayudante de redacción, Iván, ocupado de manera exagerada con los samovares para los numerosos visitantes desde la mañana hasta entrada la noche, poseía, por lo visto, una noción muy original sobre la limpieza de las salas: según su parecer, ésta se reducía a la recolección de las monedas olvidadas sobre las mesas, de las cuales los dueños desconocían la cuenta. Y los mismos dueños, en lo que parece, compartían este parecer de Iván y ninguno de ellos se preocupaba por inculcarle otras ideas. En consecuencia, la sonrisa de satisfacción no desaparecía de su rubicundo rostro colorado, y su entera figura gallarda y maciza, enfundada en una camisa colorada y pantalones plisados, exhalaba felicidad. En realidad, para él la vida era un paraíso. ¡Dueños bondadosos y jóvenes, el pueblo feliz! Los otros y ellos mismos se vestían como él, con una túnica campesina. Con frecuencia conversaban con él y le decían, qué haces, chico, Iván, qué tipo, igual que nosotros. ¡Eh, es divertido, como se debe! Y todo el día, en la redacción, la gente charlaba como si fuera una feria o alguna fiesta. Todos tenían rostros alegres, satisfechos. En realidad, como siempre sucede en los negocios que van cuesta arriba, los que tenían participación directa o indirecta con “El Contemporáneo” desbordaban ahora en expresiones de triunfo y satisfacción. Y hay que decir que el éxito del diario era en verdad colosal, inaudito, superando a todas, aún las más valientes esperanzas. La cantidad de suscripciones de los últimos dos años había aumentado siete veces más que las anteriores, y llegaba ahora a una cifra increíble, 25.000. Y esto solamente eran los suscriptores permanentes, pero cuántos lectores en total, no se puede saber. La aparición de cada nuevo número se esperaba con impaciencia. Cada vez que llegaba el día en que debía salir a la luz una nueva publicación, tanto en la misma redacción como en las bibliotecas de lectura se acumulaba multitud de público, a ver quién la agarraba primero, quién se enteraba primero de las nuevas palabras que se han publicado esta vez. Y no sólo aquí en Petersburgo, sino también en las provincias. Y todo lo nuevo y fresco que allí había aparecía en “El Contemporáneo” en colaboración, todo esperaba de él su consigna y su seña, todo esto estaba dispuesto a ponerse bajo su bandera y a ciegas emprender el camino que le indicara. Al parecer, nunca antes tuvo ningún periódico en Rusia un significado social tan poderoso como éste. La redacción de “El Contemporáneo” sin duda estaba compuesta de gente brillante, genial; pero lo principal era la época, una época maravillosa, vital, llena de las más luminosas esperanzas y de las creencias más abnegadas, la época que estaba ahora viviendo Rusia.

Las visitas comenzaron a llegar ya a las seis, una hora antes de la comida. En estos ágapes de “El Contemporáneo”, que se hacían una vez por mes en honor de la salida de una nueva publicación, se juntaba mucha gente, no sólo los empleados y sus amigos, sino también muchas otras personas ajenas que se encontraban de alguna manera relacionadas con el círculo; y el rasgo característico de estas comidas era la excepcional soltura. A medida que los medios del periódico se acrecentaban, se ampliaba el menú de comidas, se refinaba la imaginación culinaria de la cocinera en relación con la variedad de platos e iba mejorando la calidad del vino y de los entremeses. En el círculo les gustaba comer bien, pero en el servicio y en todo lo restante se mantenía la austeridad y la sencillez precedente, del todo primitiva. Sucedió una vez que no alcanzaba la vajilla, entonces se recurría a platos de cocina; entre dos manjares tocaba esperar una completa eternidad, mientras la cocinera alcanza a lavar los tenedores y los cuchillos. Los Chernov, además de la vieja niñera Anícevna, tenían además dos criadas: una cocinera y una mucama. Ambas eran consideradas como miembros de la familia y también como si pertenecieran a la redacción. Sobre todo la mucama, Avdotia Iákovlena, una persona aún joven, pechugona y muy animada, era la favorita de todo el círculo y trataba a los empleados de forma autoritaria e imperiosa. Para poner orden de una vez el día de la comida, juntó una parte de los invitados […] tomó para sí una parte de las obligaciones de las mujeres, las ayudó a cubrir la mesa y a distribuir las sillas. Uno de los empleados, crítico de la sección de filosofía y autor de reseñas científicas, antes seminarista, un hombre de aspecto lúgubre y taciturno, siempre acudía a la cocina y tomaba participación personal en la elaboración de uno u otro plato para que, además, fuera colmado de burlas por los compañeros y recibiera el apodo de goloso. Como no cabría todo el mundo en el pequeño comedor de los Chernov, se decidió esta vez poner la mesa en una de las salas de redacción, para lo cual se propuso sacar las pilas de papel y los muebles de sobra.

En ayuda de Marusa acudieron al principio dos de las visitas: uno de ellos era Piotr Stepánovich Zalesski, un joven rico que hacía poco había terminado el curso en la universidad y ahora estudiaba política económica con aplicación. Era un rubio alto, poco agraciado, de hombros angostos, encorvado de espaldas y pecho hundido, que perdonaba el apodo que le habían puesto sus compañeros de “espárrago”. Nada tonto, era en alto grado tímido y miedoso, desde la niñez acostumbrado a temblar ante su propio padre, un rico terrateniente chapado a la antigua que mantenía tanto a la familia como a la servidumbre en el temor de Dios y la obediencia. En cuanto a su hijo, el viejo logró reprimir con tanta sistematicidad cualquier expresión de propia voluntad con mínimos reproches constantes a cada una de sus palabras, que el joven se llenó de desconfianza hacia sus propias fuerzas y solamente respiró libertad, solamente conoció días felices cuando, habiendo llegado a Petersburgo para ingresar en la universidad, accidentalmente tropezó con algunos miembros del círculo de la revista. Las teorías de la libertad, de la igualdad, del odio a la opresión y la piedad por los oprimidos, de las que escuchó aquí por vez primera, fueron para él un nuevo evangelio. Pero mucho más que de un entusiasmo por teorías abstractas, se inflamó de amor hacia los mismos miembros del círculo, en quienes él, por primera vez en su vida, halló cariño y una cálida actitud humana hacia él. Zalesski aún no se consideraba un auténtico colaborador del diario, aunque había publicado en él dos notas cortas con motivo de la reedición de una obra extranjera de política económica; no obstante, casi siempre andaba dando vueltas por la redacción y se consideraba parte de ésta. Zalesski decididamente veneraba a todas las mujeres del “círculo”; con su desgarbada y recrecida figura sin desarrollarse, poseía un alma extraordinariamente tierna y caballeresca. Estaba lleno de un vivo agradecimiento hacia cada mujer donde encontraba una atención mínima hacia su persona y no se ofendía en absoluto con aquellas burlas bondadosas con las cuales lo cubrían debido a este compañerismo. Marusa lo quería mucho. El muchacho estaba a sus órdenes y ella trataba con él como con un cachorro grande y torpe.

El segundo era un hombre totalmente de otro tipo. Stepán Alexándrovich Sleptsov, un joven escritor extraordinariamente talentoso. Era un bello hombre de piel blanca y cabello abundante, negro como el ala del cuervo, de singulares ojos oscuros negro-azulados. Siempre vestía a la usanza de los campesinos, por populismo o por coquetería, la cuestión no estaba resuelta según sus amigos; en todo caso, el hecho era que la camisa de seda roja le iba magníficamente a su aspecto de gitano. Era un hombre raro, desigual y antojadizo. Lo que hacía o que se disponía a hacer, nunca nadie lo sabía con seguridad. De pronto se escondía por unas semanas, no se mostraba en ningún lado, no recibía a nadie en su casa; todos creían que se había puesto a trabajar y se alegraban de antemano de la obra genial que surgiría de su pluma. Luego, pasado un tiempo determinado, de pronto aparecía entre los amigos y resultaba que de ninguna manera pensaba en trabajar. Cuando lo importunaban sobre  qué es lo que había estado haciendo todo ese tiempo, él, liando un cigarrillo, respondía pacífico: “Estuve todo el tiempo echado en el diván y aprendí a hacer aros con el humo”. Y no conseguirían ninguna otra cosa de él, de manera que no valía la pena molestarlo. Otras veces, por lo visto, llevaba su vida de la manera más desordenada; nunca estaba en casa, deambulaba por la ciudad durante todo el día, participaba en las reuniones de todos los compañeros, lo veían por la noche en el teatro. Los camaradas desistían: “Anduvo de parranda nuestro Sleptsov”, decían. Y, de pronto, un hermoso día se aparecía en la redacción con un manuscrito de un relato tan fascinante, inteligente y admirable, que el editor se frotaba las manos de satisfacción. Al contrario de los otros miembros del círculo, que tenían un trato hacia las mujeres singularmente ideal, a veces estrictamente puritano, Sleptsov manifestaba una actitud muy superficial con el bello sexo, hay que reconocerlo, y no se le conocía ningún romance. Sin embargo, aunque los miembros se atribuían el derecho de custodiar la vida privada de los amigos, era extraño que a Sleptsov no se lo culpara de frívolo. A él lo perdonaban todos, en principio porque, en cada una de sus nuevas novelas, él se enamoraba de una manera seria e ingenua y, en segundo término, porque era sabido que las mujeres lo provocaban.

En realidad, Sleptsov despertaba una fascinación inusual en las mujeres; ellas mismas siempre tomaban partido por él y, sin importar lo que sucediera, por todo lo justificaban. Hasta la severa Avdotia Iákovlevna se serenaba cuando Sleptsov entablaba conversación o comenzaba a bromear con ella y los otros empleados de la revista se lamentaban amargamente ante la evidente e injusta predilección que ella mostraba por él. La disposición de ánimo de Sleptsov nunca se podía prever de antemano; a veces se aparecía en medio del almuerzo del director colérico y enojado, se acurrucaba en un rincón y «jugaba al mudo», incluso no prestaba atención a las mujeres; si habría la boca, era sólo para cercenar, cruel y ponzoñosamente, a algún jovencito que divergía exponiendo teorías demasiado ideales y optimistas. Otras veces, Sleptsov estaba alegre y hacía tonterías como un niño pequeño, entonces no tenían fin sus ocurrencias y fantasía. Hoy Sleptsov se encontraba justamente feliz de ánimo, por eso apenas él apareció en el comedor, todos allí comenzaron a moverse. A los primeros dos ayudantes pronto se incorporaron otros y el asunto comenzó a hervir. Los viejos papeles, las cuentas y los manuscritos se sacaron al corredor y, sin ser examinados, se apilaron en un montón; el escritorio del director fue corrido contra la pared, movieron la mesa del almuerzo y sobre ella colocaron dos nuevas tablas. Alekséi Stepánovich le pidió a Iván la escoba y él mismo barrió la basura, […] trajo del depósito una escalera y, luego de encaramarse en ella, encendió las velas de la lámpara. Avdotia Iákovlevna, enfundada en un vestido marrón de lana que le ajustaba estrechamente su alto busto, puesto un blanco delantal, con dignidad y desbordando seriedad, su rostro lleno y hermoso, como siempre, sin apurarse, repartía los platos y daba órdenes a sus ayudantes. Marusa, vestida con una blusa bordada de Rusia Menor, con collares al cuello, un pañuelo en la cabeza, su trenza negra saliendo de él […] y con una cantidad de pequeños rulitos rebeldes que enmarcaban su animado rostro colorado, trajinaba y brincaba, arreaba a cada instante a Alekséi Stepánovich, […] y con cada una de las ocurrencias de él, ella aplaudía con entusiasmo. Del comedor improvisado llegó a la antesala un tronar de voces tan alegre y tales estallidos de risa que, cada comensal que recién llegaba, lo primero que hacía era dirigirse hacia allí y ofrecer su ayuda en los quehaceres. Pero Marusa anunció, entre carcajadas, que unos por otros y la casa sin barrer y que mezclaba todos los rostros porque, a cada nueva visita, ella la enviaba a la oficina de su esposo sin distinciones.

Allí también se juntó mucha gente. La oficina de Mijaíl Gabrílovich era grande, pero decorada de forma muy sencilla. El suelo desnudo, las paredes desnudas, un enorme escritorio con muchos papeles, algunos estantes con libros, un diván de cuero que servía a veces de cama, algunos viejos sillones de cuero y sillas de madera eran toda la decoración. Los lugares en el diván y en las sillas ya estaban ocupados y a muchas de las visitas les tocaba estar de pie, apoyando la espalda en la pared o en los estantes de libros. Un desprejuiciado se sentó simplemente en el piso, cruzando las piernas a lo turco. Todos fumaban; en un rincón ya blanqueaba un montoncito ordenado de colillas y el humo del tabaco circulaba por el aire en torbellinos azules. El mismo jefe estaba sentado en el diván con una pierna sobre la otra y, según su costumbre, mantenía una mano en el bolsillo de los pantalones y con la otra se despejaba, como siempre, el mechón rebelde del cabello que otra vez le caía sobre la frente. A Mijaíl Gabrílovich le encantaba que alrededor de él se juntara la gente, sobre todo los jóvenes. Esas disputas persuasivas, esas discusiones enardecidas y ruidosas, donde cada uno se esforzaba por acallar al otro a los gritos, lo llenaban de deleite; pero él mismo hablaba poco, más escuchaba aquello que gritaban otros, al mismo tiempo que por sus finos labios, de bella curvatura, se dibujaba una leve, bondadosa sonrisa. A veces, sobre todo cuando estaba haciendo alguna cosa, reía como para sí con su silenciosa sonrisa de simpatía y esta risa les provocaba a todos felicidad y alegría en el alma. De aspecto, Mijaíl Gabrílovich aparentaba treinta y cinco años; de altura era mediano, casi alto, y su contextura era delgada. Sus hombros estaban encorvados por el frecuente trabajo libresco, a pesar de los ejercicios gimnásticos con pesadas mancuernas a los que él, por principio, se dedicaba por día, a veces tenazmente, recomendándolos hasta el cansancio a todos sus compañeros. Su delgado rostro de labios pálidos, con muchas arrugas junto a las comisuras de la boca, de manchas azul-amarillentas en las sienes, podría haberse atribuido, sólo a primera vista, a un miembro corriente de la cancillería o a un profesor de lenguas clásicas. Esta semejanza, además, sólo existía cuando los anteojos de marcos dorados tapaban sus ojos. Cuando Mijaíl Gabrílovich entablaba una conversación con alguien, con un gesto automático se sacaba los anteojos y hablaba mirando directo al rostro del interlocutor; entonces sus miopes ojos grises brillaban con un profundo fuego interior y producía siempre una excepcional impresión. En general, en estas ocasiones poco habituales, cuando Mijaíl Gabrílovich entablaba una conversación, él se adueñaba de la plática y conquistaba a todos los oyentes. Su elocuencia tenía algo especial, nada florida: nunca buscaba las frases; las palabras y los argumentos aparecían de inmediato y se colocaban en fila como soldados bien disciplinados, al mismo tiempo que se manifestaba a los oyentes la agradable sugestión de que el pensamiento mismo de Mijaíl Gabrílovich surgía claro para ellos antes de que llegara a desarrollarse. A pesar de la reserva corriente de Chernov, la juventud lo adoraba, y su influencia personal casi se igualaba a la influencia de sus artículos periodísticos. Cerca de Chernov, en el diván, tan cerca de la estufa como era posible y acurrucado de frío, abrigándose con una manta gris, estaba sentado otro redactor de “El Contemporáneo”, Nekrásov, con cuyos recursos había sido fundada la revista al comienzo. Su rostro, a pesar de su juventud, era delgado y demacrado; en la cabeza, una calva prolija; bajo los ojos, ojeras enormes y en las sienes y alrededor de los párpados unas profundas arrugas que se forman en la gente con fuertes pasiones. Un visage dévasté par les passions.[4]

En este momento Nekrásov tenía en el rostro una expresión astuta y rapaz; al ver este rostro por primera vez, era difícil determinar a quién pertenecía. Pero Nekrásov, poeta y sobre todo poeta, en el minuto presente era de lo más popular en Rusia. La juventud, sin embargo, admiraba solamente sus versos; en persona se relacionaba con él a discreción y con cierta desconfianza. En sus sonoros, admirables versos de acero, Nekrásov celebraba aquellos ideales a los cuales también la juventud aspiraba. Pero él mismo no consagraba su vida y su persona a los jóvenes. En la redacción de la revista aparecía sólo cuando había un trabajo que hacer. En todo lo restante, su existencia seguía su propio camino. Era muy rico, vivía en un lujoso palacio donde no recibía a los jóvenes, por la noche frecuentaba el club inglés con prostitutas. A las comidas del director asistía, es verdad, puntualmente, y aún allí se comportaba de manera rara, como si fuera un extraño y no él mismo. Nadie vio que él se apasionara en una discusión. Siempre tenía para todo una actitud irónica, como superior. Por todas estas peculiaridades, la juventud no lo quería. Él mismo sentía que no podía entenderse con estas mentes intensas. Había fundado su revista muchos años antes, cuando los tiempos eran otros, cuando unos intereses literarios podían sostenerse; ahora esto solo era poco. Su inteligencia práctica de estafador le dictaba que, para que al periódico le fuera bien, ahora era necesario que a la cabeza hubiera personas en quienes la juventud creyera por completo, de quienes se esperaran nuevas palabras, esclarecimientos sobre todos aquellos asuntos complejos que ahora circulaban por el aire. Y Nekrásov había tenido la suficiente autocrítica como para comprender que él mismo nunca sería esa persona.

En Chernov de inmediato por sus artículos y por […] acertó con aquella persona a la que necesitaba. Por eso decidió, aparentemente, proponerle amistad […]. Los enemigos de Nekrásov, y Dios sabe que no eran pocos, aseguraban que aún en este proceder desinteresado se escondía una hábil maniobra comercial.

La conversación en el despacho fue muy animada y, como era de esperar, la materia de la charla la constituía un recién nacido, en honor del cual se juntaban hoy: una nueva publicación de la revista. Todos los presentes ya habían alcanzado a verla y todos estaban de acuerdo en que este número, por su composición, era más acertado que los anteriores. La sección literaria era muy buena: el primer capítulo de la novela de Sleptsov parecía arrebatado directamente de la vida contemporánea, trataba sobre los más palpitantes intereses y prometía mucho más en la continuación. El nuevo poema de Nekrásov «El llanto de los niños, 1861» también cautivaba por lo que tenía de vida. ¿De dónde sacaba este frío aristócrata egoísta esas palabras tan vivaces que iban directo al corazón? Incluso la sección de traducciones era interesante: ahora se había impreso la nueva novela de Spielhagen «Desde las tinieblas a la luz», una cosa fuerte capaz de comenzar a remover cuerdas vitales en el alma del lector ruso. La sección literaria, sin embargo, carecía de fuerza elemental: literatura era sólo el caramelo; el interés fundamental ahora estaba concentrado en el interior de la revista, y he aquí que Chernov se superó a sí mismo. Su artículo «La lógica de la historia»[5] era tan hechizante, una cosa tan genial que algo igual en Rusia hace tiempo, mucho tiempo que no teníamos. Sí, sacudía las mentes, obligaba a la gente a pensar y a reflexionar. Y cómo había podido él decirlo todo: tocar las problemáticas contemporáneas más agudas, expresar todo lo que yace en el corazón de la juventud actual, desarrollar todas sus aspiraciones, todas sus esperanzas y expectativas, justificar no sólo su legitimidad sino también la inminencia de su realización, y todo esto de tal manera que la censura no podía meterse con nada. Todo el artículo, al parecer, no era otra cosa que un panegírico de las medidas gubernamentales: estaba espolvoreado con alabanzas al Zar. Chernov había tenido en cuenta hablar como si no fueran sus palabras, sino como si desarrollara el pensamiento del Zar. Explicaba el sentido y significado del cambio reciente, la emancipación de los siervos de la gleba, y mostraba las consecuencias que debían derivarse de aquella, ineludible e inevitablemente, según la fuerza irrebatible de la lógica de la historia. Después del cambio total, repentino e inesperado, en el destino del pueblo el status quo era inconcebible. Debía ocurrir una de dos: o las fuerzas que habían provocado el cambio seguían existiendo, y entonces una reforma arrastraría tras ella inevitablemente otra, o atacaba un movimiento retrógrado, una reacción. Pero esta última podía ser provocada por el partido opositor y no por el oficial mismo que había ejecutado este cambio y que debía ineludiblemente aspirar al desarrollo de todos sus resultados. Abolir, frenar […] era posible solamente en vías a una nueva revolución. El mismo zar no se volvería contra sí mismo, no suprimiría con una mano lo que erigía con la otra. Y he aquí que, en razón de estos argumentos lógicos, Chernov había desarrollado un cuadro del futuro de Rusia: la completa autonomía de Polonia y Finlandia, los países en manos del pueblo y el pueblo ruso, enunciando su libertad abiertamente y conferenciando con el Zar por medio de concilios públicos. He aquí lo que vería Rusia el día de sus mil años, que dentro de dos años se preparaba para celebrar.[6] Los otros pasajes más fuertes del artículo de Chernov se continuaron y comentaron por los jóvenes en presencia de él, entre quienes permanecía callado, armando un cigarrillo, y en silencio y contento se sonreía. «Veremos ahora qué responde a esto el gobierno» -dijeron todos con entusiasmo. Pero la conversación sobre el artículo fue interrumpida por la llegada de nuevas visitas: era un amontonamiento de estudiantes, también pertenecientes al círculo de “El Contemporáneo”. El año corriente, las mujeres habían logrado pasos muy importantes en el camino de la emancipación femenina: se les había autorizado el acceso a las lecciones universitarias y, comprensivamente, muchas mujeres hicieron uso de este nuevo derecho. Todas las estudiantes que venían ahora a la redacción eran muchachas aún muy jóvenes; una de ellas -Koralí, una linda morocha de una expresiva boca rojo brillante y ojos orientales, era hebrea, hija de un famoso banquero muy rico de San Petersburgo. Ella se había separado de su padre “por convicción” y vivía ahora junto con dos amigas en una pequeña habitación, sin criadas. Otra estudiante, Iákovleva, una sonrosada, delicada y vital rubiecita, venía de lejos, de la provincia de Perm. A ella, evidentemente, sus padres la habían dejado ir sin beneplácito, a mil verstas de ellos, hacia esta terrible Petersburgo donde ahora la perdición amenazaba a la gente joven de todos lados. Pero como su padre era tan bueno, aunque anticuado, y la amaba con locura, decidió no afligir a los padres yéndose a escondidas de la casa paterna; para recibir el permiso para ir a estudiar, eligió un medio original que recién se empezaba a usar entre la juventud: a través de un casamiento ficticio. En este desprecio absoluto hacia cualquier fórmula, que caracterizaba al nihilismo y al fundamento formado de las llamadas «nuevas ideas», en su triunfo pronto y absoluto que  ahora ninguno de los jóvenes ponía en duda, es comprensible que el matrimonio religioso no contara con gran estima. «En la nueva sociedad, la unión entre el hombre y la mujer estará cimentada en el amor recíproco y en la confianza mutua, y no será un acuerdo comercial por incumplimiento del cual una parte puede llevar a la otra a juicio.” Este axioma constituía algo así como el ABC del nuevo catequismo y una de sus cuestiones, bastante evidente aún para un examen serio, era que el matrimonio religioso consistía en la institución más caduca del siglo al cual el hombre evolucionado podía recurrir, sin embargo, cuando le sirviera como medio para la obtención de algún objetivo importante. Como el nihilismo ya había llegado a penetrar hasta en la provincia de Perm, entre los vecinos terratenientes de Iákovleva se encontraba uno que la invitó a dar una vuelta con él tres veces alrededor del facistol[7] para obtener, a costa de este pequeño paseo, el derecho a vivir una vida personal sin romper el corazón de sus padres. De inmediato después de la corona,[8] los jóvenes se fueron a Petersburgo y aquí, casi el día de su llegada, acudieron a algunas clases de la universidad. Hoy ambos esposos, que vivían en viviendas diferentes, se encontraron por casualidad en la redacción. Se trataban de usted y en general en su relación guardaban una perfecta y fría cortesía, como temiendo terriblemente que en verdad los tomaran por esposos; al mismo tiempo […] trataban de evitar que la discreción de su relación formara un gracioso contraste con aquel tono informal de compañeros que existía entre las restantes muchachas y los varones del círculo no relacionados entre ellos con los lazos matrimoniales.

Una tercera estudiante, Nadia Suslova, era aún más joven que sus compañeras. De aspecto no superaba los dieciocho años. No era alta pero poseía una complexión fuerte, su rostro era atezado y pálido, de rasgos irregulares, pertenecía sin dudas al tipo calmuco. Ella podía calificarse de feúcha antes que de bonita; pero todo su espíritu rezumaba energía y fuerza y sus inteligentes ojos grises miraban tan directo y tan valientemente desde debajo de sus gafas fusionadas con sus cejas, que le añadían a todo el rostro la impresión de originalidad, casi de belleza. Pasar junto a esta chica sin prestarle atención era imposible. En el círculo la tenían por una persona potente y esperaban mucho de ella en el futuro. Las tres muchachas iban vestidas de pollera negra y coloridas garibáldicas[9] ajustadas a la cintura con una faja de cuero. Todas llevaban el cabello corto. Habían venido a la redacción directo de la universidad, donde ese día tenían lugar agitadas escenas. En la universidad había comenzado un gran disturbio. El asunto era que el director de estudios tuvo de pronto la idea de meterse en los asuntos de los estudiantes, dificultar su libertad. El día anterior, en las paredes de los corredores de la universidad y la sala, aparecieron carteles que prohibían las reuniones estudiantiles y que pretendían que los estudiantes acudieran a clase en uniforme. Aquella regla en verdad existía desde antes, pero de hecho nunca se observaba. Por este motivo, los jóvenes consideraron la pretensión del director con incomodidad y respondieron con la reunión de una multitud, unas 500 personas, en el patio de la universidad, donde exigieron la aparición del director para explicarse.

El director temía salir y en su lugar llamó a la policía. […] entre los estudiantes se difundió el rumor de que ahora se presentarían los gendarmes. Aumentó el bullicio, el vocerío, se escucharon fuertes gritos: «No tengan miedo, señores, no cedan. Defendámonos hasta la última gota de sangre», pero los más moderados aconsejaban dispersarse, sin esperar la llegada de la policía. La multitud se dividió en varios grupos. Las muchachas, como era de esperar, acogieron con vivo interés el palpitante drama. La enérgica Koralí, imperceptible entre la multitud a causa de su baja altura, saltó sobre un gigantesco montón de leña apilado en el patio y desde esta improvisada tribuna arengaba a los compañeros. Ella era de aquella opinión de que oponer resistencia hoy sería […], una verdadera revuelta sería prematura porque los estudiantes no estaban lo suficientemente organizados. Triunfó su opinión, y por hoy los estudiantes se retiraron hacia sus hogares. Pero al día siguiente, si la jefatura no volvía atrás con sus injustas exigencias, comenzarían los disturbios nuevamente. Este suceso en el patio de la universidad se convirtió a los ojos de los presentes en el principal asunto de todas las conversaciones; tomó la envergadura de un hecho histórico. La universidad en este tiempo poseía un inmenso significado y servía de punto de reunión a toda la juventud liberal. La conversación sobre el suceso fue interrumpida solo por la aparición radiante de […]. Marusa vino a anunciar que la comida estaba servida. Como ya era tarde y todos estaban hambrientos, a pesar de la animada charla la invitación fue recibida con entusiasmo y aquella no pudo continuar. Las visitas se trasladaron al comedor. A la mesa no se observó la designación de lugares ni la pequeña incomodidad del espacio reducido; la dueña no señaló a nadie dónde debía sentarse, y cada invitado se instaló donde y junto a quien le parecía. Los lugares más cercanos a las jóvenes muchachas se ocuparon antes que todos; a pesar del tono informal de compañerismo que predominaba en el círculo entre ambos sexos, el trato de los jóvenes hacia las muchachas no era completamente carente de ciertas atenciones. Tanto Koralí como Iákovleva tenían un montón de seguidores; solo la hosca Suslova permanecía inexorable y decididamente apartaba y reprimía cualquier tentativa de galanteo hacia ella, aún la más mínima, y en el trato hacia los jóvenes manifestaba la más ofensiva e inabordable indiferencia. Sin embargo, ardía por Chernov en una entusiasta, desinteresada y apasionada admiración que solo es capaz de sentir una jovencita por un hombre mucho más grande que ella, investido a sus ojos con la aureola del genio. Ella intentó ahora sentarse más cerca de él, y sin quitarle sus grises y luminosos ojos d’une inspirée,[10] con avidez cogía cada una de sus palabras, adivinando por sus gestos qué pensaba él sobre esta o aquella cuestión. Para no obstaculizar las conversaciones, en la comida de la redacción no se permitía a nadie que sirviera a excepción de la leal Avdotia Iákovleva, en quien se podía confiar, por eso la misma Marusa con frecuencia desde la mesa repartía los platos y los invitados servían a sus vecinos. Al comienzo del almuerzo, como sucede corrientemente, todos se entusiasmaban con la comida y las discusiones, tan bulliciosas y apasionadas en el despacho, al momento se calmaban, se interrumpían y cortaban. En la medida en que los estómagos se saciaban, las lenguas nuevamente se desataban. Al principio comenzaron a surgir conversaciones personales entre los invitados. Entre la juventud actual existían, se entiende, sus competencias, ofensas, […] bromas, insinuaciones, advertencias, en una palabra, corría aquella conversación, incomprensible e irritante para cualquier extraño, que siempre rige en los círculos, donde muchos de cuyos jóvenes que se juntan con alguna frecuencia, si no a diario, poseen un montón de viejas cuentas personales terriblemente interesantes para sus propios asuntos. Entre aquella sociedad, que se había juntado hoy, había comprensiblemente muchas y pequeñas competencias, broncas, simpatías y antipatías, injuriosos insultos a los cuales, para no quedar atrás, infaliblemente había que contestar con igual palabra o con una aún más mordaz […]; había mucha de toda aquella tontería que siempre e inevitablemente aparece allí donde se junta un grupo de diez animales de dos patas, aún de distinto sexo, y la cual hace de aquella vida social una cosa realmente insoportable. Ahora, sin embargo, todos estos pequeños sentimientos se reprimieron con la conciencia de aquel otro sentimiento, grande e importante, que se preparaba para todos con vistas al futuro; todos estaban penetrados por la convicción de que ellos solos, aquí reunidos, eran la médula de la gente «nueva», la “mejor” gente; que ellos, por así decirlo, eran la sal de la tierra, y esta sensación agradable ablandaba todos los corazones y los disponía a la bondad y a la clemencia de uno con el otro; y el instinto de misantropía, que condena a cada corazón humano, encontraba una salida en la hostilidad hacia los enemigos, es decir, hacia […].

Incluso el crítico literario y el crítico de la sección de filosofía, que con frecuencia combatían entre ellos en las páginas de la revista, y aunque ambos estaban profundamente enamorados de Koralí y no se perdonaban los pequeños altercados entre ellos, sin embargo, hasta cierto punto, por respeto no se rechazaban uno al otro. Como la comida llegaba a su fin, la conversación se volvió más animada; para ese momento, cuando sirvieron el guiso, las voces ya confluían en un rumor común. Al final de la mesa, donde estaba sentado Chernov, discutieron ahora un acontecimiento de los últimos días que los diarios informaron al público de manera básica con brevedad elocuente, pero sobre el cual en Petersburgo corrían los rumores más diversos y contradictorios: se trataba justamente del disparo que habían hecho contra el soberano en el tiempo de su no lejano viaje a París.[11] Se comentó este suceso y se examinó de todas las formas posibles; sin embargo, como si esto no fuera extraño, nadie en el círculo le atribuyó un significado demasiado grande. Era evidente que el disparo había sido ejecutado por un hombre aislado, no se trataba de la operación de ningún partido serio; por eso, a nadie se le ocurrió que no solamente repercutiría en el futuro del círculo, sino que también tendría una influencia seria y decisiva en toda la política interna de Rusia. De este hecho particular pasaron naturalmente a la cuestión general del regicidio. Tocaron la revolución francesa, siendo de notar que la ejecución de Luis XIV fue sometida a una acalorada discusión, y por lejos no todas las voces manifestaron su necesidad. Chernov no dio su opinión sobre este asunto, él simplemente escuchaba con atención lo que decían los otros, con su bondadosa y algo enigmática sonrisa habitual. Zalesski, el más entusiasmado, se expresaba contra cualquier medida terrorista. Olvidando al calor de la discusión su terrible timidez, pero tartamudeando y sin encontrar las palabras, como siempre le ocurría cuando aportaba alguna cosa fogosamente, exponía la teoría de que la única manera en que puede comportarse su partido es a través de la propaganda pacifista internacional. “No sé cómo será en otros países, señores  -decía él-, pero en Rusia sólo tenemos este camino y posibilidad. Nuestro pueblo, señores, es socialista de alma; en él ya han sido instalados todos los elementos de la doctrina. Sólo falta que todo se vuelva de pronto claro y comprensible. Entonces, el pueblo entero se levantará como si fuera una sola persona”… “¿Les tiramos sombreros o algo?”… “La fuerza de la masa, ya saben; y no habrá ninguna masacre y todo se arreglará en paz”…

 -“¡Y correrán ríos de leche y codornices asadas saltarán a la boca de todos!” -interrumpió Sleptsov a Zalesski con maldad. La elocuencia desligada y entusiasta de Zalesski fastidió e hizo reír a aquél, que quiso burlarse de éste. “¿Y sabés, hermano?  -continuó con aquel tono inocente con el cual sus amigos nunca sabían si hablaba en broma o en serio-. Realmente vos, con tu benignidad, no pensaste en que es más cruel despojar a los revolucionarios del legítimo placer… exterminar a los tiranos. Poco pensás en el deleite, apuntar así a una bestia grande.  -Y, cerrando un ojo, hizo como que disparaba-. Es que, en efecto, hermano mío, ¡es la variedad más elevada de deporte! Si solamente los tontos ingleses hubieran reflexionado hasta qué punto esta cacería […] es más entretenida que la caza de los tigres. Por supuesto, en la vida hay algo aún mejor: clavar un cuchillo en el corazón de un tirano, así como yo lo clavo ahora en el sangriento churrasco.”  -Y Sleptsov, frunciendo el entrecejo ferozmente, echó una ojeada con una mirada terrible a la que estaba sirviendo su plato, Avdotia Iákovlevna, la cual, desde su sitio, sólo apretó los labios severamente y transmitió a su rostro aquella expresión inflexible y ensimismada que siempre ostentaba cuando, en su opinión, los señores decían una estupidez. En este mismo minuto, en la habitación vecina sonó un terrible ruido; allí se llevaba a cabo alguna batalla; alguien quería combatir y alguien lo retenía. Todos los presentes involuntariamente se estremecieron e intercambiaron miradas. Entonces se oyeron gritos; se escuchó un amargo llanto infantil. Resultó que se trataba de un alboroto de Sashka y Piotka. La niñera, antes de la comida, con verdades y mentiras había logrado acostarlos a dormir. Sin embargo, después de todo, ellos igualmente la habían engañado: cuando, dejándolos sumidos en un pacífico sueño, la mujer se consideró con derecho a irse del cuarto infantil, ellos se despertaron ahí mismo; saltaron de las camitas y, así como estaban, descalzos y en pijama, se dirigieron precipitadamente hacia el lugar donde se escuchaban las voces de las visitas. La niñera logró atraparlos recién en la mitad de la redacción. Por supuesto, esta intervención brutal de despotismo de la niñera sobre ciudadanos de corta edad escandalizó profundamente a todos los presentes y los invitados en banda acudieron en socorro de los niños. Piotka y Sashka, aún somnolientos, con huellas de lágrimas recientes en las mejillas, pero sonriéndose ahora […], se instalaron en el comedor, uno en las faldas de Sleptsov, el otro sobre Zalesski. Los colocaron en el centro de la mesa y se pusieron a obsequiarlos, a cuál más y mejor, con golosinas. Piotka era aún un pequeño niñito panzón de cortas piernitas regordetas y ojitos de ternero. Pero Sashka era ya una persona grandecita de cinco años que parloteaba graciosamente, ya sabía de memoria algunos poemas revolucionarios y divertía en general a todo el círculo. “¡Muy bien Sashka!  -le decían- ¡No hay que escuchar a la niñera! ¡Sos un libre cosaco! ¡Y crecerás, así que comportate como uno de ellos! ¡No hay que dejarse ofender! ¡Mostranos cómo luchabas con la niñera!” Y Sasha, apretando con fuerza los minúsculos puños, los agitó a derecha e izquierda. Las visitas rieron. Le sirvieron una copita de licor dulce y ordenaron brindar a la salud de la futura república socialista. Sashka tragó de golpe y aún chasqueó la lengua. Cuando cantó la marsellesa rusa con su voz finita, parecida a un sonido de mosquito, el entusiasmo de los invitados no tuvo término. Besaron a Sashka, le sacudieron la mano, se excitaron, lo hicieron decir tonterías hasta que su lengua se enredó, apoyó la cabeza en el hombro, sus ojos se cerraron como con una cortina y se durmió con ese sueño repentino que cubre  a veces a los niños. Del otro lado de la mesa Piotka, que ya había bebido un jugo y del que ya se habían todos olvidado, hacía rato que se había dormido. Entonces llevaron en brazos a los niños de vuelta a sus camitas.

En la sala se puso caluroso y sofocante en extremo. El pesado olor de la comida se mezclaba con los vapores del vino y el humo del tabaco, ya que a la hora de los postres se pusieron a fumar. En la sala abrieron el tragaluz y el fresco y nocturno aire helado entró como un chorro por la ventana, dulce a los acalorados rostros, trayendo nueva fuerza y energía a los pulmones que aspiraban el ácido del carbón. “¡Señores, es un pecado quedarse adentro esta noche, vayamos a andar en troika!”  ̶ comenzó a gritar Marusa. Sobre esta cuestión de organizar una noche de paseo en troika, se hablaba hace tiempo en el círculo, pero la cosa de alguna manera no se había concretado. Ahora la propuesta de Marusa fue recibida con entusiasmo: “¡Vamos sin falta, vamos!”  -gritaron todas las muchachas, golpeando y aplaudiendo. Piotr Stepanovich y otro de los compañeros inmediatamente se precipitaron a encargar, y en media hora oyeron en la calle el trote de los caballos y el sonoro tintineo de los cascabeles, que de pronto pareció congelarse, y cuatro troikas se detuvieron en la entrada del edificio. Todo el grupo se instaló como venía, de a cinco o seis personas en cada trineo. Se eligió el objetivo del paseo : un restaurante de los suburbios donde cantaba este año un coro de gitanos, aunque este restaurante era uno de los lugares preferidos por la juventud alegre, los oficiales, los comerciantes, niños ricos, terratenientes y turistas que venían a gastar dinero a la capital; en una palabra, toda aquella gente que no tenía ninguna relación con ellos. “¿Cuál es el interés de ir allí, donde anda semejante canalla?”  -protestaron, con razón, algunos inflexibles compañeros. Pero las señoritas mostraron una curiosidad elemental por las mujeres decorosas relacionadas con ese lieu de perdition.[12] “¡Qué tontería! ¿Por qué no ir? ¿Acaso no nos conviene? Es muy interesante y aleccionador aún para un hombre desarrollado ver cómo esa canalla dorada ocupa su tiempo”,  -insistió calurosamente la rosada y platinada Iákovleva. El grupo femenino por lo general triunfaba. La noche estaba iluminada por la luna, helada, pero sin viento, por eso no se sentía el frío. En el aire flotaban un millón de minúsculos cristales de hielo que, como imperceptibles agujitas microscópicas, hacían cosquillas ligeramente en el rostro. El gallardo caballo de tiro, la cabeza adelante, galopaba derecho con ritmo de carrera y los de refuerzo echaban la cabeza hacia atrás, detrás del primero, sin juntarse y a toda prisa ejecutando asombrosas corridas y, alzando en alto las patas delanteras, lanzaban enormes terrones de nieve helada. El camino estaba derecho, plano, y los trineos corrían como flechas. Los últimos días antes de la salida del nuevo número de la revista, Chernov había tenido un montón de trabajo urgente de redacción y casi no había salido de su oficina. Ahora, por la rápida carrera de los trineos, se le cortaba la respiración y sentía un liviano y agradable mareo. El helado aire nocturno actuaba como el champagne sobre sus nervios cansados por el sedentario trabajo intelectual. Aunque él no expresaba sus pensamientos ruidosa e impetuosamente como sus compañeros más jóvenes, y según su costumbre sólo permanecía callado, se sonreía en silencio; en este minuto sentía en su alma una extraordinaria claridad y un enorme placer. Él viajaba en la troika delantera; Nádienka y Marusa estaban sentadas en un trineo junto con él. La primera, en un abrigo de paño cocheril forrado de añino, con un gorro de cordero joven en sus cortos cabellos enrulados, parecía un aldeano jovencito. Bajo el influjo de la agitación y del veloz viaje, que adoraba con locura, aún así reposaba en ella su habitual severidad; a cada minuto saltaba de su asiento y atizaba al cochero en ausencia del que fustigaba a los caballos a más no poder. “¡Más aprisa, más aprisa, querido mío! ¡Aún más aprisa! ¡Así! ¡Qué maravilla!”  ̶ gritaba ella a cada rato, toda abrumada por la alegría del espíritu cautivante de la loca carrera.

Marusa, con aire de gatito agazapado de frío, se arrebujaba en una esclavina de terciopelo con un enorme cuello blanco de plumón desde el cual se veía sólo su pequeña nariz apenas colorada y los pícaros ojos oscuros. Cada vez que los trineos recorrían un montecillo o que volaba impetuosamente cuesta abajo, ella lanzaba débiles gritos y su pequeña mano cálida sin guante salía de la esclavina y tomaba la mano de su marido. Entre estas dos mujeres, de las cuales una le resultaba simpática y querida, como un dulce, inteligente niño, y a la otra amaba con toda el alma, con todo el ardor y la ternura de su naturaleza apasionada aunque reservada, Chernov se sentía a las mil maravillas. Él se sumió en una silenciosa reflexión como en un ensimismamiento. […] Comenzó a aparecer de pronto una hilera de faroles de distintos colores y radiantes manchas deslumbrantes salieron de la oscuridad iluminando las ventanas del restaurante. Los cocheros ostentaban gallardía de alguna manera, sobre todo el persa; ululaban a su troika, aceleraron la marcha a toda velocidad, con estrépito llegaron a la entrada y aquí, de una vez y abruptamente, hicieron recular los caballos, así que los trineos de atrás casi chocan a los que estaban adelante. El mozo, en su abrigo plisado, debajo del cual salían las mangas rojas de la camisa de seda, al ver a aquel grupo numeroso, en un santiamén corrió a hacer descender a los recién llegados. Antes de que ellos alcanzaran a orientarse, ya los habían conducido […]. Los salones del restaurante ya estaban llenos de gente. Oleadas de una deslumbradora luz blanca y la ensordecedora música, el fino perfume de las damas, después del silencio y la monotonía […]. Delante, en el tablado, una bella mujer en traje ruso, sacudiendo un pañuelo blanco. actuaba de buena moza. En este momento un coro de muchachas cantó a voz en cuello “Ay, cabaña, mi cabaña”. Los recién llegados, de manera confusa y con aire turbado, se abrieron paso entre las pequeñas mesitas que estaban colocadas en todo el salón. No había lugar para pasar por ningún lado, todas las mesas estaban ocupadas. Todos ellos llamaban la atención. Entre las charreteras, los cordones, los aderezados rodetes rojos, brillantes, tersos como una palma, las calvas, este conjunto de estudiantes, muchachas y jóvenes serios, barbudos, con aquel aspecto concentrado que caracteriza a la gente de pensamiento en general, y a los nihilistas rusos en particular, producía una rara impresión. Todos se volvieron hacia ellos y cuchichearon a su cuenta. Los recién llegados se sintieron incómodos […]

FIN DEL TEXTO

Notas 

[1] Sonja Kovalevsky. Vad jag upplevt tillsammans med henne och vad hon berättat mig om sig själv, 1892.

[2]      Rusia Menor es un concepto histórico-geográfico que coincide con el actual estado de Ucrania. Fue utilizado entre el siglo XIII y comienzos del XX.

[3] “Esplendorosa”, en francés en el original.

[4] “Un rostro devastado por las pasiones”, en francés en el original.

[5]      El nombre del artículo es inventado (Nota del editor ruso).

[6] Celebración oficial de los mil años de Rusia que se realizó en 1862. En Novgorod fue erigida la escultura «Rusia de mil años», del escultor M. Mikeshin (1835-1896) (Nota del editor ruso).

[7]      Casarse. Remite al ritual de la iglesia ortodoxa, según el cual el sacerdote conduce a los novios alrededor del atril como parte de la ceremonia.

[8]      Después del casamiento. Refiere al rito de la colocación de coronas sobre la cabeza de los novios.

[9]    Blusa femenina, con frecuencia de color rojo, ajustada a la cintura con pliegues en el frente, de moda en la segunda mitad del siglo XIX.

[10] “De una inspirada”, en francés en el original.

[11] El 6 de junio de 1867 Antón Iosifovich Berezovski, participante en la sublevación polaca de 1863, realizó un disparo contra Alejandro II, que se encontraba en París. El atentado no fue exitoso. Berezovski vivía en París, trabajando en una cerrajería; en el juicio declaró que el disparo contra el zar fue un asunto personal, una venganza por la opresión de Polonia y la crueldad en la represión de la sublevación de 1863. (Nota del editor ruso)

[12] Lugar de perdición, en francés en el original.

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