El “hombre corriente” y el “ser excepcional” (Hacia una tipología del realismo ruso de la primera mitad del siglo XIX)

Iuri Lotman

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Traducción: Marina Berri y Florencia García Brunelli

La conformación del realismo ruso de la primera mitad del siglo XIX respondió en gran medida al rechazo de las normas y gustos literarios del período precedente. Por un lado, se intentaba alejar al héroe de los ideales predominantes ya vulgarizados del romanticismo, tanto del francés como del ruso. Por otro lado, se anhelaba no solo alejarse de normas literarias reconocidas como falsas, sino salirse por completo de los límites de la literatura, de romper con todos los convencionalismos del arte y encontrar el camino hacia la realidad que está más allá de sus límites. Así, se negaban determinadas normas del arte, ya vulgarizadas, y el arte como tal. Se produjo una situación que luego fue recreada metafóricamente por Blok en El teatro de feria: “La lejanía que se ve por la ventana aparece dibujada en un papel. El papel reventó. Arlequín voló patas para arriba hacia el vacío”.[1] Este impulso constante por romper los límites del texto introduciendo en el arte no la representación de la realidad, sino la realidad misma, estaba en principio condenado al fracaso, ya que todo lo que se introducía en el espacio del arte se transformaba de inmediato en arte. La penetración del arte en un espacio exterior a él no dejaba de ser, inevitablemente, un impulso irrealizable. Surge una antítesis. El brusco cambio en la concepción de la esencia y la tarea del arte condujo, de modo inevitable, a una reelaboración del sistema de temas y personajes. El rasgo general de la literatura rusa se manifestaba en la transformación resultante del héroe positivo. El “héroe positivo” del período literario precedente, elevado al rango de personaje típico de la época, fue sometido a una crítica con carácter de “desenmascaramiento” polémico que seguía un modo determinado: al personaje literario se lo sacaba de los límites de la propia literatura y se lo transformaba en un personaje de la vida real que lidiaba no con tramas literarias, sino con la realidad. Introducido en la realidad, el personaje conservaba los rasgos de una creación literaria incapaz de librarse de los límites de la ficción y de reaccionar adecuadamente a esa realidad. Por eso en la literatura gozan de amplia popularidad los temas ligados a la colisión entre la vida y su reflejo romántico. Este problema argumental se resuelve en dos planos: por un lado, la vida se juzga como algo bajo, incapaz de alcanzar la altura de los propios ideales; por otro, esos mismos ideales son cuestionados por carecer de raíces que los vinculen con la genuina realidad. Si en el primer caso el objeto de crítica es la vulgaridad de lo existente, en el segundo caso el ataque se dirige contra pseudoideales ilusorios y carentes de conexión con la vida. Don Quijote, con su inherente incapacidad de distinguir la realidad de la ficción artística, se vuelve el modelo ideal. Se ponen así en movimiento las dos facetas de esta figura tradicional: la ridícula incapacidad de entender y percibir adecuadamente la vida y, al mismo tiempo, la elevación por sobre la vulgaridad de la vida. El héroe aparece ya con un aspecto cómico, ya con un aspecto trágico; su incapacidad de lidiar con la realidad lo vuelve sublime y lamentable al mismo tiempo.

Tal enfoque les permite a los escritores, en función de la diversidad de sus posiciones, mostrar bajo una doble luz al soñador romántico, al idealista revolucionario, al portador de ideales del futuro o al combatiente quijotesco que lucha contra la realidad en nombre de quimeras inalcanzables. Este modelo, susceptible de interpretaciones tan diferentes, podía aplicarse a diversos planos de la realidad: el político, el social, el literario, lo que posibilitaba que tanto el escritor como sus lectores interpretaran de muy diverso modo la relación entre el héroe literario y la realidad. Por eso el personaje de Don Quijote admite múltiples valoraciones y libera tanto al escritor como al lector de interpretaciones dogmáticas y preconcebidas.

Surge la antítesis entre el hombre “excepcional”, que encarna los rasgos de la personalidad romántica, y el hombre situado en el terreno de la realidad, con toda la diversidad de sus caracteres: desde el viajero de La fragata “Pallada” de Goncharov hasta los personajes de Infancia, Adolescencia y Juventud de Lev Tolstói. El “héroe romántico” se presenta, de este modo, bajo una doble luz: por un lado, se opone con toda su autoconsciencia a la propia realidad, la desprecia por considerarla vulgar y anhela sumergirse en un mundo poético que se encuentra más allá de los límites de la vida. Por otro lado, él mismo es una encarnación de la “banalidad” romántica, y su afán de elevarse por sobre la “vulgaridad de la vida” representa la manifestación de esa misma vulgaridad. La poesía se realiza como una osada inmersión en la vida “no poética”. Tal enfoque hunde sus raíces en un rechazo polémico del romanticismo. No solo no podía existir más que a la par del romanticismo, sino que, contrariamente a sus intenciones, prolongaba la vigencia de este. Así, es posible que Bouvard y Pécuchet de Flaubert, con su polémico pathos, haya contribuido a la vigencia cultural del romanticismo en un grado no menor que las novelas de Hugo. La polémica, si está cargada de fuerza artística, puede no solo destruir, sino también, paradójicamente, imbuir nueva vida a los fenómenos contra los cuales pelea. En este sentido, la prolongada existencia del romanticismo en las literaturas rusa y francesa del siglo XIX se debe en parte a la energía y al talento de quienes lucharon contra ese romanticismo.

La lucha contra el romanticismo tomaba la forma de una batalla contra la literariedad de la literatura. La palabra “arte” empezaba a pensarse en su conexión semántica con la palabra “artificialidad”. De ahí que la lucha por el valor artístico del arte adquiriera la forma de una lucha contra “lo artístico”, se invistiera del afán de reemplazar “lo artístico” por la vida inmediata. Respecto al género, ello se plasmó en el impulso de reemplazar las “convenciones de género” por supuestos fragmentos desorganizados de la realidad: el relato era sustituido por el bosquejo; la lírica, por el diario; “el escritor”, por el “autor de memorias o bosquejos”, es decir, el testigo directo de los acontecimientos, no quien los crea artísticamente.

Esta “huida del arte” siguió los mismos caminos que antes había seguido la huida del romanticismo, y, del mismo modo, condujo no a la desaparición del arte, sino a su florecimiento. Las altisonantes declaraciones que negaban el arte como tal fueron sustituyendo en la práctica la dirección del golpe: solo se cuestionaban aquellas formas de arte que no se podía identificar directamente con la vida. Por ejemplo, en Garshin un artista se propone representar a un trabajador “sordo” cuyo pecho hace las veces de yunque. El horror de la realidad obtura el arte y parece tornarlo innecesario. Sin embargo, la vida inmediata no es capaz de revelar su propio horror con la fuerza con la que lo hace su doble artístico. Solo al pintar a aquel “sordo” el héroe de Garshin comprende el horror de su situación vital. Es demostrativo que el relato de Garshin, cuyo héroe abandona por completo el arte para intentar cambiar en forma directa la vida, culmine con la escéptica frase de que en este ámbito no ha tenido éxito. De este modo, la negación del arte se convierte lógicamente en su consagración.[2]

Es significativo el hecho de que, en el complejo diálogo entre la literatura y la pintura desarrollado en el arte ruso a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la pintura, en especial el retrato, consiguiera una patente victoria. El retrato ejerce una influencia dominante no solo sobre la propia pintura, sino sobre las artes verbales: la lírica se satura de un retratismo testimonial. Sin embargo, esta “testimonialidad” se diferencia fundamentalmente del autobiografismo romántico. El “yo” artístico no se vuelve, como sucedía con los románticos, el centro de la concepción subjetiva del mundo. Al contrario, el “yo” mismo se transforma en objeto de análisis social. No es el artista quien mira el mundo exterior (ni quien se contempla a sí mismo en el espejo de la autoobservación), sino que es el mundo el que se mira a sí mismo a través de los ojos del artista y su público. En este sentido, es típico el desarrollo del autorretrato, que, al igual que la lírica de la escuela natural, se vuelve el reflejo de la realidad objetiva en el espejo del arte.

Este giro en la evolución sembró el terreno a las novelas autobiográficas y a la prosa psicológica en sus dos vertientes: la de Tolstói y la de Dostoievski. El principio de la transformación del arte en un espejo para la autoobservación, por un lado, y en un análisis científico socio-psicológico, por otro, culmina la evolución del realismo ruso de mediados del siglo XIX desde el diario y la poesía lírica hacia la novela y los amplios cuadros histórico-épicos.

A pesar de las manifiestas diferencias entre las novelas de Tolstói y Dostoievski o entre los ensayos de Goncharov y Turguéniev, estas obras presentan rasgos comunes que saltaban a la vista precisamente del lector extranjero de Europa occidental de la segunda mitad del siglo XIX. En cambio, el lector ruso percibía ante todo la diferencia entre la visión artística del mundo de esos autores. Para el lector occidental todo esto se fundía en una misma representación de “novela rusa”.

Con la prosa de Chéjov empezó una nueva etapa. La separación de la tradición iniciada por la escuela natural, a la que Tolstói y Dostoievski dieron una forma tan acabada que parecía completamente imposible separarse de ella en el marco de la literatura rusa, le permitió a Chéjov contemplar la literatura rusa con una mirada fresca, extrañada, y ocupar una doble posición: la de continuador natural de la tradición literaria rusa y la de escritor paneuropeo situado fuera de ella. Chéjov unió de forma contradictoria el grado más alto de “rusidad” con la actitud del extranjero sorprendido. Para él lo habitual se volvía algo extraño que provocaba no solo ira (lo que ya existía en la tradición literaria rusa) sino una gama de extrañamiento que iba de la tragedia y la sorpresa hasta la risa. La singularidad de Chéjov radicaba además en que, cuanto más ajena le resultaba la realidad, más aguda era la conexión sanguínea, íntima, que experimentaba con ella. Chéjov se anticipó a la fórmula de Blok: “Y el mundo de nuevo aparece como extraño”, uniendo estos “dos extremos del tiempo”.

Dostoievski también profetizó en una ocasión que la literatura rusa fusiona lo universal y lo nacional, pero solo Chéjov —tal vez el escritor más alejado de Dostoievski— fue quien logró cumplir esa profecía.

Chéjov mostró que era posible unir dos caminos esencialmente diferentes, caminos que anticiparon el derrotero de la literatura rusa de comienzos del siglo XX. Uno de esos caminos fue la elevación de la prosa a la poesía; el otro, el rebajamiento de la poesía a la prosa. Estas posibilidades se percibían ya en la segunda mitad del siglo XIX, pero entonces eran concebidas como antítesis incompatibles. Ahora intentaban fundirse en una unidad indivisible. El pathos fundamental de la prosa de Chéjov radica en la combinación de tradiciones artísticas que antes se presentaban como incompatibles. Además, en cada una de ellas se borraban los prejuicios tradicionales de la cultura precedente. La aplicación a la prosa de criterios propios de la poesía tuvo una consecuencia importante: la traducibilidad de la poesía siempre ha sido un problema de difícil resolución. La prosa artística oscila siempre entre la traducibilidad esencial del discurso artístico y la igualmente esencial intraducibilidad de la palabra poética. Esta doble posición hace de la prosa un puente entre las distintas formas del arte verbal. Maiakovski, en una conversación imaginaria con Verlaine, escribió:

           Yo nunca antes
           lo leí a usted
           Y ahora
           pasó de moda.
           Y estaría contento de leerlo
          pero no entendería un cuerno.
          Las traducciones en ruso son una porquería.

Por supuesto, hubiera sido sencillamente imposible sostener semejante conversación imaginaria con cualquiera de los prosistas franceses.

Así, el choque de literaturas puso de relieve la peculiaridad del lugar que ocupa el arte en cada una de ellas, sobre todo respecto de la relación del arte con la realidad extraartística. Como resultado, puede observarse que el cruce de dos grandes literaturas puede dinamizar una de las tendencias: la literatura, al experimentar una influencia, puede en cierta medida borrar sus rasgos singulares al asimilar la experiencia universal. Por otro lado, el choque con la tradición de otra literatura puede ser un catalizador de la autoconciencia de su propia naturaleza. “Lo propio” se hace más notable y significativo al reflejarse en el espejo “de lo ajeno”. De este modo, Chéjov fue una suerte de espejo de un complicado entramado de tradiciones culturales en el límite de dos épocas y, junto con ello, un catalizador de procesos literarios. Esta complejidad del camino de Chéjov determinó la variedad de sus interpretaciones.

En este sentido, al repetir el destino de Pushkin en nuevas condiciones históricas, Chéjov es, a la vez, el más universal de los escritores rusos y el más ruso de los universales.

Notas

Artículo publicado por primera vez en Из истории русской культуры, т. V (XIX в.), М., 1996, с. 445-451. La presente traducción toma como fuente Лотман Ю. М., О русской литературе, Санкт-Петербург, Искусство—СПБ, 2012, pp. 743-747.

[1] Блок А., Собр. соч. в 8 т., М..; Л., 1961. Т. 4. с. 20 [Blok, A., Obras completas en 8 tomos, M.; L., 1961, tomo 4, pág. 20].

[2] Este esquema era como un reflejo invertido del romanticismo, en el que la consagración del arte lógicamente llevaba a su negación.

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