Vera Bogdánova (Sobre la autora)
Traducción: María Teresa D’Meza Pérez
Once y cincuenta y cinco.
Galia se guarda el teléfono en el bolsillo y tantea con el pie la fría tiniebla.
De noche el mar penetra, tragándose metros de arena húmeda, lava la espumilla sucia que dejan las olas durante el día, anega los nidos de los cangrejos, como abiertos con el meñique. Lava las huellas de las piedras grandes y las pisadas. Alisa la playa como si nadie la hubiera pisado antes. Y Galia pisa ese frío, esa limpieza y esa novedad, con la esperanza de ver qué habrá más allá, pero más allá no se ve.
Silencio.
Galia intenta pedir un deseo, pero no puede definirse.
Piensa en el suéter de los venados verdes. Ese mismo suéter, aterrador, muy aterrador, que la mamá le había comprado en el mercado en el año noventa y uno. Ese suéter que Galia ya no volverá a usar, con el que no tiene sentido cargar, que ha tirado en la basura. Que usaba en primer grado, que usó hasta abrirle agujeros en las mangas. No le habría entrado, claro, ni le hace falta en la playa, y para qué conservarlo, cargar con él, hay que ser racional a fin de cuentas. Pero de todos modos, el suéter le hace mucha falta.
Galia piensa en los adornos del arbolito; los adornos soviéticos de la abuela, guardados en el altillo en una caja desvencijada por el paso del tiempo. Una opaca esfera rosada, una muñequita de trapo, un venado, una piña grande y una frambuesa, una mazorca de maíz y un pez. Había también dos avecillas bañadas de un color amarillento como de nafta, una de las cuales Galia había quebrado cuando quiso mirarla de cerca. Se cortó con un pedazo de vidrio roto, la abuela le lavó la herida y se la curó con yodo; en el dedo le quedó la cicatriz. Después la abuela dejó de estar, vendieron ese departamento, pero se olvidaron de llevarse la caja con los adornos. Se acordaron de ellos recién para fin de año, en vísperas del 2002.
Galia se siente rara. Las palmeras, el mar: el ambiente no es en absoluto el de Año Nuevo. Tendría que haber nieve en lugar de arena, que el frío helado quemara la nariz, fuegos artificiales en cuenta regresiva, que los vecinos bebieran, fumaran en la escalera, que el humo se escurriera por debajo de la puerta y se mezclara con el olor de los muslos de pollo frito, con la risa, con el tintineo de las copas, que los amigos cayeran de visita en su casa, y después Galia en la de ellos, y así durante los diez días siguientes. Que las oscuras y solemnes campanadas salieran del televisor, doblando por Galia hasta la eternidad, hacia ese preciso minuto entre un año y otro que parecería que todo lo decide.
Galia esperó el 2009 en casa de una amiga. Era plena crisis, cesanteaban a todos en diciembre, a la amiga también la cesantearon, y ella parrandeaba con lo último que le quedaba en su monoambiente en obra sin poder terminar las reformas. En el grupo había un muchacho, estudiante de pintura, que bebía poco, dibujaba algo, sentado en un rincón, y después, cuando salieron a fumar una vez más (se alternaban entre todos para ir al balcón, y al volver dejaban los abrigos en el alféizar y seguían bebiendo), le mostró a Galia el dibujo: era un retrato de ella. La amiga ya no vive ahí, desde principios de año se mudó a Astaná, está parando en casa de una tía.
Galia dejó el dibujo en la basura junto con unos periódicos. Los libros los llevó a la biblioteca de la otra cuadra. La pelliza la tiró. Ahorró mucho para comprarla, pero apenas la usaba, y ahí estaba colgada en el armario como un símbolo de estatus femenino especial en piel de visón, y, según todo parecía indicar, ya se la habían comido las polillas.
Las copas que le habían regalado sus colegas, Galia también las tiró. Los imanes que había comprado en los viajes a varios países. El barquito de madera de San Petersburgo, aquella vez que fueron con su novio de entonces en el tren nocturno, el chico se subió con ella al compartimiento superior, la abrazó pero no pasó nada, sencillamente roncaron al compás de las ruedas, y el tren los mecía, como si flotaran sobre las olas. Tiró los boletines escolares, todos con notas excelentes. La cinta de la graduación. Unas antiguas entradas de cine. Los discos compactos. El pañuelo de su abuela. El vestido de novia. El del divorcio.
Galia tantea con el pie la fría tiniebla. Esta le acaricia el tobillo. No temas, le dice.
Pero Galia teme. Se fue de repente, no planificó nada, y de golpe resultó ser que, o se iba o tendría que mirar con sufrimiento cómo el amor en la distancia –por la distancia– lentamente se enfría como una hoguera abandonada. Sin duda, Galia podía no renunciar, conservar el puesto en la compañía, correr siempre por esos mismos senderos moscovitas… y es que eso tampoco da paz. Antes de ayer la llamaron, que volviera al trabajo. Los padres le dijeron pero cómo, y tu diploma con honores, y tu carrera, tus amigos, tu vida… Todo en perspectiva. Una no debe arrancarse así de su lugar, ¿entiendes? Todo debe hacerse desde la razón, no desde el corazón. Todo tiene que hacerse correctamente, como los demás, como Marina, la tía de Nadia.
¿Acaso debería volver –se pregunta Galia–, debería?…
No le debes nada a nadie, le dice el mar. Actuaste como querías. La vida es demasiado corta.
Y eso Galia lo entiende.
Tienta con el pie la tiniebla, fría como lo desconocido.
Once y cincuenta y nueve.
Galia pide un deseo, como hace siempre de un año para el otro. Pide por la vida, la libertad, la luz y por la felicidad de los encuentros con los amigos. Pide valentía, fuerza de voluntad y esperanza. Pide trabajo, por que haya trabajo, para poder volar adonde una quiera sin limitaciones, pide salud, para lograr todo eso. Pide no lamentar lo hecho. Seguir hacia delante.
En la playa cercana se oyen los fuegos artificiales y comienza un nuevo año de Galia.