El baile del oso (fragmento)

Irena Dousková

Traducción: Enrique Gutiérrez Rubio, con el apoyo del Ceské Literární Centrum.

(Fragmento de El baile del oso, Irena Dousková (Trad. Enrique Gutiérrez Rubio), Barcelona, La Fuga, 2023).

Habían salido de Krč a primera hora de la mañana. Hacía rato que los pájaros cantaban, pero el sol aún no calentaba y la hierba estaba húmeda. Le habría encantado ir descalzo, pero el abuelo lo había disuadido. Era una caminata larga. Le saldrían ampollas y luego se estaría quejando todo el tiempo. No te las des de hombre de campo, praguense, le dijo burlándose. Pasaron por delante de un molino, del molino en que se aparecía el fantasma de una ahogada llamada Anča. ¿Cómo pueden vivir ahí? Preguntó sorprendido. ¿No les molesta? ¿No tienen miedo? Y, además, seguro que al dar las doce se escuchan por todo el molino las pisadas de unos pies mojados. Yo le tendría miedo, toda hinchada y azul, con algas en el pelo y los bolsillos llenos de ranas. ¿Tú no? Es cuestión de acostumbrarse. Uno se acostumbra a todo. Hay cosas peores que el fantasma de Anča. O eso dicen. Quiso saber cómo se había ahogado. Estaba borracha. Se cayó a un canal. Parece que creyó ver algo que brillaba el fondo y pensó que serían monedas. Se inclinó sobre el canal, se cayó al agua y sanseacabó. Esa mujer era de más allá del río y lo que viene de más allá del río no vale nada. ¿Se convirtió en fantasma porque estaba borracha? Qué va, por eso se ahogó, se convirtió en fantasma porque era avariciosa y estafaba a la gente. A todos les robaba un poco de harina. A todos, incluso a los más pobres. También era mala con los de su profesión que no tenían molino e iban de pueblo en pueblo buscando trabajo. Jamás se mostró generosa con nadie. Resumiendo, aquella mujer no sabía lo que era la compasión. Vaya, así que convertirse en fantasma resulta bastante sencillo, pensó. Basta una pizca de mala suerte. Por otra parte, tampoco es algo que le ocurra a todo el mundo. Anda que no hay gente avara, que roba… Tenía que haber algo más. Quizá el abuelo no supiera bien cómo había ocurrido.

Ya habían dejado atrás el molino, pero el perro del molinero seguía ladrando. Le preguntó si ni siquiera el perro era capaz de ahuyentarla. ¿El perro? ¿Me lo dices en serio? El perro es el que más miedo tiene. Es el primero en sentir que Anča va a salir del agua. Se mete a toda velocidad en su caseta, en el rincón más alejado posible, con el rabo entre las piernas y no dice ni pío. Tiembla como un flan hasta que todo acaba y la ahogada desaparece de nuevo en su canal. Y hay veces en que tiene tanto miedo que sigue gimoteando penosamente un buen rato después. Hasta que cantan los primeros gallos. Le interesaba saber si no era posible liberarla de su maldición, que dejara de ser un fantasma. Desde luego, es posible, todo fantasma puede ser liberado. ¿Y con Anča? ¿Qué hay que hacer? Por lo que yo sé, alguien tiene que decirle lo siguiente exactamente doce minutos antes de medianoche: «Ven, Anča, querida alma perdida. Estás helada, siéntate un momento junto a nuestra estufa para entrar en calor. Que Dios te ayude a ti y a todos nosotros. Amén». Y entonces hay que hacerle la señal de la cruz sobre la frente. De ese modo, Anča alcanzaría, por fin, la paz, y la tranquilidad volvería al molino. ¿Y, entonces, por qué no lo hacen? Sería lo más razonable. Es difícil, muy difícil. El miedo se lo impide. Mirar a un fantasma cara a cara no es cualquier cosa. Pocos son capaces de hacerlo. Has dicho que no tenían miedo. Que estaban acostumbrados. Acostumbrados al miedo. Una cosa es intuir o incluso tener la certeza de que por tu casa se pasea algún ser maligno y otra bien distinta, acercarte al lugar donde se aparece el fantasma, esperarlo, plantarte delante de él, invitarlo a que se siente junto a tu estufa y mirarlo a los ojos. A unos ojos sin ojos. Resulta difícil incluso imaginárselo. Ya sea razonable o no, ¿serías capaz de hacerlo? Querría, pero dudaba. Posiblemente no. Quién sabe, con el tiempo quizá seas capaz. Eres un muchacho listo y valiente.

—Una vez vi un cadáver, en Praga. Una niña pequeña. Era retrasada y luego se murió. Estaba tumbada en el féretro.

—¿En serio?

—Pero tenía ojos. Cerrados, quiero decir.

Al pasar junto al estanque convenció al abuelo para que le dejara darse un baño. Al principio no quería consentirlo, aún hacía fresco. Pero acabó cediendo. Cuando se trataba de estanques, el abuelo siempre acababa cediendo. Gritaba de puro placer, aunque el agua estaba terriblemente fría. Helada. No había ni rastro de los cálidos rayos del sol. No a esa hora de la mañana. Y olía de maravilla. A lentejas de agua, a barro, a peces. No entendía cómo podía ser que aquello no atrajera al abuelo. En lugar de bañarse, cargaba la pipa en la orilla. No tardó en llamarlo.

—Sal, venga, sal. Ya estás tan azul como el fantasma de Anča. Tenemos que seguir, a este paso no llegaremos muy lejos.

Atravesaron Zelendarka. Arriba, sobre el altozano, junto al crucero que se levantaba frente a Nová Ves, fue el propio abuelo quien quiso hacer un alto. Los tilos aún no estaban en flor.

—¡Mira bien a tu alrededor! Menuda vista hay desde aquí, ¿verdad? Siempre paro aquí un rato.

Había otra cruz en la encrucijada antes de llegar a Nuzov. También con tilos, aún pequeños.

—No soy especialmente religioso, pero no me digas que esto no es una auténtica belleza. A Matěj Žofka, el que los plantó, lo conozco. Me acuerdo incluso de su padre. En fin, lo recuerdo todo, excepto lo que pasó ayer. Venga, hay que seguir. Ahí delante está Paseky, a partir de ahí continuaremos por el bosque. Un bosque tan frondoso como nunca has visto. También en él hay fantasmas. ¿Quieres que te lo cuente?

Pero luego no me vengas con que tienes miedo. Por el bosque llegaremos directamente a Písek. Son más de diez kilómetros.

—¿Tanto?

—Venga, hombre, eso no es nada para unas piernas jóvenes. En Paseky hay una taberna estupenda.

—¿Vamos a ir?

—¡Qué va! Hoy habrá taberna, sí, pero en Písek. Hemos traído comida. Haremos una parada cuando lleguemos a la encrucijada de Paseky o por allí cerca. Algún lugar hermoso encontraremos en el bosque donde reponer fuerzas. Venga, vamos, Jaroušek, vamos. Lástima que no te pusieran Antonín como a mí. En fin, qué le vamos a hacer.

Y, por fin, la torre de la iglesia de Písek. Ya no podía más. Sin embargo, estaba contento, especialmente cuando apareció ante ellos una taberna. Y, para colmo, la más famosa: La Taberna de los Reiner. Al menos el abuelo afirmaba que era la más famosa de Písek. Sin embargo, antes había que hacer una parada en la iglesia.

—Te voy a enseñar la Madona de Písek, es famosa.

Para el abuelo, todo, absolutamente todo en Písek era famoso. No tenía muy claro que una virgen maría fuera a interesarle. Ya había visto suficientes, no en vano hacía de monaguillo en la iglesia de San Ignacio. Pero tampoco quería discutir con el abuelo. ¡Qué remedio! Habría que ver otra virgen más. Antes de llegar, cerca ya de la iglesia, se dieron de bruces con un león. Este sí le gustó. Se erguía sobre un alto pedestal y machacaba con las garras dos serpientes. Según la placa que lo acompañaba, era un monumento en recuerdo a las batallas de Magenta y Solferino.

—Fueron dos auténticas carnicerías. Conoces la canción, ¿no? Hubo una batalla, junto a Solferino, ríos rojos corrieron, cubren las rodillas. Sangre por las rodillas, carne por donde miras…

—¿Y es cierto?

—Lo es, Jaroušek. Una batalla terrible, sangrienta. Como todas. Montañas de cadáveres.

—¡Qué asco! No me gustaría vivir algo así.

—Ojalá, pero lo tienes difícil. Quiera Dios que no te veas obligado a vivir nunca algo así. El emperador tendrá muchos defectos, pero no quiere guerras. Claro, que hasta el momento las ha perdido todas sin excepción. De ahí que ahora huya de la guerra como de la peste, y bien que hace. Creo que es algo digno de elogio. ¿Sabes lo que se dice? Todas las naciones guerrean y solo tú, oh, feliz Austria, te vas de boda. Es por eso de que los nobles de alta alcurnia de la corte se casan de la manera más conveniente para tener parientes por todas partes, y con los parientes, al final, siempre acabas poniéndote de acuerdo. O celebras otra boda. Y luego otro bautizo. Y así una y otra vez hasta que a veces se quedan tontos. Pero vivimos en paz, eso es lo importante. Mejor que te gobierne un tonto en la paz que un genio en la guerra, ¿no te parece?

La Madona de Písek sonreía ajena a la conversación, pero también ella era particular. Había salvado la ciudad de otra batalla. Allí estaba escrito bien claro. El abuelo comentó algo al respecto, pero había dejado de prestarle atención. Tenía hambre, le dolían los pies y todas aquellas azucenas comenzaban a marearlo. Era una fragancia fuerte y algo tétrica. Era un aroma como de cadáveres.

—¿Qué te parece? Es una hermosura, ¿a que sí? Se parece a tu difunta abuela… Cuando era joven.

Al abuelo le rodó una lágrima por el rostro sin afeitar. Al instante sacó un pañuelo. El chico se quedó muy sorprendido.

—Perdona, Jaroušek, son cosas de viejos. Lloran por cualquier cosa, tienen el cerebro ya reblandecido.

Decidió sacar ventaja de la situación.

—La vuelta la haremos en tren, ¿verdad? A Protivín.

—¿En tren? Por favor, ¿por qué en tren? Volveremos a pie, pero por otro camino, por Putim. Después iremos hasta el estanque de Selibov, luego al estanque de Tálín o, por detrás, directamente a Myšenec y desde allí ya hay apenas un trecho. Pero sería mejor ir por Tálín. Es un estanque que, desde luego, deberías ver, es famoso. Después de descansar en La Taberna de los Reiner, el viaje de vuelta será pan comido, ya verás.

Al salir de la iglesia, se dio cuenta de que, tras las pesadas puertas del templo, había un murciélago tirado en el suelo. Pequeñito, gris, de ojos vidriosos. No estaba muerto, aún se movía un poco. Pero no cabía la menor dudad de que estaba herido, tumbado de aquel modo tan extraño. Incluso vio una gota de sangre. Se iba a morir. ¿Cómo podía haberle ocurrido algo así? ¿Cómo había llegado hasta el otro lado de las puertas? Pensó que tenía que hacer algo y, sin embargo, al mismo tiempo, aquel murciélago moribundo lo aterrorizaba. Volvió la cabeza indeciso y debió de tropezarse porque se cayó al suelo.

—¡Míťo, Mítěnko! ¡Despierta! ¿Pero qué te ha pasado?

Comprendió que había sido un sueño. Todo. Era ella quien le decía Míťo.[1] Para el abuelo siempre había sido Jaroušek, pero para el otro. Al de Krč apenas lo recordaba. No tenía que haber dejado a aquel murciélago allí tirado. Cuántas veces había pensado en él a lo largo de los años. Aún seguía sintiéndose culpable. Aquella vez debió de desmayarse por un instante. Se hizo una herida en la rodilla, una herida bastante fea. Y aun así volvieron andando. Putim, Selibov, Tálín… Toda una vida trabajando de guarda de pesca. Fueron de estanque en estanque. A pie. ¿Solamente en aquel sueño o también en la realidad?

Notas

[1] Por Matěj, el segundo nombre de pila de Hašek. (N. d. T.).

Sobre la autora

Irena

Irena Dousková (Příbram, 1964) es escritora, guionista y periodista. Estudió derecho en la Universidad Karlova de Praga, pero nunca ejerció la profesión. Su trilogía Hrdý Budžes, Oněgin byl Rusák y Darda tuvo una importante repercusión en Chequia, especialmente gracias a su adaptación teatral. Sus novelas se han traducido a 16 lenguas. Además de la novela arriba presentada, se ha traducido al español Goldstein le escribe a su hija (Luzam, 2014).