Vera Bogdánova (Sobre la autora)
Traducción: Alejandro Ariel González
Lénochka va a pasar las vacaciones de fin de año a casa de la mamá.
La abuela le pone unas medias abrigadas a rayas, un jean, un suéter con la imagen de Mickey Mouse —verde, por alguna razón—, le hace una trenza, le entrega un frasco con jalea de ciruela, la acompaña hasta el metro. Cuando Lénochka cumplió nueve años, mamá dijo que ya podía viajar sola: tenía que hacer solo una combinación, y después seguir hasta el final del recorrido; el autobús salía justo en la puerta de la estación, y en la séptima parada mamá la esperaría.
Lénochka encuentra enseguida el autobús. Se sienta sobre la irregular cuerina justo detrás del chofer, del lado de la ventanilla; agranda con su aliento el hueco en el vidrio congelado y solo ve a través de él los faroles y el letrero rodeado de lámparas del puesto de diarios y revistas.
A su lado se sienta una mujer. Lleva un abrigo grueso —un tubo de paño que apenas se dobla— y un gorro de caracul también cilíndrico, como el trozo de un tubo más pequeño. La mujer coloca sobre sus rodillas una cartera con la inscripción Pucci y se limpia con un pañuelo los anteojos empañados. Guarda el pañuelo en el bolsillo, saca otro y se suena la nariz.
—¿Adónde vas sola? —pregunta, entornando los ojos hacia Lénochka.
—A casa de mamá —responde esta—. Me bajo en la Casa de la Cultura. La séptima parada.
—Yo te digo cuándo tienes que bajar —asiente con la cabeza la mujer.
Lénochka también asiente con la cabeza, se queda sentada y espera.
En general sabe dónde tiene que bajar, pues ya es la segunda vez que viaja: la primera fue en el receso de mayo de ese mismo año. Pero no discute con la mujer. Con ella al lado se siente un poco más tranquila; el paño y la piel parecen sofocar los sonidos, sobre todo los que vienen del pasillo, donde se apiñan los pasajeros, me ha pisado un pie, ¿baja en la próxima?, déjeme pasar entonces, no se agolpen en la salida, gente.
Las puertas se cierran refunfuñando. El autobús arranca. El mundo rueda al costado impregnado de olor a nafta del autobús. Las trémulas y húmedas estrellas de los faros pasan de a dos, como en la ronda que Lénochka hacía con sus compañeros en una coreografía. Letreros comprensibles por partes: «rdulería», «flo es»; por la vereda se arrastran unas sombras envueltas, iluminadas desde abajo por la nieve fresca, atrapadas por el viento. La mujer mira adónde conduce el chofer; tiene un aspecto concentrado, como el capitán aquel en la tapa de un libro de Julio Verne.
Mamá espera en la parada. Sin sonreír, toma la bolsa con el frasco de jalea, mide con la mirada primero el frasco, después a Lénochka. Bajo la tenue luz invernal de los faroles, su rostro adquiere el color y la estructura de una piedra pómez; pintura roja en los labios, y alrededor de estos unas arrugas que no se estiran ni siquiera cuando mamá dice:
—Vamos, Len. No te quedes parada.
Mamá camina inclinada un poco hacia delante, como si tirara de algo. Así es como los alumnos de primer grado llevan a la escuela las mochilas-portafolios que miden la mitad de su estatura, y deben inclinarse un poco hacia delante para mantener el equilibrio y no caerse. Lena camina detrás, tratando de no rezagarse, saltando en las huellas profundas que va dejando mamá: no han limpiado los senderos en los patios, y la nieve llega hasta los tobillos.
Mamá tiene una familia nueva. Su Nuevo Marido trabajaba antes en el mercado; ahora maneja un taxi por las noches. También tienen una Nueva Niña; vive en una habitación pequeña. Cuando Lena la vio por última vez, todo lo que sabía hacer era estar acostada y llorar, pero ahora ha crecido. Al ver a mamá con Lena, se levanta en la cuna, se agarra del borde y la sacude, amenazando con darla vuelta. Mamá se descalza, va hasta ella, la toma en sus brazos y cierra la puerta del dormitorio.
Lena se quita la ropa de calle. Sacude la chaqueta y el linóleo se mancha de una nieve que se derrite rápido y se mezcla con el barro que desprenden sus botas. De la habitación grande aparece el Nuevo Marido de mamá.
—Hola —dice guiñándole un ojo y dándole un Twix. Después se calza para volver a salir. El Twix alegra mucho a Lena: la abuela no le compra eso, a veces le trae una barra de chocolate cuando se la regalan, pero ese chocolate suele ser amargo, con el pedregullo de las nueces y una bailarina en el envoltorio; a Lena no le gusta mucho. Con el Nuevo Marido tiene una relación mejor que con el chocolate amargo. Parece normal: sonríe mucho —por él y por mamá a la vez—, bromea a menudo y no bebe.
El Nuevo Marido se va, y Lena toma en el aparador de mamá cosméticos y demás objetos mágicos para rituales especiales que solo pueden realizar las mujeres adultas, hermosas, con olor a perfume, a polvos y a flores, vestidas como en Burda Moden. Lena se echa tres perfumes a la vez. Se pasa el lápiz labial. El «ciruela intenso» no le queda muy bien, como tampoco el tono «carmesí satinado». Cuando oye los pasos de mamá en el pasillo, se limpia rápido la boca, embadurnándose el reverso de la mano con el carmesí satinado y el ciruela intenso (ahora tiene la lengua amarga por los perfumes), y cierra el cajón.
—Len, ven a comer. He calentado sopa de pepinos.
—¿Sopa de pepinos?
Sopa de pepinos con cebada perlada es lo que a veces sirven de almuerzo en la escuela: un caldo entre rojizo y verdoso cubierto por una fina espuma. Esos días Lena se las arregla con el plato principal.
—Es lo que hay.
Mamá revuelve la sopa en la cacerola, prueba de la cuchara, la deja gorgotear a fuego lento. En la mesa hay una novela policial abierta; el texto hacia abajo, la tapa blanda hacia arriba; las puntas se le doblan como por efecto de unos ruleros. Mamá se enfrasca en la lectura. Lena se sienta en el taburete que está junto a la jaula del hámster, que corre, corre y corre hacia ella en la ruedita. La ruedita chirría por momentos; el hámster lanza a Lena una mirada acosada, demencial. Lena mueve los pies al compás; después se balancea junto con el taburete. Se aburre. Pero está acostumbrada a esperar.
La sopa hierve. Mamá deja el libro, apaga el gas y sirve: un cucharón y medio para ella, un cucharón y medio para Lena. Pone los platos en la mesa.
—Pero mamá, yo no voy a comer… —Lena quiere decir que no tiene hambre, pero mamá entiende todo de otra manera.
—Terca como tu padre —dice lanzando por encima del libro una mirada de decepción.
Lena comprende que es malo ser como papá, porque las relaciones entre papá y mamá no han sido nada fáciles desde que él empezó a beber.
Al padre, siempre sin afeitar y bullicioso, hace tiempo que no lo ve: Lena vive con la abuela desde los cuatro años. Sólo recuerda el aire ácido y viciado en el departamento de Mitishi,[1] el olor de pinturas al óleo, de aguarrás, de ejemplares de Píkul y Lev Tolstói, de vodka en copitas, de cigarrillo. ¿Acaso también de ella va a huir su familia de noche, con una chaqueta de plumón echada sobre el pijama, va a detener un auto en la carretera — rápido, rápido, antes de que se despierte, a casa de la Tía o la Abuela? Ella no quiere eso, ella no es así en absoluto.
Ella quiere ser buena. Alguna vez lo será, y mamá la recogerá para siempre y la alojará en la habitación con la Nueva Niña. Allí hay un sofá, en esa habitación; está junto a la cuna de la Niña, y Lena siempre duerme tranquila en él. Por desgracia, rara vez puede hacerlo.
Lena come. La sopa no está nada mal si no se piensa en ella. Si solo se la traga mirando cómo la nieve baila el vals en la negra fractura del universo allí fuera.
***
Hace poco le regalaron a Lena una enciclopedia de astronomía. Resulta que en el centro de la Vía Láctea hay un agujero negro cuya masa equivale a cuatro millones de soles. La fuerza de atracción de ese agujero es tan grande que de su superficie no se escapa ni siquiera la luz. Por eso es absolutamente negro. Una trampa tenebrosa para todo.
—Lena es excelente. Diez en todas las materias en el primer semestre. Ania, mira cómo hay que estudiar —dice la Tía.
Ania, la prima de Lena, tiene un humor de perros, y Lena se incomoda, aunque el elogio le agrada.
En mayo, el último día de clases, Lena recibió un diploma por sus «excelentes notas» — eso es fácil, ¿no es cierto? Si no lo hubiera recibido, todos se habrían asombrado, porque Lena es sinónimo de diez y de traga. Pero uno o dos meses después cualquier éxito pierde relevancia, y Lena otra vez se hunde en la cenagosa y oscura nada, más allá del horizonte de los sucesos, donde no hay ni sonidos.
—Lena es toda una lumbrera —asiente mamá, y va a la cocina a sacar las cosas de la bolsa. La ayuda la Segunda Abuela. Suenan botellas: mamá ha comprado champaña, ha estado largo rato eligiéndola en la tienda. Se oye el susurro de las bolsas y del papel en el que le han envuelto en el mercado una barra de salchichón ahumado. Mamá cuenta que ella también en la escuela era buena en matemática, por eso Lena tiene un talento innato para la matemática que ya no es del todo de ella, sino de mamá.
La Tía, el Tío, Ania y la Segunda Abuela viven en un caos de lámparas con un fuerte olor a gato, a empapelados viejos y a humo de tabaco. El calzado está apilado en la entrada; en los ganchos hay tantas cosas que colgar una chaqueta más es imposible, hay que dejarla en la mesita que está debajo del espejo. El suelo cruje, los armarios están semiabiertos, mostrando sus lenguas de trapo; junto a la ventana se amontonan unas cajas también con cosas. Lena se quedaría a vivir en ese desorden impregnado de vida familiar. Se colaría detrás de las cajas con ropa de cama, se enterraría en esa pila de trapos polvorientos del rincón, se acomodaría en el alféizar al lado de la gata, ¿por qué ella misma no era una gata? Deambularía los días enteros por el departamento, miraría por la ventana de la cocina. La acariciarían y la alimentarían porque sí, por el solo hecho de ser ella.
Lena y Ania no van a comer croquetas con papa —nah, no tenemos hambre—; después se llevan en secreto unos sánguches de salchichón ahumado y un chocolate de la caja de surtidos, mientras mamá, la Tía y la Segunda Abuela le entran a la champaña. Después el Tío se va; también trabaja de noche, pero no de taxista, sino en el metro. A Lena y Ania las acuestan — a Ania en la cama de abajo, a Lena en la de arriba. No quieren dormir, se revuelven, corren por turno al baño («pero cuánto se puede correr, no me haces nada de caso, no puedo ya contigo, eres igual a tu padre, acuéstate a dormir de una vez, pero cuánto es posible»). Mamá, la Tía y la Segunda Abuela fuman en la cocina, hablan en voz baja de algo. Bajo el rumor de sus conversaciones, sintiendo un ligero dejo de humo en el aire, Lena se queda dormida.
***
La despierta un fastidioso timbrazo.
Tras la ventana aún está oscuro; el despertador marca la una de la noche. Se oye un cuchicheo alarmado. En el pasillo se enciende la luz, le da en los ojos a Lena, y el timbrazo, otra vez, le da en los oídos. Alguien fuera aprieta el botón y no lo suelta, da puñetazos a la puerta.
—¿Quién habrá venido? —susurra Ania desde abajo.
—No sé —responde Lena. Dan muchas ganas de bajar y meterse en el armario, desaparecer detrás de los vestidos y del abrigo de la Tía, esperar allí, en la mullida y tranquila oscuridad.
Pero ya han abierto la puerta. En el departamento irrumpe la corriente de aire de la entrada.
—¿Dónde está Lenka? —se oye esa voz singular de papá; habla así cuando vuelve de estar con los amigos.
Después mamá y papá discuten: mamá dice que Lenka está bien; papá no le cree, quiere llevársela. Le ha dicho muchas veces que no traiga a Lenka a este puterío, ¿me has entendido, cabrona, me has entendido?
—¡La una de la noche! ¿Adónde te la vas a llevar, imbécil? ¡Está durmiendo!
Estruendo, estrépito — como si se rompiera una tabla al medio. Un segundo de enceguecedor silencio. Después mamá y la Tía lanzan un «ay» tardío. Peroquéaces, chilla la Segunda Abuela en un arrebato ebrio y trágico.
—¡Lenka! —grita papá desde el pasillo, pero Lenka simula que sigue durmiendo, aunque, ¿cómo es posible dormir con ese barullo? ¿Puede que papá, al no oír respuesta, se dé vuelta y se vaya? ¿Y se lleve la corriente de aire, los gritos, la incomodidad?
Pero no: tal como está, con una enorme chaqueta de plumón y borceguíes, entra en la habitación, mira la cama de arriba, toma a Lenka del hombro, la sacude. Huele a alcohol, despide un aliento ya arraigado, de ayer. En la calva, en la corona de cabellos claros, brillan unas gotas, como si la nieve se hubiera derretido.
—Lenka, levántate, vamos.
¿Qué se le iba a hacer? Lenka sale de debajo de la frazada. Se pone las medias a rayas, el jean, el suéter con el Mickey Mouse verde; no tiene tiempo para hacerse una trenza. Se calza, echando un vistazo a la abolladura de la puerta del baño. En la rotura asoma una viruta de color pajizo, las vísceras aglomeradas de la puerta. Papá espera de pie, observa cómo Lenka lucha con el cierre de las botas.
—Chau, ma.
Mamá no responde; apoyada contra la pared, se tapa la boca con la mano. Ania la saluda con la mano desde el dormitorio. Lenka le responde del mismo modo. Siente un gran embarazo por ese lance. Si ella no estuviera allí, Ania ahora estaría durmiendo.
En el viejo coche de papá falta el aire y hay humo de cigarrillo; huele a nafta, como en el autobús, sólo que aquí el olor es más intenso. También huele a perro mojado. Para no marearse, Lenka mira hacia delante y regula la respiración.
—¿Por qué estás disgustada? —pregunta papá—. Igual que mamá, carajo.
Lenka calla, se encoge un poco. Quiere ser más como la Tía y el Tío, pero, por lo visto, no le ha sido destinado.
La abuela, al parecer, ni siquiera se sorprende de que Lenka y papá hayan llegado a las dos de la noche. Lenka está cansada, va a su habitación y se sienta en la cama. Ahí está su enciclopedia, ahí está la taza con té frío y tres cucharaditas de azúcar; Lenka se lo bebe de un trago.
—Míshenka, ¿no quieres comer algo?
—No, mamá, me voy. ¿Tienes mil rublos? El quince cobro y te los devuelvo.
—Sí, claro. —Se oye cómo la abuela hace susurrar la bolsa de tela que cuelga en el perchero del recibidor. Susurra la bolsa, susurran los billetes.
—Bueno. Chau, Lenka.
—¡Lénochka, papá se va!
Lénochka se asoma al pasillo, saluda con la mano. Papá la saluda con la cabeza y sale, llevándose consigo el tabaco, el pelo de perro y el alcohol. Lénochka se quita el suéter con el Mickey Mouse verde (el cabello le crepita por la electricidad, se le pega a la cara), se quita el jean. Las medias quedan dentro, cuelgan de las perneras del jean como patas vacías, como piel de algodón abandonada. Lénochka se trepa al alféizar — ancho, de piedra, calentado por el radiador; su calor recuerda el verano y Sochi. Por la nocturna Avenida de la Paz navegan autos-estrellitas, dos flujos, uno en sentido horario, otro en sentido antihorario. El coche de papá sale del arco, se funde en la Vía Láctea de automóviles en dirección a Mitishi, se achica, se convierte en una estrella.
Lenochka, sentada, espera.
Notas
[1] Ciudad ubicada al noreste de Moscú. [N. del T.]