Anna Zlatkova

(Anna Zlatkova es licenciada en Filología Española por la Universidad de Sofía San Clemente de Ojrida. Trabaja principalmente como traductora del español al búlgaro. Ha traducido obras de escritores y pensadores españoles e hispanoamericanos como san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, José Antonio Maravall, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Antonio Di Benedetto, Gabriel García Márquez y Octavio Paz. )
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Al evocar en los años de este siglo los del siglo pasado en que transcurrió la mayor parte de la vida de mi generación, vienen con frecuencia a mi mente estas palabras de Chatski de la comedia El mal de la razón del escritor ruso Aleksandr Griboiédov: “si comparamos la centuria actual con la pasada, / reciente es la leyenda, pero dura de creer”. ¿Qué podríamos decir quienes hemos vivido a caballo entre dos épocas al comparar la experiencia de “nuestras dos centurias”? Si hubo algo en el pasado siglo que añoramos, son, sin duda alguna, los juegos de la infancia y aquellos libros que nos permitían salir del mundo cerrado en que estuvimos obligados a vivir. Si hay algo en este siglo que nos da fuerzas es la esperanza de que, pese a las dificultades, nuestro país seguirá por el camino que emprendió en sus inicios. Y si hay algo común entre estas centurias tan distintas que a mí siempre me ha proporcionado contento y consuelo, ha sido, sin lugar a dudas, la traducción. Es por ello por lo que siento una gratitud infinita hacia aquellos escritores cuyos libros, al leerlos y traducirlos, tanto en aquella como en esta centuria, han sido un refugio salvador. Uno de estos escritores es Jorge Luis Borges.
Así como queda grabada en la memoria para siempre la primera lectura de la obra de un escritor que nos apasiona, nunca se borra el recuerdo del primer contacto que se ha tenido con ella como traductor. Para mí ese primer contacto fue el cuento de Borges Las ruinas circulares que se publicó en 1979 en una colección de cuentos fantásticos latinoamericanos y que pasó desapercibido por la censura, pero no para el atento lector.
“La primera letra del Nombre ha sido articulada”, me decía por aquel entonces con entusiasmo y también con impaciencia tras tantos años en que “Borges y Bulgaria” había sido un sintagma impronunciable, prohibido. Me equivocaba. Tenían que pasar diez años exactos para que en las letras patrias se pronunciara libremente el nombre de Borges, para que aparecieran en búlgaro los primeros dos libros con poesía y prosa escogidas del escritor argentino que, siguiendo la práctica arbitraria de poner títulos a las selecciones, se publicaron con los títulos Del infierno y del cielo y La biblioteca de Babel. La triste y humillante verdad es que se tenía que esperar la publicación de obras borgesianas primero en la Unión Soviética, donde se había esperado largo tiempo el visto bueno de la Cuba castrista. Cuando por fin en 1984 se publicó en la URSS un libro con cuentos, ensayos y prosas cortas de Borges, la editorial Narodna kultura incluyó en sus planes la publicación de un tomo de prosa seleccionada, pero por motivos de seguridad optó por utilizar la selección, el prólogo y los comentarios de la edición rusa. Quizás en los años de la perestroika soviética esta seguridad ya no les pareció lo bastante fiable a los responsables de la editorial y es por ello que el libro titulado La biblioteca de Babel apareció apenas en 1989. Ya no es tan reciente la leyenda, pero siempre permanece dura de creer, diríamos hoy parafraseando las palabras del personaje de Griboiedov Chatski. Sin embargo, no deja de ser sintomático que la aparición de La biblioteca de Babel en nuestras librerías coincidió con la de aquel libro de tapas rojas y azules con Páginas escogidas del autor J. L. Borges, prologado por Roberto Fernández Retamar en 1986 y publicado en 1988 por Casa de las Américas, que también llegó a las librerías cubanas en 1989. Por lo que escribe Alfredo Alonso Estenoz en su libro Borges en Cuba: estudios de su recepción (2017), queda patente que en la Cuba de Castro Borges tuvo la misma suerte que tuvieron muchos escritores y pensadores en la Unión Soviética y los países de Europa del Este, que, por motivos ideológicos a veces absurdos, fueron ostracizados, silenciados y sus libros, incluidos en un nuevo Index librorum prohibitorum, permanecieron largos años encerrados como prisioneros en fondos especiales al alcance tan sólo de algunos especialistas que podían ser incompetentes siempre que fueran ideológicamente inquebrantables. En aquel entonces a veces alguno de esos libros prohibidos, traído del extranjero, llegaba a manos de algún amigo que lo pasaba a sus amigos de confianza y así, además de leerlo, si era posible, transcribíamos páginas enteras convertidos en verdaderos copistas de algún scriptorium medieval.
Mientras se esperaba el tan deseado Imprimatur!, en 1985 la editorial Narodna kultura publicó la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, ofreciendo de ese modo al lector búlgaro la posibilidad de leer esta novela del escritor y semiólogo italiano antes de conocer la obra de Borges, un hecho que por sí solo pudo convencernos de que la técnica del anacronismo deliberado con el que Pierre Menard enriqueció el arte de la lectura es, sin lugar a dudas, de aplicación infinita porque además de que nos invita a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida, nos permitió leer El nombre de la rosa como si fuera escrita antes de las obras del escritor argentino en cuyo nombre y ceguera hace pensar el personaje de Eco Jorge de Burgos.
A partir de los años noventa el deseo de editar a uno de los grandes escritores del siglo XX, largo tiempo tan injusta como absurdamente discriminado, fue la causa de la aparición un tanto indiscriminada, caótica, de libros con poesía y prosa seleccionadas, y sólo en los primeros decenios del siglo en curso se han publicado en su totalidad Ficciones, El Aleph, Historia universal de la infamia, El libro de arena, Otras inquisiciones, El libro de los seres imaginarios.
A pesar de no pocas decepciones –desde la anulación de mi primer contrato en el lejano 1985 hasta el plagio de traducciones mías publicadas con nombre ficticio–, hablar de mi experiencia como traductora de Borges es hablar de lo mucho que me ha enriquecido el acercamiento a este gran escritor; es hablar de la felicidad de traducir sus poemas, sus cuentos y ensayos, que son como vasos comunicantes en los que temas e ideas discuten entre sí, se amplían y enriquecen mutuamente aportando un sentido nuevo y profundo; es hablar de las lecciones de ética lectora que me ha dado; es hablar de la enorme erudición adquirida a base de un ingente esfuerzo en la progresiva ceguera; es hablar de la búsqueda constante y la urgencia de no quedarse fatalmente confinado en el ámbito de una cultura local como lo fue el Averroes de su cuento.
“¿Qué será Buenos Aires?”. Así empieza una de las poesías borgesianas dedicadas a Buenos Aires. ¿Qué será Borges para mí? Es, aparte de lo mencionado, el juego, dicho con palabras de Hermann Hesse, con todas las ideas de la cultura humana en que el escepticismo radical está equilibrado por el lúcido convencimiento de que en la insondable profundidad de lo cognoscible se reflejan las inagotables posibilidades de la imaginación humana; es la pasión por la etimología cuya interpretación desesperaba a san Agustín; es ordenando bibliotecas, tratar de ejercer aquel arte de la crítica que él sabía ejercer de un modo silencioso y modesto; es la tan querida figura oximorónica; es la inolvidable hipálage; es el adjetivo metonímico; es la enumeración que produce vértigo porque en ella se abre el caos primigenio; es aquel ritmo inconfundible en prosa y poesía; es la mistificación, la cita inventada alegremente mezclada con la auténtica; es el paratexto que puede ser elevado a la categoría de texto; es la nota a pie de página; son todos los escritores que he conocido y leído gracias a la lectura de su obra; y es incluso, por nimio que sea, algún detalle que tal vez le hiciera sonreír tristemente: el censor que corrigió severamente Dios escrito en la traducción con mayúscula, porque la antigua ortografía atea sólo permitía la menospreciante minúscula, y que a mí me hizo recordar aquel ascético millonario de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius que “descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios inexistente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo”; o el desconcierto de unos literatos de que el Quijote de Pierre Menard sea idéntico al de Cervantes ¡hasta la mismísima puntuación!; la repentina oscuridad por un corte de electricidad justo en el instante en que traducía las últimas palabras de La busca de Averroes: “Averroes” desaparece”, y la página en blanco en mi ejemplar del libro ya editado, coincidencia que le hubiera gustado tal vez; y es el paseo por laberintos perplejos, los espejos que se reflejan infinitamente en otros espejos; es, para abreviar, el número catorce que por sí mismo ya es el infinito.
Mis iniciales A. Z., tan egocéntricas, porque “az” (en búlgaro аз) significa “yo”, piden un Borges solo para mí, un Borges y yo, que traducido suena Borges y az, sugiriéndome con perfecta inmodestia: para ti sola nació la obra de Borges, como el Quijote para Cervantes, él supo escribir y tú, traducir. El deseo de haber traducido todo Borges se equilibra por el consuelo de que, como reza el dicho latino, varietas delectat, por la comprensión de que la variedad de enfoques enriquece, que se descubren nuevos aspectos, que el esfuerzo en la aproximación a la tan difícil, efímera y, tal vez, inaccesible perfección es una tarea de todos. ¡Ojalá nuestros jóvenes colegas emprendan ese camino que lleva al infinito!
En cuanto a mí, mientras esté aquí, seguiré leyendo y traduciendo a Borges “con previo fervor y con una misteriosa lealtad”, como escribió en Sobre los clásicos, hasta que un día, tal vez junto a otro río, anudaré con él otro diálogo para no acabarlo ya nunca.