Omar Lobos
“El pueblo sólo recuerda y cuenta aquello que puede comprender y transformar en leyenda. Lo demás discurre junto a él sin dejar una huella profunda, en la indiferencia muda de los fenómenos naturales y anónimos, sin tocar su imaginación y sin marcarse en su memoria”.
(Ivo Andrić, Un puente sobre el Drina, p.14)
“…en todas partes del mundo, por donde sea que vaya o se detenga, mi pensamiento encuentra puentes fieles y silenciosos como un deseo humano eterno y eternamente instaurado de conectar, reconciliar y unir todo lo que surge ante nuestro espíritu, ojos y pies, para que no haya divisiones, oposiciones ni despedidas”.
(Ivo Andrić, “Los puentes”)
“¡Que Dios bendiga este edificio, este puente milagrosamente hermoso!»
(Inscripción en la kapia del puente sobre el Drina)
Un puente sobre el Drina es un poema. Más que intentar contarnos algo, trabaja para la metáfora. Por supuesto, esta metáfora está sobradamente desmenuzada y repetida en el libro, pero además se enreda con otras metáforas, que el propio autor nos elucida, aquí y en otros escritos suyos. Y es una metáfora bastante sencilla. También, como el puente, el texto tiene algo de escultural y de monumental. Nos gustaría conocer el idioma serbio para percibir cómo labra el autor en el plano de la lengua. Solo en alguna enciclopedia se nos dice que en un momento de su vida escribía en el “dialecto iekavio” (bosníaco croata), y que después en cambio se pasó al “dialecto ekavio” (serbio), pero son sutilezas que a nosotros se nos escapan y no sabemos estrictamente qué otras cosas culturales comportan.[1] Nos alcanza, sí, la sobriedad narrativa de la exposición, así como pueden percibirse, aun en la traducción al castellano, las voces turcas que impregnan el relato y que dan cuenta del carácter multicultural del escenario de la obra –en algunos casos porque están explicadas en el correr del texto o en nota al pie, en otros porque se intuyen los realia–. Así, el propio término que Andrić utiliza para el título del libro no es la forma eslava most (“puente”) sino ćuprija, que a todas luces proviene del turco köpri o köprü.
El protagonista de la novela es el imponente puente de piedra que atraviesa el río Drina en la ciudad bosnia de Višegrad, construido en la segunda mitad del siglo XVI por un visir otomano de origen serbio-bosnio: Mehmed Pashá (por su pueblo de origen, Sokolović, o, en turco, Sokollu). La ciudad se encuentra próxima a la frontera entre Bosnia y Serbia y también representaría, durante mucho tiempo, el límite del imperio otomano con el occidente cristiano. Y ya la propia figura del visir encarna un puente cultural: Mehmed Pashá (lo mismo que su famoso arquitecto Mimar Sinan) fue un niño cristiano de los que los otomanos arrancaban a sus familias para educarlos como musulmanes y formarlos como jenízaros, soldados al servicio del sultán.[2] De la misma manera, andando los tiempos, los eslavos islamizados en la región se convertirían en los “turcos” de Bosnia[3]. El hábito de la convivencia y la política del imperio respecto de las comunidades confesionales (llamadas millet) –que establecían además su propia legislación, aunque lógicamente subordinada a la legislación imperial– harán que estas personas naturalicen una vida en común y se habitúen a ella a lo largo de las generaciones. En la novela, por ejemplo, resumen esa matriz pluricultural pasajes como este:
«Como todos los sábados, los judíos de Vichegrado se reunieron en la kapia, llevando con ellos a sus hijos. Desocupados y solemnes, con sus pantalones de raso y sus chalecos de lana, tocados con su fez aplastado, de color rojo subido, celebraban escrupulosamente el día del Señor, paseándose a lo largo del río como si buscasen a alguien. Pero, la mayor parte del tiempo, mantenían ruidosas y acaloradas conversaciones en español, empleando únicamente el servio cuando juraban» (Andrič, 1983, pág. 190).
Por supuesto que en esto interviene también el hecho de que nos encontramos en una etapa del desarrollo estatal que llamaríamos “pre-nacionalista”, donde las comunidades se articulaban en torno de lo que Benedict Anderson llama “el reino dinástico”, que en una época fue “el único sistema ‘político’ imaginable”, donde –contrariamente a la concepción estatal moderna que involucra un territorio políticamente demarcado–
«los estados se definían por sus centros, las fronteras eran porosas e indistintas, y las soberanías se fundían imperceptiblemente unas en otras. Así se explica, paradójicamente, la facilidad con la que los imperios y los reinos premodernos podían sostener su control sobre poblaciones inmensamente heterogéneas, y a menudo ni siquiera contiguas, durante largos períodos» (Anderson, 1993, págs. 39-40).
Entre los diversos y sucesivos estratos de dominio imperial en la región que involucra la obra de Andrić, se cuentan el romano, el bizantino, el serbio, el otomano, el austrohúngaro, dominios que se fueron asentando sobre la base del elemento eslavo (al menos, el común elemento lingüístico). Primero fue un territorio tironeado entre el occidente católico y Bizancio, es decir, entre las dos grandes Iglesias cristianas; pero al sobrevenir la conquista otomana hubo también una masiva islamización de los bosnios (sobre todo de los estamentos superiores), a la zaga de la conversión de la antigua Constantinopla en Estambul, por lo cual la región se caracterizó por una multiculturalidad, hija de los desplazamientos humanos y sus colisiones.[4] (¿Y qué región, qué Estado, qué alguien puede sustraerse a lo que paciente o impacientemente va nevando de esa manera el tiempo, y que la antropología ha llamado sincretismo?)
Andrić nos va dando cuenta de todo esto, en una relación lineal que recorre casi cuatro siglos de una vida que podría llamarse “cotidiana” en un pequeño enclave urbano sobre el áspero y verde río de montaña llamado Drina. Los personajes del relato no son personajes en sentido literario, narratológico, con una determinada funcionalidad de tipo argumental. Son figuraciones –muy vívidas, por cierto– a la manera en que la memoria popular evoca personajes pueblerinos pintorescos, que han trascendido a fuerza de permanencia en el paisaje comunitario o bien por algún hecho particular de sus existencias. Tienen de algún modo una función sinecdótica y su fuerza está en el mosaico que representan en su colorida convivencia: el turco Ali-hodja, Salko el Tuerto, Mula Ibrahim, el pope Nikola, Santo Papo (de los judíos sefardíes expulsados de España en 1492 y que hablan en ladino), la bella y firme Lotika (de los azkenazi que llegarán con los austríacos desde la Galitzia transcarpática), diversos agas y beys locales y de las inmediaciones, todos ellos sencilla y amorosamente tratados por la voz narradora, como todo lo que en general proviene de una memoria íntima y querida.[5]
A propósito del modo de la narración, Walter Benjamin, en su conocido ensayo sobre Nikolái Leskov, trata de caracterizar el arte narrativo de este escritor ruso, y lo encuadra en la tradición de la transmisión oral de la experiencia que la humanidad había cultivado desde siempre:
«La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en que han abrevado todos los narradores. Y entre ellos, de los que han escrito relatos, los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del lenguaje de muchos narradores anónimos» (Benjamin, 1986, pág. 190).
Entre estos últimos, distingue Benjamin “dos tipos arcaicos”, que grafica en “el labrador sedentario” (que guarda recuerdos queridos del pasado) y “el marino mercader” (que trae noticias del lejano mundo), y enfatizará que “la figura del narrador sólo recibe su plena sustancia cuando incorpora ambas características” (ibídem). En ambos casos, la orientación es oral, y tiene que ver con la experiencia y la sabiduría.
Esto que dice Benjamin a propósito de Leskov bien podemos aplicarlo a la figura de Andrić.[6] Por un momento imagino al autor –o a alguna otra persona– leyendo la novela en voz alta en Višegrad en un círculo de personas locales: quien asiente con la cabeza, confirmando la veracidad de tal o cual cosa, quien vuelve a escuchar emocionado historias que conoce y que le son propias, quien se reserva para luego hacer una apostilla o corrección sobre lo que se dice de este suceso, quien reconoce en los personajes a alguna figura real que hubiera conocido o mencionaran sus mayores, etc. Como dice Pablo Tijan respecto de la narrativa más joven de Andrić (sus primeros libros de relatos),
«[l]os argumentos de todas estas narraciones y cuentos han sido tomados del pasado de Bosnia y de sus tradiciones. Por sus páginas desfilan los representantes típicos de la abigarrada sociedad bosnia, cristianos y musulmanes, turcos y austríacos, cónsules y visires, sefardíes, frailes franciscanos y popes ortodoxos, el pueblo y sus tiranos, héroes y rebeldes, aventureros, espadachines, pícaros y ladrones, todos ellos conviviendo y luchando en un reducido territorio en el que entrechocaban tres culturas distintas y tres antagónicos intereses políticos» (Tijan, 1962, pág. 50).
Andrić también cuenta en un hilo un tanto a la manera de la antigua tradición oriental[7] que la Europa medieval desarrolló luego en sus decamerones, sus cuentos de Canterbury o libros del Conde Lucanor. Es la tradición (y el procedimiento) del relato enmarcado, que Viktor Shklovski refiere en “La construcción del cuento y la novela”; este procedimiento de encuadre, no obstante, puede derivar en el de enhebrado, a través –por ejemplo– de un personaje en común que vertebre de manera más orgánica lo que puede aparecer como relatos independientes (Shklovski, 1999). En ambas formulaciones, la voz autorial que articula la o las narraciones está reducida a la mínima labor de hilván y sostén, al modo del hilo que une las cuentas de un collar pero es incluso ocultado por estas. En el caso de Andrić, aun cuando relate “con arte”, ese arte está enteramente subordinado a aquello puro que quiere ser relatado. En este sentido, el modo en que su discurrir estructura la trama acercaría El puente… más a la forma “novela corta” que a la novela, comprendiendo a la primera como la exposición de un hecho o una serie de hechos articulados en un solo eje, en contraposición a la multiplicidad de planos o líneas narrativas que pueden convivir en una novela.
En la obra que nos ocupa, el motivo que objetivamente enhebra de modo unilineal la narración es la muda, serena y augusta presencia del antiquísimo puente de piedra, constante, místicamente inmutable, con sus once arcos por donde eternamente se cuela el Drina, con su kapia en el centro –un ensanchamiento sobre el río que se abalcona hacia ambos lados e invita a detenerse– y su muro con una estela blanca donde se despliega una sentencia en turco; frente a ella, del otro lado de la kapia, un sofá sitio de encuentros, de conversaciones, de paréntesis de la vida donde los hombres fuman pipa, los muchachos y las muchachas cantan, y el joven Milán Glasinchanin se juega su fortuna a las cartas con el mismo diablo; también sitio de masacres y ajusticiamientos, desde el espantoso castigo primordial al legendario Radislav –un campesino cristiano que atentara contra la construcción del puente en tanto obra impía del invasor islamita–, pasando por las decapitaciones de los otomanos en la guerra contra Karađorđe (o Jorge el Negro), que lideró el primer levantamiento serbio contra el imperio otomano a comienzos del siglo XIX, hasta los ahorcamientos de los austríacos durante las guerras balcánicas.
El puente permanece como en otra dimensión; como un gran animal fosilizado que no obstante mantuviera una respiración latente, se presta resignado a las contingencias de los seres humanos, y es no tanto un testigo como un signo que aquellos parecen no comprender, y que va en otro sentido que sus colisiones, sus imperios y sus nacionalismos, y “la política”. Y en sintonía con esa percepción es como se discurre aun sobre los sucesos más terribles:
–¿Cómo te llamas? –preguntó el viejo.
–Milé –repuso humildemente el muchacho, como si continuase contestando a las preguntas de los turcos.
–Milé, hijo mío, abracémonos –y el anciano reclinó su blanca cabeza sobre el hombro de Milé–. Abracémonos y hagamos la señal de la cruz. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Se santiguó y bendijo al muchacho con unas palabras, puesto que tenía las manos atadas, y con rapidez, porque ya se acercaba a ellos el verdugo.
Éste, que era uno de los soldados, concluyó de prisa su tarea, y los primeros caminantes que bajaron de las colmas –era día de mercado– y cruzaron el puente, pudieron ver las dos cabezas clavadas sobre unas estacas nudosas, cerca del reducto. (Andrič, 1983, pág. 112)
La narración de estos hechos aparece completamente despojada de valoraciones, incluso de énfasis, el dramatismo se asordina (y esto también produce su efecto dramático) sobre el telón inmenso de un acontecer mayor; todo lo que remane de ellos se va depositando como una fina capa silenciosa sobre las mismas piedras, y ahonda el carácter significante del puente. Por otra parte, la voz narrativa se desliza por hechos conocidos y ya familiares que, bueno, así ocurrieron. Dice Benjamin en su artículo que “es casi la mitad del arte de narrar una historia el mantenerla ajena a toda explicación mientras se la reproduce” (Benjamin, 1986, pág. 194). Tampoco Andrić, al igual que Leskov, impone ninguna interpretación. Es la propia vieja lógica del sucedido lo que gobierna la trama, o bien, la sumisión a la lógica del designio, que es –entendemos– lo que constituye la tesis del autor. Por otra parte, Benjamin dirá que en el tipo del narrador se ha mantenido, de modo secularizado, el cronista medieval:
«[los cronistas, a]l sujetar su narración histórica a un plan divino de redención, que es insondable, han renunciado de antemano a hacerse cargo de explicaciones demostrables. En lugar de ella, aparece la exposición, que no toma a su cargo el enlace exacto de acontecimientos determinados, sino que se ocupa sólo con la forma en que pueden ser engarzado el gran e insondable curso del universo» (Benjamin, 1986, pág. 200).
Y en esta combinación del narrador con el cronista, afirma que “no puede establecerse si la trama en que aparecen las cosas en su curso es la tela dorada de una intuición religiosa o la tela colorida de una intuición profana” (ibídem).
Cuán a propósito vienen estas brillantes, hondas y poéticas definiciones de Benjamin. Y cómo se entrelazan en la mirada de Andrić el ascetismo religioso cristiano y la sensorialidad oriental.
En la novela parecieran tejerse dos tiempos: el cronológico, histórico, el vertiginoso tiempo de las contingencias, y el lento tiempo maduro de lo perdurable, cuasi análogo al no-tiempo de la naturaleza, al puro redondel que dibujan las estaciones. Así comienza la narración:
«En el punto en que el Drina surge con todo el peso de su masa de agua verde y espumosa, fuera del conjunto, en apariencia cerrado, de las montañas negras y escarpadas, se yergue un gran puente de piedra armoniosamente tallado, con once ojos de ancha abertura. Desde ese puente, como si fuese una base, se despliega en abanico un valle ondulante con la pequeña ciudad de Vichegrado y sus alrededores, con algunas aldeas colgadas de los flancos de las colinas, cubierto de campos, de pastos y de grandes extensiones plantadas de ciruelos, cortados por cercas y salpicado de sotos y de unos escasos bosques de abetos. De este modo, cuando se contempla desde el fondo del horizonte parece que, bajo los amplios ojos del puente blanco, corre y se extiende no sólo el verde Drina, sino todo aquel terreno soleado y cultivado, con cuanto en él crece y con el cielo meridional por encima» (Andrič, 1983, págs. 9-10).
De este modo, el puente y todo el mundo circundante –que incluso aparece como articulado por aquel– se indistinguen en su esencia, se esfuma la diferencia entre la naturaleza y lo creado por el ser humano. “Su línea luminosa en la composición de la ciudad no cambió más de lo que pudiera cambiar el perfil de las vecinas montañas, recortado sobre el cielo” (Andrič, 1983, pág. 86). El puente ya no pertenece a la historia, por más que en la estela blanca que corona su centro diga que fue concluido en “el feliz año 979 de la Hégira, es decir, el 1571 de la era cristiana”: este simple dato no consigue sustraerlo a aquella parte de lo histórico que ha fugado ya a lo legendario, y se combina en el mismo plano que el baile borracho de un desesperado y siempre herido de amor Salko el Tuerto a lo largo de todo el parapeto, o el suicidio de la hermosa y humillada Fata, hija de Avdaga, durante la procesión de su boda. Nuevamente, la voz narrativa lo sumerge todo en un illo tempore que solo importa en su articulación interna, sin conexión con lo que reconocemos como tiempo real, histórico (Barthes, 2011, págs. 29-30). Es decir que es también un tiempo investido de una sacralidad: el tiempo de los mitos.
Cierto. Después del prolongado estatismo oriental, con los austríacos aparecen en nuestro escenario “el progreso” y sus vértigos: el tren, los bancos, la circulación de dinero, los jóvenes que marchan a estudiar en las universidades de Viena, Praga, Gratz, Zagreb. El mundo se revela más ancho y complejo, y la vieja comunidad comienza a disgregarse: la imagen de cuatro ancianos sentados en el sofá de la kapia deviene una postal tristísima, están allí –metonímicamente– el pope Nicolás, Mula Ibrahim, el muderis Husein efendi y el rabino David Leví. Con la llegada del siglo XX las cosas empiezan a cambiar, pero no como habían cambiado “antes”, y la clave está en que “se empezó a hablar, cada día más, de política” (Andrič, 1983, pág. 275). El rico Pavlé Rankovitch, presidente de la asociación serbia que administra la escuela parroquial, que ya no usa el traje nacional pero conserva el fez rojo y chato, observa con temor a los jóvenes que discuten acaloradamente y utilizan “palabras pomposas y vagas: la libertad, el porvenir, la historia, la ciencia, la gloria, la grandeza. Semejantes palabras abstractas le ponían la carne de gallina” (Andrič, 1983, pág. 338). Ahora sí es el tiempo histórico, el propio tiempo del joven Andrić[8].
En esta región pluricultural, con el estallido de la primera guerra mundial se reavivarían sentimientos nacionalistas que habían sido sofocados por los yugos imperiales y condenados a mantenerse circunscriptos a una pertenencia identitaria, pero que, transformados en ideología, ahora vuelven a exaltarse y marchan al reclamo de una nación-Estado independiente, que será la forma legitimada de organización estatal en el siglo XX luego de la caída de los viejos imperios (Anderson, 1993, pág. 161). Esa refuncionalización del sentimiento nacionalista en los Balcanes tendría consecuencias funestas durante todo el siglo.[9] En la novela, la cuestión asoma ya durante los bombardeos de la ciudad, cuando
«las gentes de distintos credos no se mezclaron unas con otras ni se sintieron unidas por un soplo de solidaridad en medio de la desgracia común; ni se reunieron, como antes, para buscar en la conversación un soporte y un alivio. Los turcos estaban en las casas turcas y los servios se recogieron, como apestados, en casas servias» (Andrič, 1983, págs. 379-380).
Conforme con nuestra lectura, no comprendemos algunas interpretaciones que filian en un ideario panserbio la mirada supuestamente antimusulmana de Andrić. Pablo Tijan, en su artículo, dirá que aquel, en su simpatía por los serbios (ortodoxos), “resulta del todo injusto con los musulmanes, a los que llama exclusivamente ‘turcos’, considerándolos invasores y representantes de la opresión en los que difícilmente pueden encontrarse rasgos nobles y humanos” (Tijan, 1962, pág. 53). Esta perspectiva ideológica que le adscribía un croata católico en 1962 se reactualizará de modo virulento durante la disolución de la Yugoslavia comunista y la guerra de Bosnia, cuando la figura de Andrić sea encendidamente atacada por los bosnios (y por los croatas). Pero habría una contradicción con el hecho de que uno de los personajes más característicos de la novela, el turco Ali-Hodja, sea quien cierre el relato, en tanto es su perspectiva aquella que la voz autorial acompaña narrativamente. Cuando los bombardeos arrecian sobre la ciudad y sobre el puente, el último dolor del hodja por aquello sagrado que estaba siendo destruido no se compadece con un tratamiento negativo por parte del autor.
«El hodja alzó los ojos. Por arriba entraba la luz del sol. Sin duda, la piedra había perforado el techo frágil, construido con madera. Miró de nuevo aquella piedra blanca, porosa, lisa y tallada por dos de sus caras, cortante por las otras. «¡Ah, el puente!», pensó el hodja» (Andrič, 1983, pág. 407).
Andrić evoca esta situación cuando acaba de ser reactualizada por el ataque e invasión nazi a Yugoslavia en 1941, hecho que refuerza la inscripción mítica de su relato. En el trágico desenlace hay, fundamentalmente, un desagarro doloroso (el puente, el corazón del hodja), devenido de un sacrilegio:
«en un instante, habían hecho saltar todo por los aires, como si se hubiese tratado de una roca y no de una fundación pía, útil y hermosa. Ahora comprendía quiénes eran aquellas gentes y lo que buscaban. Ya lo había intuido desde el primer momento, pero, en aquel día, el más imbécil de los imbéciles podía verlo. Habían empezado atacando lo que era mucho más sólido y más duradero; habían tomado lo que pertenecía a Dios. Y, ¡quién sabe dónde se detendrían! El puente del visir había quedado destrozado; una vez que habían empezado, nadie podría detenerlos» (Andrič, 1983, págs. 409-410).
El puente roto abandonado en un suspenso trágico al final funciona como símbolo de la comunidad rota. Porque, al igual que su personaje, Andrić también identifica el puente en un sentido místico, religioso. Si, como sostiene Benjamin, “la orientación hacia intereses prácticos es un rasgo característico de muchos narradores natos” (Benjamin, 1986, pág. 192), podemos interrogarnos sobre los propósitos –conscientes o no– de Andrić para contarnos lo que nos cuenta. ¿Qué situación, qué impulso mueve al narrador a iniciar y sostener su relato? Fue escrito en su ostracismo belgradense durante los años duros de la ocupación, con su fondo de disolución socio-estatal y deshumanización. Y aquí volvemos al poema, a la metáfora y al mito (Andrić inició su carrera literaria con la poesía, y la poesía, igual que el mito, es fundamentalmente cifra). Lo más inmediato es la metáfora del puente como unión entre dos mundos que el autor mismo explicita[10], pero ésta sería subsidiaria de una idea mayor, de carácter religioso, que ya hemos avanzado. Tiene que ver con lo que se hace para los hombres y a través de ellos es un tributo a Dios (el arquitecto Sinan construía puentes y mezquitas), que es el gran garante de la comunidad, o sea, la comunidad solo se comprende en una proyección sagrada; por eso el puente es por sobre todo “una fundación piadosa” (no meramente práctica) para unir a los seres humanos. En una obra anterior, que funge de germen de su obra más famosa, Andrić mismo nos dice:
«De todo lo que el hombre erige y construye en su instinto vital, nada es a mis ojos mejor ni más valioso que los puentes. Son más importantes que las casas, son más sagrados, incluso más universales, que los templos. Iguales para todos y con todo el mundo, útiles, construidos siempre con sensatez, en un lugar en el que se cruza la mayor cantidad de necesidades humanas, son más duraderos que otros edificios y no sirven a nada secreto ni malvado» (Andrić, 2022).
Tijan dice que la tesis principal de la novela es que “mientras haya musulmanes en Bosnia no se ha conseguido la conciliación entre Oriente y Occidente tal como la concibe nuestro autor” (ibidem; pág. 54). Sin embargo, el canto de alabanza que constituye el relato del cristiano Ivo Andrić está dedicado a una obra de los musulmanes, puesto que él mismo cree, como Ali-Hodja, que
«no llegarán a desaparecer del todo y para siempre los hombres grandes, prudentes y de alma elevada que construyen en honor a Dios monumentos eternos con los que se embellece la tierra y el hombre alcanza una vida mejor y más fácil. Si esos hombres desapareciesen significaría que el amor de Dios se habría extinguido y borrado del mundo. Eso es un absurdo» (Andrič, 1983, pág. 410).
Este poema sencillo y hermoso, que sostiene una emoción serena sobre los hechos que evoca a lo largo de sus no breves páginas, profundo por el amplio y tremendo lienzo que construye, puede leerse como un cuento, una suerte de “pintura de tu propia aldea”, y es en esa ausencia de pretensiones donde a la vez cifra su tremenda potencia poética.
Bibliografía
Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas. Rejlexiones sobre el origen y la difusion del nacionalismo. México : FCE.
Andrič, I. (1983). Un puente sobre el Drina. Buenos Aires: Orbis.
Andrić, I. (2022). Puentes (Mostovi, 1933). (E. L. Arriazu, Trad.)
Bádenas de la Peña, P. (1995). Notas para la historia social y política de Bosnia-Herzegovina en épocas medieval y otomana. (CSIC, Ed.) Obtenido de https://digital.csic.es/handle/10261/18755
Barthes, R. (2011). El grado cero de la escritura. Buenos Aires: Siglo XXI.
Benjamin, W. (1986). “El narrador”. En Sobre el programa de la filosofía futura. Barcelona: Planeta-Agostini.
Goytisolo, J. (1993). Cuaderno de Sarajevo. Anotaciones de un viaje a la barbarie. Madrid: El País/Aguilar.
Shklovski, V. (1999). “La construcción de la nouvelle y de la novela”. En Teoría de la literatura de los formalistas rusos. México: Siglo XXI.
Tijan, P. (1962). Ivo Andric, premio Nobel de Literatura 1961. (CSIC, Ed.) Arbor(194), 45-56.
Notas
[1] El eslavista croata Pablo Tijan dirá de Andrić no sin ironía que, proviniendo de “una familia croata católica de Bosnia”, cuando se muda a Belgrado en 1934 “empieza a declararse servio”, y, más tarde, con el advenimiento de la Yugoslavia comunista, “se declara yugoslavo” (Tijan, 1962, pág. 47).
[2] El llamado devşirme fue una institución otomana: se comprendía como un “impuesto sobre la sangre”, un tributo al imperio en la figura de niños. Así, una veintena de grandes visires otomanos entre los siglos XV y XX fueron de origen serbio. En el caso de Mehmed Pashá, por ejemplo, también lo fue un sobrino suyo. La influencia que podían luego tener en sus patrias de origen no era nada desdeñable: en su momento, Mehmed Pashá también conseguiría del sultán la restauración del patriarcado ortodoxo de Serbia (abolido en 1463 con la conquista otomana) con el mismo rango que el patriarcado de Constantinopla, y que fuera ocupado por un familiar cercano suyo (no se sabe a ciencia cierta si hermano, primo o sobrino suyo): el arzobispo y patriarca Makarije Sokolović.
[3] Se trata, en definitiva, de “una población europea, de lengua eslava, pero musulmana, y no tanto observante en exceso cuanto con una conciencia cultural identificada con el islam” (Bádenas de la Peña, 1995). [Las cursivas son mías. OL]
[4] Los austrohúngaros (católicos) llegaron tardíamente, y en las pocas décadas que dominaron no dejaron de ser visto como invasores.
[5] Solo al paso se menciona que, con los austríacos (a fines del siglo XIX), “comenzaron a llegar funcionarios, pequeños y grandes empleados con familia y criados y, tras ellos, artesanos y técnicos para ciertos trabajos y oficios que eran ignorados en nuestro país. Había checos, polacos, croatas, húngaros y alemanes” (Andrič, 1983, pág. 169). Pero estos alcanzan todavía a ser domesticados por la secular cultura local, y, “algunos años después, pasaban largas horas sentados en la kapia, fumaban con sus gruesas boquillas de ámbar y, como viejos habitantes de la ciudad, veían desvanecerse el humo, que se perdía bajo el cielo azul en el aire inmóvil del crepúsculo, o bien esperaban la llegada de la tarde en compañía de nuestros notables y de nuestros beys” (ibídem, pág. 221).
[6] Los tipos metafóricos que caracteriza Benjamin tienen en Andrić un representante cabal: fue tanto un “viejo” habitante de Višegrad, ciudad en la que pasó toda su niñez, como un errante consuetudinario: estudió en Austria, fue diplomático en el Vaticano, en Bucarest, en Berlín, en Trieste, en París, en Madrid, en Ginebra, etc.
[7] Pablo Tijan, en su artículo sobre Andrić, insiste mucho en su “orientalismo”.
[8] En este tiempo que llamamos cronológico, Andrić amalgama, primero, lo que pertenece a la leyenda, luego lo que son recuerdos y personajes ya de la esfera de su memoria cercana, y, finalmente, sus propias vivencias. Recordemos que él también participó en la organización Mlada Bosna (la Joven Bosnia) y fue amigo y camarada de Gavrilo Princip, el autor del célebre atentado de Sarajevo que dio pie al inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914. Si bien el hecho sorprendió a Andrić en Cracovia, con el estallido de la guerra, al volver a su patria fue arrestado. Recuperaría su libertad en 1917.
[9] Suenan horrorosamente surrealistas –y escalofriantes además por lo temporalmente cercanas– las imágenes y testimonios del odio racial –eufemizado en el contexto epocal como “purificación étnica”– que recoge el escritor español Juan Goytisolo en su Cuaderno de Sarajevo¸ libro donde relata su experiencia periodística en la guerra de Bosnia en 1993. No obstante, de un modo consolador, que devuelve momentáneamente a la vieja convivencia histórica, también obtiene afirmaciones como esta: “Quieren imponer el odio entre nosotros pero no lo lograrán. Algún día volveremos a vivir juntos”. “¿Incluso después de todo ese encarnizamiento y barbarie?”. “No olvidamos, pero perdonamos –dice él–. Aquí, al otro lado de la calleja, viven familias serbias. Nos ayudamos mutuamente, bajamos con ellas al refugio. Sarajevo ha sido siempre así”. (Goytisolo, 1993, pág. 47)
[10] “…el puente que une los dos tramos de la carretera de Sarajevo, une también la ciudad a su arrabal. Realmente, cuando decimos «une», lo hacemos con tanta exactitud como cuando se dice: el sol sale por la mañana […], y es, al mismo tiempo, el nudo indispensable de la carretera que une Bosnia con Servia, y aún más lejos, con las restantes partes del Imperio otomano hasta Estambul” (Andrič, 1983, pág. 10); “El gran puente de piedra que, según la idea y la piadosa decisión del visir de Sokolovitch, debía poner en contacto las dos partes del Imperio y, ‘por amor a Dios’, facilitar el paso de Occidente a Oriente y viceversa…” (ibídem, pág. 294).