Canción de cuna

Vera Bogdánova (Sobre la autora)

Traducción: Marcia Gasca

Los pollitos dicen pío, pío, pío
Cuando tienen hambre cuando tienen frío…

Lleva acostada allí toda la tarde de ayer, la noche, y la mitad del día de hoy, esperando a Sáshenka. Está tirada entre el fogón y la mesa, en diagonal en la pequeña cocina, casi en la misma posición en que se había caído. La corriente de aire penetra silbando pausadamente por las rendijas de las tablas. No puede levantarse, ni siquiera doblarse; el dolor en la pierna, en la articulación de la cadera, es insoportable. A su esposo, queenpazdescanse, así mismo se le había muerto una tía, queenpazdescanse: se fracturó la cadera y no logró que nadie escuchara sus gritos de auxilio: la encontraron al cabo de una semana.

Pero Sáshenka vendrá, por eso ella está tranquila. Él prometió que vendría.

Hasta el otro día duermen los pollitos… —se pasa la mano por el vientre. El vientre no quiere dormir, también le duele, más que la pierna. Siente latidos de dolor bajo las costillas del costado derecho, se le ha hinchado bastante, y el dolor se le desplaza hacia la espalda. En otras ocasiones también le había ocurrido eso, después de darse una hartada de comida frita. Le gusta esa comida, a veces se da esos gustos, pero usualmente le duele un poco y después se le pasa. Pero ahora llevaba tres días comiendo solo pan tostado y el malestar era cada vez más intenso, se doblaba de tanto dolor. Esta vez le dio fuerte, y por eso había sufrido esa tremenda caída.

Durante las noches hace calor. En la madrugada comienzan las sudoraciones.

Se desata el cordón de la bata de casa, pero de todas formas sigue sudando. El cuerpo parece diluirse, derramarse en gotas sobre el entablado del piso. En ese atardecer de junio, de tonos violeta-verdosos, se escucha un murmullo, como un susurro al oído, un murmullo que traspasa las paredes; parece que ahí afuera celebran una fiesta que ha empezado sin ella, ya comen y beben, aunque podrían haberla esperado; le llegan las voces de las mujeres, sus carcajadas y el chasquido de las tazas, a pesar de que habían eliminado el portal, y ya no tenían dónde sentarse allí afuera. Siente el latir del corazón en sus oídos, le golpea en los tímpanos, el susurrar de los manzanos se escucha demasiado alto, en oleadas, y eso le provoca náuseas.

Se oye la risa de Sáshenka, se dejan escuchar sus pisadas descalzo, ella lo llama: Sasha, Sáshenka, ven acá, es que tiene que subirle el short, que siempre se le anda cayendo, porque ella lo había comprado en la primavera una talla más grande para cuando llegara el verano, y no había calculado bien.

Sasha no acababa de llegar, entonces estalló un trueno, se desató un aguacero; de nuevo llama a Sasha porque se podía resfriar. Como aquella vez que corría persiguiendo las ranas y después la fiebre no le bajaba de 39, y agarró una otitis, cómo berreaba, el pobrecito, estaba acostado en aquel mismo sofá, se tapaba las orejas con las manos y lloraba, y ella le puso compresas de agua fría, se sentó a su lado, le acariciaba la cabecita y le cantaba aquella misma cancioncita que le cantara desde que nació, la misma que le cantaba a ella su mamá, y a su mamá, la suya, la que cantaban en la cabecera de la cama de la abuela y de todas sus hermanas y hermanos, queenpazdescansen, muertos en la infancia de fiebre tifoidea.

Los pollitos dicen pío, pío, pio…
La gallina busca el maíz y el trigo
Les da la comida y les presta abrigo.
Cuando se levantan dicen mamacita
Tengo mucha hambre dame lombricitas.

El atardecer violeta-verdoso late como la fontanela de un recién nacido. Ella se hunde en un sopor, las alfombras y el empapelado se hacen más delgados, y el campo dorado se filtra a través de ellos, por allá viene Sáshenka con el azadón al hombro, el perro se enreda entre sus pies. A su encuentro, como una cortina negra, se apresura la tempestad, el aguacero corta como guadaña , golpea la hierba, lo golpea a él, y todo en derredor desaparece.

 Ya amaneció. Está empapada en sudor, como la ropa en remojo en una palangana, y la piel le arde de la sal. Siente dolor, no logra moverse de ninguna manera, el cuerpo se le ha entumecido, como si estuviera hinchado de agua. Junto a la puerta resalta la clara silueta de un pollo muerto y desplumado; había saltado de la bandeja cuando ella cayó al suelo. Aquel trozo blancuzco atrapa su mirada, y a través de esta parece sentir el frío y la viscosidad de la piel muerta, la piel erizada de la pechuga y del trozo de pescuezo.

Quería asarle el pollo a Sasha para la cena. Para ella sola no cocina, es decir, solo se hace unos macarrones o se hierve un pedazo de carne, con eso le alcanza hasta para tres días. Menos mal que no le había dado tiempo a encender el horno, no hubiera podido arrastrarse hasta allí y seguro se habría asfixiado con el humo. Tampoco habría podido llegar hasta el teléfono celular, lo tenía en el dormitorio. Había sonado dos veces, después, el teléfono enmudeció y, por lo visto, murió, la batería se le habría agotado. En casa no había teléfono fijo. No pensó que haría falta, además, por el fijo solo llamaba gente que quería estafarte, y Sáshenka lo había desconectado.

Duérmete niño duérmete ya
Si sopla el viento te mecerá
Duérmete niño duérmete ya…

—Que las estrellas te acunarán…

Ella observa cómo un rayo de sol, cual minutero de un reloj, se desplaza por el techo. Tocó la lámpara, quiere decir que son las tres.

Todo es por culpa de Marina. En cierta ocasión, Sasha llegó temprano en la mañana llorando. Un hombre adulto llorando; hasta dónde había que haber apretado la tuerca para que él estuviera así. Se fue, me dice, se fue y no va a regresar. Y gracias a Dios que se fue, le digo, que se vaya al diablo, ¿se fue?, ay, qué tragedia. Al contrario, mejor. Así se lo dije a Sasha: todo es para mejor, ¿cómo es que no lo entiendes? Pero si es que ella te exprimía las entrañas, no hacía nada en la casa, yo llegaba y ustedes no tenían ni comida, ni una sopa, ni un plato de carne, el niño tres días sin bañarse. Y en cuanto yo habría la boca, ahí mismo me salía ella con que: Elena Valentínovna, esta es mi casa. Nosotros lo resolvemos solos.

Lo resuelven ellos solos, dice. Pero si Sasha es como un corderito: va para donde lo llevan.  Bueno es él para resolver nada, seguro que sí; en la escuela, hasta en los grados superiores tenía que arreglarlo todo yo con los maestros, llevarlo de la mano, él solo no sabía hacer nada, es hijo de viejos, y su carácter es como el del padre, queenpazdescanse.  Los amigos que se buscaba eran todos idiotas: siempre se apuntaba para cualquier tontería, bebía con ellos cualquier porquería, diosmeperdone,  mi angelito, hijito de mi vida, cuídate, pero, por qué no te cuidas, mi pollito.

Bajo sus dos alas acurrucaditos
Hasta el otro día duermen los pollitos

Todos están muy interesados en saber si Sáshenka consiguió trabajo.  Y uno se pregunta, ¿a ellos qué les importa? En estos tiempos no es tan fácil encontrar trabajo. Y también, antes Sasha tenía no sé qué padecimiento. Soltó el bofe trabajando para la familia, sin un respiro, para la tal Marina esa y para su niño, hasta que perdió la salud. Ahora Sasha tiene problemas, hubo un recorte, sí, es verdad que él le pide dinero de la pensión, sí, pero ¿cómo se lo va a negar? A ella le alcanza para comer y también le alcanza para ayudarlo con algo, solo hay que esperar un poco, resistir, eso del dinero es una tontería, el dinero va y viene, puedes entregarlo todo, con tal de sentirte mejor.

Siente un ardor y unos pinchazos bajo las costillas. Mira hacia la esquina de la mesa cubierta con un mantel de nailon.  La esquina del nailon ondea. Las flores en el mantel (¿violetas? ¿violas? Nunca supo distinguir una de la otra) ora se hacen más brillantes, ora se oscurecen, y siente calor, de nuevo tiene calor. A la derecha está el sitio de Sasha, bajo el cuadro del lago, desde niño le gustaba sentarse ahí, y apoyaba cómicamente la cara en el puño, colocando el codo en un sitio donde el dibujo se había desteñido. Le gustaba la sopa de coles, se podía comer hasta dos platos. Y el pan de Borodinski frito. Se limpiaba la boca con la manga, que después no había dios quien le quitara la mancha, y ella peleaba por esa tontería, peleaba constantemente… Qué disparate, pensaba ahora. Qué tontería, una mancha en una camisa. Sasha, qué bueno era cuando tú vivías conmigo. Ahora la casa está tan vacía, Sasha, hay tanto calor, tengo tantas náuseas.

De repente se dio cuenta de que él llegaría hambriento y que no habría comida. Un disgusto tras otro.

—Luna lunera cascabelera, cinco pollitos y una ternera… —de nuevo comienza a cantar, ya fuera por aburrimiento o para no quedarse dormida. No podía volver a dormirse—. Ay solecito caliéntame un poquito.

Sigue allí tirada y espera a Sasha.

En cuanto entró, vio las piernas. Las piernas de la madre llenas de bultos, cubiertas de venas,  se veían blancas a la luz del atardecer, un pie descalzo, la pantufla tirada hacia un lado. Un olor a orina y a perro enfermo. Ha muerto, pensó, y al unísono se apoderaron de él el horror y el alivio. Sasha quedó petrificado y se cubrió de sudor.

Pero la madre lo llamó. Ella gritaba como un náufrago cuando la cargó para llevarla al sofá de la cocina. Encharcada de sudor y orina, el cuerpo caliente, la bata abierta. No se le entendía si le dolía la pierna o la cadera, primero decía una cosa y después otra. Sasha le trajo agua, llamó por teléfono una ambulancia y le prometieron que vendrían. Tenemos muchas llamadas, le dijeron, ¿tiene tos, pérdida del olfato? ¿No tiene tos? Entendido, espere.

Ahora la madre no se calla, susurra algo sobre una vecina, sobre la escuela y los amigos con los que Sasha solía divertirse. Te empaparás con la lluvia, ve a casa, insiste. Ve a casa. Está claro que tiene fiebre. Sasha guarda silencio. Está cansado, siente un poco de náuseas, el corazón le palpita después de la borrachera. Se quita las botas sacándose el talón de una con la punta de la otra. Las arrima con el pie contra la pared.

—Sáshenka, yo quería haberte preparado un pollo, no me dio tiempo —dijo de repente con voz clara y limpia—. En el refrigerador hay sopa de coles.

Sasha asiente con la cabeza. Difícil que la madre haya advertido ese movimiento.

Ya se hizo completamente de noche. La sopa se está calentando, borbotea en la cazuela. Sasha se sienta en su sitio bajo el cuadro del lago y come en silencio. Los mosquitos le zumban en la oreja. La perra de la vecina aulla a la luna, y esta mira por la ventana abierta a la madre y a Sasha, los grillos cantan, una mariposa nocturna golpea insistente el plafón de la lámpara.

—En el refrigerador hay mortadela. Cómela también.

Sasha asiente de nuevo. Ya había visto la mortadela, pero en la casa no hay pan, solo un trocito mohoso dentro de una bolsa sobre el alféizar. Debería ir a la tienda y comprar unas cervezas, pero la ambulancia no acaba de llegar.

—Sáshenka, hoy de nuevo escuché elogios a tu favor. Me dijeron qué niño más inteligente tiene… —a continuación,  ya no se entiende lo que dice, las palabras se enredan en su boca, apenas se escuchan.

Sasha calla.

Al cabo de media hora:

—¿Y dónde está Mijalpotápych, Sasha?

Mijalpotápych es un juguete tosco, del tamaño de un  perro maltés, se lo regaló a Sasha un tío. Llegó, le entregó el oso, a la madre le dio una caja de bombones de coco y se largó a los Estados Unidos. Allá se perdió el vínculo con él, pero Sasha estuvo largo tiempo durmiendo abrazado a Mijalpotápych, y hasta lo llevaba al campamento de verano con él. Parecía que aquel oso estaba relleno de hierba del bosque: olía a moho y a la humedad del final del verano, la de aquellos días fríos y transparentes, como el primer hielo de los charcos congelados.

—Sáshenka, ¿dónde se ha metido, no recuerdas? —pregunta la madre en voz baja— . Habría que lavarlo.

Él recuerda muchas cosas, no solo a Mijalpotápych.

Recuerda que una vez quiso ayudarla, se puso a lavar la loza y rompió un plato con la sartén, se le resbaló de las manos jabonosas, y la madre le gritaba “no te metas”. No te metas si no sabes, no te metas, le dijo, torpe, trasto inservible. Y le pegaba en la cabeza, en la espalda y en las nalgas también. En una ocasión lo encerró en la despensa; hasta el día de hoy Sasha retiene en su memoria el chasquido del cerrojo al cerrarse, ese áspero y frío chasquido. Y el sofocante calor en aquella oscuridad: bajo el techo a medio día hace mucho calor, este se calienta con el sol. Escucha el trinar de las aves a lo lejos y el susurrar de los árboles, los pasos de la madre: ella se va y no quiere escuchar cómo él la llama, cómo más tarde él se pone a cantar porque de ese modo se le quita el miedo. Así espantas la idea de que de pronto se asomará una mano y te agarrará por la pierna con sus fríos dedos.

Recuerda que la madre lo llamaba retrasado mental delante de todos sus amigos.

Que se llevó al perro y lo soltó en el campo, diciendo que porque comía mucho.

Que los domingos, a las nueve de la mañana llegaba, abría la puerta con su llave y entraba a la habitación donde Sasha y Marina dormían desnudos.

Quisiera saber si la madre recuerda eso.

No recuerda un carajo. Ahora le quiere preparar un pollo asado. Ahora le dice Sá-á-áshenka. Le escribe SMS todos los días; para su desgracia, la enseñó: Sáshenka, cuándo vienes, Sáshenka, por qué no me respondes, me ignoras, Sáshenka, tú no quieres a tu madre para nada; sí, te has olvidado de mí, qué vas a hacer si me muero, Sáshenka, qué vas a hacer sin mí, Sáshenka, no podrás ni enterrarme como Dios manda, te vas a volver un borracho perdido, sí, a dónde te has ido, ven urgente, yo te lo advertí, no te gritaba, solo te lo parecía, ven y pídeme disculpas enseguida, te emborrachaste de nuevo, Sáshenka, discúlpate, ven URGENTE, te quiero tanto, pero tú a mí no me quieres, sigue comiendo mierda, sigue y discúlpate urgente por eso.

Después de algo como eso él ni siquiera desea responderle. Pero entonces ella insiste más aún con las llamadas, es como una sirena, como una causa de fuerza mayor. Anteayer por ejemplo. Le dice, me duele el vientre de nuevo, ven urgente. Por supuesto, él pensaba que “le dolía” como de costumbre; ya había pasado otras veces, te metes de prisa en el auto (cuando aún tenía auto), aceleras hasta la tabla y cuando llegas ya todo ha pasado, Sáshenka, ya que viniste, quédate a pasar la noche, arréglame esto, corta la hierba, venme a la tienda, voy a preparar una sopa de coles. Luego la madre le pone para llevar la sopa de coles y otras comidas, una decena de potes plásticos y de cristal; “es que no tienes nada que comer, todo el tiempo tienes hambre”. Marina se molestaba mucho con eso.

Los pollitos dicen pío, pío, pío
Cuando tienen hambre cuando tienen frío…

 La ambulancia no acaba de llegar. Sasha enciende la tele (se ven solo dos canales, los demás son solo ruido y pantalla blanca), la apaga. Camina por la casa, se le oprime el pecho con cada quejido de la madre, desliza la vista por las figuras blancas y azules de la famosa cerámica de la ciudad de Gzhel, colocadas en formación militar en el armario, por los galardones  en forma de platos decorados (balonmano, futbol, todos obtenidos en los grados superiores de la escuela), por los botones en el búcaro (allí, en la fosa común de los botones todavía permanece enterrada la nariz de Mijalpotápych), por la pila de las viejas libretas de calificaciones escolares (para qué guardarlas, esas notas de sobresaliente no significan nada después de terminada la escuela, absolutamente nada).

Sasha mira por la ventana, hacia el estrecho sendero, que parece pisoteado por algún animal, observa el clavel que ha crecido silvestre, el ciruelo, el grosello, la  portezuela.

Si saliera ahora de la casa en la noche y se montara en la bicicleta, podría ir hasta el final del camino, pasar junto a la parada del ómnibus, el pino bifurcado con un anuncio clavado en su tronco, junto al jeep abandonado en la cuneta, donde han fumado los adolescentes de muchas generaciones, y llegar al campo abierto. Por el día allá hace mucho calor, los grillos cantan en coro, hay un fuerte olor a hierba. Entonces, tomar carrera, lanzarse a toda velocidad colina abajo parado en los pedales para no golpearse el trasero por los baches. Más adelante, en la línea del ferrocarril, los chicos aplastan monedas. Hay que poner dos sobre el riel, una sobre otra, de distintos colores para que queden bonitas, y alejarse, por si acaso rebotan. Después, cuando te acercas a la casa, te percatas de que la mamá está friendo papas con cebolla y setas: el penetrante olor de la grasa te recibe en la portezuela. Corres a lavarte las manos, y la madre raspa la sartén con la paleta, despegando la costra frita de las papas, las sirve en el plato y besa a Sasha en la frente.

Sasha se sienta en el sofá, en la misma esquina, junto a la cabeza de la madre, de nuevo enciende la tele. Ruido y pantalla blanca. La madre tiene la respiración frecuente, superficial.

Está amaneciendo.  Las noches en junio pasan trepidantes y veloces.

La ambulancia no llega.

Si sales por la puerta del patio trasero, cruzas el puente, atraviesas la carretera, te encontrarás frente al bosque y junto a la valla del cementerio. Allá, a fines de junio, justo donde empieza la sombra semitransparente que ofrecen las coníferas, siempre te espera un oscuro y enorme  matorral de fresas. Las recogían en recipientes de cristal de dos litros, a los que se les ataba un cordel en la boca para colgárselos del cuello. Ya en casa, la madre las cubría con azúcar, esta absorbía el jugo, se teñía de un tierno color rosa, como el de los caramelos blandos que se vendían a granel en la tienda. Luego las machacaba hasta convertirlas en una masa pegajosa y uniforme, y se la colocaba en un tazón a Sasha para que acompañara el té. Come, mi pollito, come. El azúcar crujía en sus labios y se le salpicaba la camiseta. Después no había forma de lavarla, el propio Sasha probaba remojándola en una palangana con jabón. No lograba quitar la mancha, realmente era un inútil.

Despacio, Sasha le acaricia el cabello a la madre, se siente húmedo, tal parece que le transpirara la cabeza, tiene un diminuto moño, que recuerda una bola de pelo gris de gato.

—Voy a asomarme a ver si ya vinieron —la ambulancia podía haberse equivocado  de lugar y estar esperando junto a otro edificio—. O voy a llamar de nuevo.

Intenta levantarse pero la madre lo agarra por la mano.

—No te vayas. Quédate un rato más aquí sentado.  Los escucharemos cuando lleguen.

Sasha vuelve a sentarse. Carraspea.

De nuevo le toca la cabeza, le pasa la mano.

—Duérmete niño, duérmete ya —comienza a cantar bajito, como cuando estaba encerrado en la despensa. Las palabras le vienen solas a la boca, se ensartan unas tras otras—: Si sopla el viento te mecerá… Duérmete niño duérmete ya, que las estrellas te acunarán…

En cierta ocasión vino a verla estando borracho. Había sido una semana brutal —en general el año había sido brutal, para nadie era un secreto, que después del divorcio Sasha no paraba de empinar el codo—, simplemente quería irse andando a lo largo de la carretera hasta donde lo llevaran los pies, irse lo más lejos posible, pero solo logró llegar hasta la casa de su madre. Se tiró en el sofá, el mundo le daba vueltas, era un carrusel, la madre se le sentó al lado y empezó a pasarle la mano por la cabeza. Y comenzó a cantar la cancioncita de siempre.

Los pollitos dicen…

Esa Marina tuya, dice, no te merecía.

pío pío pío…

Piénsalo tú mismo, a quién estás escogiendo, es que se le ve, enseguida se le ve que es una puta.

Cuando tienen hambre cuando tienen frío…

Mejor sería que te preocuparas así por el trabajo, los vecinos me preguntan, hasta cuándo tu hijo va a seguir dando tumbos, Lena, viene para pedirte dinero de tu pensión, un toro saludable, y yo no sé qué responder, Sáshenka, tú te sientes mal, yo te lo veo…

Pío pío pío…

Mamá, vete, no me toques, le dijo Sasha entonces. Mamá, carajo, pero quítame las manos de encima, coño.

Pero ella seguía encima de él, con aquel zumbido, seguía tarareando aquel píopíopío, no podía cerrar la boca, no podía callarse y ya, y él se sentía mal, tenía calor, náuseas, píopíopío, seguía ella con su cantaleta, Sáshenka, Sáshenka. Sasha hizo un gesto para quitársela de encima, pero la golpeó sin querer, no calculó la fuerza, a veces sucede, pero es que no hay que ser tan insistente, no hay que fastidiar a la gente cuando te dicen que no fastidies más. La madre se agarraba la panza: ¡ay, Sasha, qué haces! ¡Qué haces!

Que qué hago, no estés encima de mí. Sal de encima de mí te dije, coño, no me toques, te lo dije, no me toques, no me agarres, no me hables de mí y de Marina, déjame descansar tranquilo en silencio, déjame ahogarme en eso, no me saques.

Arroró mi niño. Arroró mi sol
Arroró pedazo de mi corazón
Este niño lindo se quiere dormir
Y el pícaro sueño no quiere venir.

 Tras la ventana, por encima de la cerca se eleva el sol, se derrama sobre la corona del ciruelo en el jardín de la vecina,  acaricia las cortinas. El humo del tren llega desde la línea del ferrocarril. A lo lejos se deja escuchar una sirena que asusta a las aves.

—Madre… —Sasha baja la mirada. La madre no se mueve. Tiene los párpados cerrados, delgados y azulosos como los de las aves—. Madre, ya llegaron. Nunca es tarde…

No responde.

Seguro que se ha dormido profundamente.

Los pollitos dicen pío pío pío,
Cuando tiene hambre cuando tienen frío.
Bajo sus dos alas acurrucaditos
Hasta el otro día duermen los pollitos.