Vera Bogdánova (Sobre la autora)
Traducción: Daniela Arias Barragán
Iván Ivánovich va camino a casa.
La electríchka[1] se mece, cruje mientras se arrastra por las uniones de las vías junto a los edificios rojos cerca de la estación, atraviesa un túnel y un puente. La Moscú otoñal se extiende por la orilla del río, respira después de la lluvia. Los cables delinean el cielo despejado, se juntan y se separan, se duplican y triplican, aferrándose a las columnas de concreto. Las ruedas suenan —tuduj, tuduj— y los pasajeros se mecen a ese ritmo, como si asintieran.
La vida es buena, piensa Iván Ivánich, entrecerrando los ojos ante el sol de la mañana. Y qué bueno que la vista alcance para ver esa belleza: solo menos cero punto cinco, y, por cierto, a esa edad eso es igual a un milagro. Al menos eso dijo la oculista.
Frente a Iván Ivánich están sentadas dos damas de su edad, dos panecillos con gafas, uno grande y el otro más pequeño. El grande se acomoda constantemente su rebelde pañuelo y respira como si acabara de correr. En el piso, entre sus piernas, hay un pesado baúl, cuyos costados a cuadros aprieta con los tacones; y los tacones le aprietan los pies, tanto que parece que se le van a salir. El panecillo más pequeño, que luce una boina apolillada color rosa, estrecha las carteras contra su pecho, vigilante, como desde la emboscada de un partisano.
Iván Ivánovich comienza la charla. Habla primero de Lida, la hermosa Lida, que lo espera en la estación a la que va. El tema de la esposa no inspira a sus vecinas, así que pasa a hablar de la presión y las articulaciones. Todo es por el clima, que si llueve, que si hace sol, nunca se sabe, se queja el panecillo más grande, uno no sabe ni qué tomar. Iván Ivánich ingeniosamente recuerda sus épocas como médico en la clínica municipal de Moscú y esboza un plan de qué tomar, qué aplicarse, qué comida evitar. ¡Oh! ¿Usted fue médico? ¡No me diga! Cuénteme, ¿es cierto que a los pacientes les cosen algodón en las heridas, que, en vez de medicina, les inyectan solución salina?, confundieron unos exámenes, no recuerdo en qué año a mi amiga le dieron de alta y después se la llevaron de regreso en ambulancia.
El panecillo más pequeño de boina rosada guarda silencio, pero escucha con gran atención, y por eso Iván Ivánich se acerca, hace a un lado las indirectas, habla con mayor viveza y por momentos inventa para embellecer el relato y hacerlo más interesante.
En la estación Výkhino los apretujan a la ventana, la muchedumbre se amontona, incluso hay gente de pie en el pasillo. De inmediato se beben todo el aire, las vecinas resuellan, se limpian las gotas de sudor de sus fofas mejillas. La camisa de Iván Ivánich se le pega a la espalda, y él intenta respirar con menos frecuencia, en pequeños sorbos. En Rámenskoye vuelve a haber más espacio, la multitud se disipa, el vagón se desocupa y arroja a los pasajeros y a las vecinas con sus baúles a la plataforma. Las vecinas se despiden de Iván Ivánich como de un viejo amigo, lo que causa cierta tristeza porque todos saben que es la última vez que se ven.
En el asiento al otro lado del pasillo hay unos chicos. Inquietos, chillan, se pellizcan los costados, se ríen a carcajadas. La madre, cansada, les hace shhh, a uno le limpia los mocos, al otro le alcanza una botella de agua —¡yo quiero! ¡yo también quiero agua! ¡dame! Y otra vez se pelean, balancean tanto las piernas que tocan la falda de la mujer de enfrente. La mujer no se da cuenta, mira a los niños con una sonrisa, le pregunta a la madre cuántos años tienen. Iván Ivánich muchas veces ha visto esas piernas con rodillas magulladas, esos botines más pequeños que la palma de una mano, ha escuchado los chillidos y la risa, pero ¿dónde?
A la entrada del vagón alguien describe a gritos el super rallador de verduras y las medias de cualquier tamaño y color; el tren arranca y se arrastra hasta la siguiente parada, en la que una joven entra precipitadamente y se sienta, ocupando justo la mitad del espacio del panecillo grande.
—¿Sabía que esta fábrica fue construida ya en tiempos del zar?—
La joven levanta la mirada del teléfono. Sus ojos son claros, enmarcados por unas pestañas finas pero largas, justo como los filamentos de una espiga de trigo. Como las de Lida cuando aún era residente, delgada, con bata blanca y tacones. Siempre llevaba cuaderno y lápiz, por si necesitaba anotar algo, y en la frente, entre las cejas, se alcanzaba a ver una pequeña arruga, que con la edad solo se había hecho más profunda. La voz de Lida es serena y tranquila, sus movimientos sobrios y precisos, y ya se podía adivinar que sería médico jefe de la clínica del distrito. Precisamente de esa Lida se enamoró Iván Ivánich.
—¿Qué?— La joven se quita un audífono.
—Su fábrica, en Rámenskoye, —repite con paciencia Iván Ivánich y señala el edificio de ladrillos rojos junto al que pasan sin afán. La fábrica se erige como una fortaleza europea, con torres cuadradas que punzan el cielo. En el bloque central hay un hueco, como si alguien le hubiera mordido un costado, y de la carcasa rota hecha de paredes de ladrillo salen tuberías como tripas. —La construyeron ya en tiempos del zar, era uno de los mejores talleres de Rusia. ¿Lo sabía?
La dulce joven sigue su mano con la mirada, observa la fábrica, los bloques destruidos al otro lado de la calle y de la cerca, e Iván Ivánich estudia su perfil, blanco ahora por los rayos de sol que atraviesan la ventana. Los ojos se parecen, pero en nada más es como Lida, no. Tiene la nariz respingada, mientras que la nariz de Lida es recta y fina, como la de una escultura clásica. Sus labios son diferentes y tiene papada. Le falta el lunar sobre la ceja.
—Entiendo, —responde ella.
—Trabajé aquí cuando era joven. No en la fábrica, por supuesto, en la policlínica.
Ella asiente, se acomoda un mechón de pelo suelto detrás de la oreja, devuelve el audífono a su lugar y se hunde otra vez en el teléfono. Antes con esa atención miraban los libros, piensa Iván Ivánovich, se relacionaban, conversaban, se interesaban el uno por el otro. No está decepcionado, no, pero causa curiosidad pensar ¿qué vendrá después? En televisión dijeron que en Japón la gente vive en jaulas de concreto, en esos hormigueros humanos, no forman familias, se la pasan en su internet y se enloquecen. Hay muchos suicidas en Japón.
—Todo eso es por la soledad. Las personas no pueden estar solas: el ser humano es un ser social.
La joven levanta la vista por un momento, sigue escribiendo algo en el teléfono. Sus deditos finos con manicura golpean la pantalla muy muy rápido.
—Voy para Vinográdovo. Mi esposa me espera, —dice Iván Ivánich, pero la joven no escucha.
Ella se baja antes, en la estación en la que murmulla el follaje amarillo de abedules y tilos, y en los destellos se ve un gran lago de superficie suave, cual mercurio. A él conduce un camino que se sumerge en el arco que crean las ramas. La joven baja de la plataforma, pero no camina ni diez pasos cuando se detiene y vuelve a escribir en su teléfono. El viento le levanta el vestido por el dobladillo, revolotea y le descubre las rodillas. Los demás pasajeros la rodean, se ocultan en la sombra de los tilos.
La electríchka se pone en marcha y la joven se queda atrás.
Las ruedas traquetean alegres y ruidosas, tanto que dan ganas de unirse al canto. Iván Ivánich tocaría ahora la guitarra, como cuando sonaba las cuerdas junto al fuego entre la niebla que precede al amanecer, en el vaho de la tierra húmeda, mientras sus compañeros cantaban con él amistosamente, se sabían todas las canciones de memoria. Las polillas volaban silenciosas y, en la oscuridad, bajo la cúpula de pinos, algo parecía estremecerse, escuchar con atención y arañar la ladera humeante. Y más arriba se extendía la inmensidad cósmica, la atemporalidad, hacia la que voló Yuri Gagarin y donde se las arregló a llegar la URSS.
Iván Ivánich encuentra al salir un aire luminoso, aunque ya fresco, y rema entre la corriente de personas hasta el otro extremo de la plataforma. La corriente desciende por las escaleras, desigual, de color negro azulado, llevando inusuales almejas con gorros y cabellos claros; cruza las vías, se acerca de prisa al hinchado autobús y entra a raudales arrastrando bolsas y carritos de mercado. Algunos se bajan y se dirigen a los taxistas que esperan, gruñen los carros que despiertan. El autobús y los taxis se van, la plazoleta queda vacía. Iván Ivánich repara en una nueva tienda con sus menos cero punto cinco, un letrero naranja, la abrieron en el antiguo edificio del supermercado, ¿cuándo tuvieron tiempo? Junto a la tienda, unos perros callejeros, escuálidos y color castaño están echados cerca de la entrada y de los botes de basura repletos.
Lida no parece estar en la estación.
Debe estar ocupada o se le subió la tensión, decide Iván Ivánich y baja, agarrándose de las frías barandas. Con cuidado, sin prisa, de lado; primero la pierna izquierda baja un escalón, tras ella la derecha, y de nuevo la pierna izquierda… Los afanes no llevan a nada en estos casos, tan pronto tu botín quede atrapado en un bache entre las baldosas te caerás, y puede que la cabeza te dé vueltas. Ahora no da vueltas, pero a veces pasa, una vez él iba para la tienda, apurado, y las piernas avanzaron con pasos pequeños y rápidos. No hicieron caso en absoluto, de pronto tambaleó el mundo e Iván Ivánich cayó de costado. Qué bueno que era tierra y no asfalto.
Iván Ivánich pasa delante de las casuchas y barracas. Lo saluda un bosque de pinos que emana un aroma a resina y aguja de pino; lo invita a su interior, en donde se extiende el musgo y se ven troncos talados; crece como una alfombra la acedera, escarban la tierra las hormigas. El camino serpentea y rodea el estanque en el que era un gusto atrapar ranas en el bochorno de mediodía. El brillo de calor se posa como una compresa de mostaza en la espalda desnuda, rechinan los saltamontes, los pájaros aturdidos por el calor se han calmado, y los demás muchachos y tú se acercan sigilosamente a la orilla con una red. ¡Jlop! Jliup. ¿La atrapaste? No, escapó. Los tréboles de agua cuelgan viscosos de la malla vacía.
Justo en la puerta, Iván Ivánich se da cuenta de que olvidó las llaves. Golpetea sus bolsillos… No, no las trajo, solo se siente la tarjeta social rígida y rectangular y el pañuelo para la nariz. Sacude la manija: está cerrada. Llama al portón, y el ruido metálico rompe el silencio, revolotea sobre el jardín y la calle soñolienta. Ojalá Lida escuchara, se ha quedado un poco sorda. ¿Tal vez el televisor suena muy fuerte? A Iván Ivánich le tocará esperar a hasta que acabe la ronda matutina por el canal 1, con noticias, pastillas y cambio de ropa.
Por fortuna, al otro lado se escuchan pasos y se abre el portón. Al encuentro de Iván Ivánich sale una mujer bastante joven parecida a un monumento con tacones fuertes y cuadrados. Con ella hay dos hermanos de un año de diferencia, ambos de uniforme escolar azul, con maletas demasiado grandes que casi los jalan hacia atrás y los hacen caer.
—¡Abuelo! —grita el más pequeño y mira a su madre disimuladamente. Ella le lanza a Iván Ivánich una mirada extraña y muy severa.
—Abuelo Vanya, —le dice, —¿qué lo trae por aquí?
—¿Cómo que qué? Llegué a mi casa.
—Pero su casa no es aquí.
Iván Ivánich mira a su alrededor, a la calle, la cerca y el tejado que se ve detrás de las ramas, cargadas de manzanas. Claro que es aquí, ¿será que me engaña la cabeza?
—Ay, qué buena bromista, estabas bromeando. ¿Acaso qué dirección es esta? Noventa y ocho en la calle Yubileynaya. Esta es mi casa.
—No, usted ahora vive en la ciudad, ¿se le olvidó? —insiste la mujer. Iván Ivánich no discute con ella, hay que dejarla.
Suspirando, la mujer regresa a la casa, y los chicos e Iván Ivánich la siguen en fila. Preguntándose de dónde lo conocen, Iván Ivánich mira las copas castaño claro de los árboles, los maletines, la callecita estrecha entre cuyas baldosas se marchita la hierba. El manzano está moteado, la corteza se está descascarando, secando y desprendiendo… ¿cómo? ¿cómo permitió que pasara eso? Es urgente aplicar caldo bordelés tan pronto recojan todas las manzanas, solo hay que recordarlo. En la grosella hay ramas secas, desapareció el rosal escalador que se enrollaba en el soporte del porche.
—¿Recogieron las aronias? — el grito de Iván Ivánich pasa de largo junto a los niños.
—No hay aronias, —dice la mujer con tristeza.
—¿Y Lida… Lida se demora?
La mujer no responde. Dejando a los chicos afuera, hace entrar a Iván Ivánich a la casa.
—Vanya…
—¿Ah? —Iván Ivánich reacciona y se voltea, pero ella le habla a su hijo mayor.
—Corre a donde la tía Galya, pídele que te lleve a la escuela. Dile que volvió el abuelo.
Iván Ivánich se quita los zapatos sosteniéndose de la pared y se pone con cuidado las pantuflas cuyas puntas a cuadros tocan las paredes. Con una sonrisa nota los rodapiés, él mismo los ajustó, mira qué bien se sostienen. Del borde se está desprendiendo la pintura, hay que resanarla. Y el piso ya no cruje, Lida alcanzó a poner uno nuevo. ¡Qué mujer tan maravillosa! Si se hubiera esperado un poco, él mismo lo habría hecho.
En la sala todo es diferente. Hay un sofá nuevo en forma de L frente al televisor, juguetes de niños esparcidos por el suelo, fichas de colores para armar, carritos. En el rincón hay estantes con libros y un oso de peluche sin nariz. El piano no está.
Iván Ivánich se sienta a la cabecera de la mesa. En lugar de la vieja radiola hay una carpeta de encaje, sobre ella una foto enmarcada. Una imagen en blanco y negro: Lida y él tienen cuarenta, están sentados bajo el manzano en el jardín, abrazados. La Lida de la foto sonríe con picardía, levantando una ceja como diciendo: mira cómo reorganicé todo. ¿Sorprendido?
—Sorprendido, Lídochka, ¿cómo no? —murmura Iván Ivánich. Mira por la ventana… la banca no está, la quitaron. ¿Para qué? ¿A quién incomodaba?
Sin querer recuerda otra habitación, una pequeña, caminas por ella, caminas de un rincón al otro, pasas los dedos por la pared pintada para no caerte otra vez, Dios no lo quiera, y tus dedos parecen quedar untados de tiza. Miras a la vida por la ventana, el vidrio aislante con una costra de suciedad no te deja salir, asfixia. Alguien llega a casa por la noche, un par de palabras reticentes, un par de frases como de telegrama, y hay que volver a la habitación, sentarse, acostarse, entrar en un breve sueño bajo el rumor del radio. Y el polvo se arremolina en las franjas de luz que caen en diagonal desde la ventana, qué cantidad de polvo.
En la cocina suena un ruido sordo y un golpazo, la mujer que lo dejó entrar a la casa camina por ahí.
—… No, Yulia, ¡escúchame tú! —Grita, sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro recogido. —Yo me quedé con él tres años, sola, y además con dos niños, mientras tú organizabas tu vida. Ahora es tu turno. ¿Acaso te cuesta mucho cerrar bien la puerta? ¡¿Te cuesta mucho?!
Ella deja caer el teléfono y pone la tetera en la estufa con un golpe metálico. Bien, asiente Iván Ivánich, cuando llegue Lida calentaremos el té y nos lo tomaremos todos juntos. Lida pondrá tazas, un tazón con sushki[2] y galletas, cortará pan y salchichón marca Dóctorskaya; debe haber salido a comprar el salchichón. Después se sentará a su lado y acercará la miel, Iván Ivánich sacará una cucharada de la resina dorada para echarla al té. Lida comenzará a hablar de las manzanas y del puré que hará con ellas y que reservará para el invierno, Iván Ivánich le hablará de Moscú, de lo que ocurrió en el turno de la noche, y luego conversarán sobre el libro que están leyendo juntos.
Al escuchar los pesados pasos —¿De Masha? ¿Si se llama Masha? —Iván Ivánich pone el marco en su sitio y levanta la cabeza. Masha lo mira con cansancio, con los brazos cruzados bajo el generoso pecho. Algo en ese rostro le resulta familiar, algo resuena en su memoria, espesa como la brea. La nariz, recta y delgada, la línea de los labios, la mirada severa… solo algunas partes por separado, pero en general no es que conozca a esa Masha. De todos modos, puede quedarse un rato y sentarse con él y Lida, contar cómo van los chicos en el colegio.
La tetera silba. Masha pone baranki[3], dos tazas, una azucarera, un recipiente con miel sobre la mesa y se deja caer sobre la silla. Iván Ivánich toca el borde de la porcelana caliente, las hojitas giran en el fondo brillante como escarabajos, corren en círculos.
Él levanta la cabeza.
—Entonces… ¿será que esperamos a Lida?
Notas
[1] La electríchka es un tren de cercanías (regional), principalmente suburbano, común en el territorio ruso y de la antigua URSS. Al principio la palabra electríchka era una abreviatura coloquial de elektropoyezd (en ruso: электропо́езд, que significa tren eléctrico).
[2] Sushka (en ruso: сушка), en plural sushki (сушки), es un aro de pan ruso tradicional, dulce, pequeño y crujiente, que puede ser comido como postre acompañado con té.
[3] Baranki (en plural) son aros u ovalos de pan tradicionales que se comen acompañados de té. La particularidad de los baranki es su técnicaa única de cocción porque primero se cocinan al vapor, luego se dejan secar y finalmente se hornean.