Anticuerpo

Vera Bogdánova (Sobre la autora)

Traducción: Rafael Guzmán Tirado

Katya odia sus dedos.

Parecen gruesos tocones, una especie de versión defectuosa de unos dedos normales. Parecen cartílagos de cerdo o salchichas. Son unos dedos enanos, como los llama mamá. Qué simpáticos son, dice, tus dedos enanos. Y tú misma eres tan dulce,  bolita mía.

Más bien parezco un esperpento, añade Katya sobre sí misma en voz baja. Un pedazo de persona ridículo con las mejillas sonrosadas.

Suele esconder sus dedos en los bolsillos. Y en clase escribe, levantando el cuaderno, ocultando los tocones de sus dedos de las miradas indiscretas, porque si hay algo peor que las salchichas son solo unas salchichas que sujeten un bolígrafo. En la calle se pone guantes de color gris claro, incluso cuando hace mucho calor, y se parece a Mickey Mouse y a otros ratones de Disney. Los guantes de Katya son de punto, con agujeros eternos entre el pulgar y el índice.

Katya a veces sueña que sus manos están hinchadas y que no las puede mover. Las falanges de los dedos están enrojecidas e inflamadas, de tanto frotarse, y ya no sienten nada. Un día, en clase de álgebra, mientras estaba haciendo un examen, y todos estaban escribiendo, el bolígrafo de Katya se le escapa de la mano, y tras caerse del pupitre, sale rodando alegremente hacia la pizarra. Katya intenta agarrarlo con esas mismas salchichas hinchadas, se arrastra tras él por el pasillo que hay entre las filas de pupitres y termina a los pies de Nikita Pevtsov, quien la mira de arriba abajo, sonriendo, se sienta sobre su espalda, hace con sus labios el sonido que hacen para arrear a los caballos y dice: ¡vamos, querida, vamos!, golpeándole con los talones en sus costados. Y añade: ¡Eres tan simpática, bolita mía! Déjame darte de comer otra chuletita más.

A veces, Katya sueña que va al salón de manicura “Cleopatra”, el que está a la vuelta de la esquina. Que le cortan los dedos con una sierrecita y en su lugar crecen nuevos, largos y elegantes, como los de una pianista. Ideales. Como los de Svieta Mijáilova.

***

¿Cómo estás?, pregunta Svieta.

Están en la cocina de Katya, sentadas en el sofá, con las piernas dobladas. Las piernas de Svieta también son hermosas: son largas y terminan en finos pies. Katya mira a sus propios pies y los oculta con las palmas de su mano. Cubre sus terribles pies con sus terribles palmas de la mano.

Estoy bien, responde.

Svieta asiente, marca algo en el teléfono, tocando con las uñas en la pantalla, cuya luz brillante ciega los ojos de Svieta. En el viejo portátil de Katya se ve el video, sin sonido, de un maquillador estadounidense. Se ve cómo el maquillador aplica en la cara de la modelo la décima capa de maquillaje base, aunque no es necesaria en absoluto, porque ella sin maquillaje también está muy guapa. El maquillador aplica con una esponja una franja oscura debajo del pómulo y la convierte en una sombra suave. A la modelo le encanta y sonríe, mostrando sus dientes blancos y uniformes.

Katya contempla su reflejo en el espejo de la puerta de la cocina y le enseña  los dientes. El reflejo le muestra su asco hacia ella.

***

Svieta examina el nuevo juego de cocina, un horno radiante, tres ollas y una sartén. Se ve el horno, pan rebanado seco en un plato, junto a las manzanas, y en el alféizar de la ventana unas macetas con flores y agarraderas, adornadas con flores bordadas. Huele a tarta de manzana ya comida y detergente para la ropa: la puerta del baño abierta deja ver ropa interior secándose. En la habitación a veces se oyen gritos que vienen del televisor porque la madre de Katya está viendo el show «¡Qué hablen!».

Svieta se imagina a Katya llegando a casa de la escuela y siendo recibida por su madre. Le pregunta que qué comerá. Mamá ya tiene todo listo, chuletas, sopa, puré de patatas y compota en una olla grande (a Svieta le encanta, quiere repetir, pero le da vergüenza porque siempre come mucho en casa de Katya).

A Svieta le gusta cómo va vestida Katya. Toda su ropa se ve nueva y de la talla apropiada. La misma Svieta suele llevar ropa usada por alguien: por la hija de Marivanna, por la nieta de Asipetrovna, por Fira Alexándrovna del portal cinco, todo con olor a alguien, cubierta de pelusas y demasiado grande. A Svieta lo único que le compran son zapatos, un par para el invierno, y otro, para el verano.

Se oye una vibración de móvil, su chico Lyova le acaba de mandar un mensaje: Vale, ¿Entonces nos vemos mañana a las cinco? ¿Sigue en pie?

Svieta le escribe, sí, y se rasca las cicatrices de debajo de la manga. Sus cicatrices se retuercen, se hacen más profundas, no le dan descanso.

***

Svieta no tiene padres. Su madre murió, padre nunca tuvo, y ahora vive con tía Masha, hermana de su madre, a quien le gusta empinar el codo. Aunque ella misma dice que intenta no beber, porque es perjudicial para ella, solo bebe a veces para subir el ánimo. A veces, viene a verla Borya, y Svieta se ve obligada a pasear, hasta que no se enciende la luz en el piso de su tía y en el patio no se oye el ruido del coche de su Borya, al marcharse.

A veces se ve obligada a pasear hasta la una de la madrugada. Es aburrido y hace frío pasear por el patio, así que se da una vuelta por el barrio: desde la clínica hasta la escuela, a lo largo de la valla de hormigón, atravesando el arco, a través del patio del nuevo conjunto de edificios, hasta el final de la calle. Luego va hacia la avenida, bajo  la luz de la farola y el ruido de los coches, hasta la curva  y vuelta a casa. Por la tarde, las calles suelen estar vacías, y las ventanas, encendidas, muestran lo que sucede tras los cristales, y Svieta sumerge brevemente su mirada en la vida ajena, bien tímidamente cubierta con tul, bien abierta de par en par: se ven lámparas empotradas en el techo, armarios, televisores funcionando, mientras alguien está cortando o friendo algo, y se ven cabezas, hombros, nubes de vapor.

Y a finales de marzo sucedió lo siguiente. Tía Masha y Borya se retrasaron. Svieta llegó y las ventanas estaban aún apagadas y el coche  de Borya todavía estaba en el patio. Svieta pensó entrar en el portal y sentarse allí, otra vez a la una de la mañana. Pero en el portal hacía calor y empezó a quedarse dormida. Svieta se quedó dormida en una ocasión y se despertó solo a las cinco de la mañana, cuando la señora de la limpieza la despertó.

Siguió otra vez la misma ruta: la clínica, la escuela, la valla de hormigón. No tenía miedo en absoluto, porque conocía bien todo en este barrio. No podía pasarle nada malo. Mientras caminaba por el arco, otro eco se mezcló con el eco de sus pasos, resonando en los adoquines húmedos. Ya en el patio del conjunto de edificios se giró. Un hombre la seguía y la miraba de forma tan extraña que Svieta inmediatamente intuyó todo y salió corriendo.

El tío salió corriendo detrás de ella. La agarró por el dobladillo de la chaqueta: Svieta, forcejeando, logró escapar, y echó a correr más rápido, en silencio, respirando profundamente y apretando los dientes. Una tía estaba entrando en ese momento en el portal más alejado, y Svieta corrió hacia ella, hacia donde estaba la luz del portal, exhaló como pudo algo así como “…corro, socorro”. La tía la miró, entró en el portal y cerró la puerta. Le faltaban tan solo unos pocos pasos para poder entrar.

Svieta corrió, zarandeó el picaporte de la puerta para todos lados: estaba cerrado. Socorro, gritó.

Y entonces, el tío la alcanzó. Le estrelló la cara contra la pared. Ante los ojos de Svieta aparecía y desaparecía un anuncio de que “familia decente de eslavos busca en este barrio un apartamento de una habitación para alquilar”. Le empezó a salir sangre de la nariz,  Svieta gritó una vez más, y el tío sacó un cuchillo corto de campaña.

No pegues gritos, le ordenaba.

Zorra, puta. ¿Estás asustada? Le preguntaba y se reía con maldad y sus ojos parecían muertos.

Svieta intentaba escaparse, revolviéndose hacia los costados, quería huir, y él agitaba el cuchillo de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Svieta se cubría la cara  con los brazos, los antebrazos le ardían, rabiaba de dolor, y el cuchillo seguía moviéndose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Ella fruncía el ceño mientras escuchaba la pesada respiración del tío, al parecer, le estaba costando trabajo cortar.

Y luego simplemente se fue. Svieta abrió los ojos, y el tío ya no estaba, estaba solo ella con las mangas de la chaqueta destrozadas y mostrando sus entrañas,  empapadas de sangre. Se fue a casa, todo había sido como si hubiera sido un sueño, todo estaba en silencio, se fue andando sobre el hielo embarrado y derretido. Borya ya se había ido, la arrugada y borracha tía Masha le estuvo regañando durante un buen rato, mientras le vendaba los brazos. Me caí en una obra, dijo Svieta. Una que hay junto al mercado. Quería ver qué estaban construyendo allí, me subí, me caí encima de algo y me hice polvo la chaqueta. Entonces tía Masha comenzó a regañarle aún más, le prometió que no le compraría nada y que iría solo con esa chaqueta andrajosa. ¿Entiendes? le decía. Mientras  ella se imaginaba que detrás de ella, en la oscuridad del pasillo, acechaba ese tío con ojos muertos, esperándola.

Luego todas las heridas se curaron, dejó de imaginarse al tío y quedaron solo las cicatrices, que cubrían todo el antebrazo. Svieta no puede verlas, se las cubre constantemente con las mangas. Tiene la sensación de que sus manos no se parecen a las suyas sino a las de otra chica estúpida que fue herida  con un cuchillo en el patio del nuevo complejo de edificios. Svieta misma se cayó en una obra y se rompió la chaqueta. Eso puede pasarle a cualquiera. Pero no recuerda ¿Cómo fue que apareció en ese sitio?

Bueno ¿Qué vamos a hacer, entonces?, pregunta Lyova, recogiendo la máquina de tatuar.

Svieta empieza a fumar y se acerca el cenicero. Cúbreme las cicatrices, responde, mostrándoselas. Quiero que quede sólo una raya por aquí.

Una gran raya que cubra todas las cicatrices, dice Lyova sorprendido, y Svieta asiente con la cabeza.

Quieres cubrirte  las cicatrices, hasta el codo. ¿Verdad?

Sí, hasta el codo. Para que no se vean, ¿no?

Lyova se encoge de hombros y enciende la máquina. Temía que Svieta le pidiera hacer algo de estilo realista, un retrato o un animal, como si fuera una pintura. Él hacía solo dibujos, por lo que es poco probable que le saliera bien hacer un animal. Pero eso de hacer una sola raya estaba chupado.

Luego, hay que repetir lo mismo, cuando se haya curado, advierte Lyova y clava  una aguja en la mano de Svieta. Svieta se estremece, da una calada y, exhala el humo.

***

¿Qué hay de nuevo?, pregunta Katya.

Todo está bien, responde Svieta.

Están en el portal de Svieta, Katya está sentada en el alféizar de la ventana. Svieta está a su lado, fumando y echando las cenizas en una lata de café. En la calle ya es de noche, las hojas de los abedules brillan por la humedad. Un automóvil viene por el patio y aparca en una esquina  de la acera. De él sale una mujer, que saca paquetes del asiento trasero, tres en cada mano, y los lleva a duras penas hasta el portal.

Katya tiene que irse ya a casa, pero no le apetece. Tiene ganas de ir a cualquier sitio menos a casa. Fija su mirada en los dedos de Svieta, en el índice y el corazón, que aprietan un cigarrillo. La muñeca asoma por debajo de la manga, está toda negra, ¿Será un tatuaje?

¿Qué pasa?, pregunta Svieta. Katya mueve la cabeza, no pasa nada, se mete la uña en la palma de la mano

Katya odia sus caderas.

Esa semana estuvo de visita en casa de Nikita Pevtsov. Se le había acercado a ella en el recreo y le había dicho: mis padres se han ido a la casa de campo, volverán tarde, después de las once. ¿Te apetece que veamos una película en mi casa?

Llevan enviándose mensajes de texto durante mucho tiempo, más por diversión, por supuesto, que por otra cosa, pero estuvieron hablando de todo. Nikita se estuvo jactando de cuántas veces y con quién había tenido relaciones íntimas, y Katya también se inventó lo suyo. Pero ella no es tonta, inmediatamente comprendió que no iban a ver ninguna película. Tantas veces se lo había imaginado todo eso, que inmediatamente le dijo que sí, aunque podía haber pensado un poco para salvar el decoro.

Ella le respondió muy segura de sí misma, como para demostrar que tenía experiencia, aunque le daba pánico la situación porque era su primera vez. Había visto porno, por supuesto, pero no era ella la que estaba implicada, eran chicas con cuerpos perfectos, con bocas profesionales, decididas, hábiles. Y no con tocones cortos en lugar de dedos, como ella.

Cuando se quitó las braguitas (de pie un poco de costado, medio ocultando su cuerpo en la sombra), Nikita dijo que tenía un buen culo, a pesar de la celulitis. Me dijo que me iba a morder el culo. Pero no me lo mordió.

Luego, durante un montón de tiempo estuvo frotándose el pene para que se le pusiera duro. El miembro se resistía, se arrugaba y se le escapaba  en la palma de la mano, mientras, Katya, desnuda y muerta de frío, ya no quería sexo ni nada. A decir verdad, solo quería vestirse e irse.

Lo que finalmente hizo.

Katya se mira en el espejo y comienza a palparse la celulitis, le duele cuando se aprieta, con los malditos dedos, los michelines de las caderas y las nalgas, esos malditos michelines, como si quisiera exprimirlos. La piel se enrojece, le salen moratones y se vuelve aún más horrorosa. Katya se aprieta con más fuerza y de repente uno de los michelines se escapa, como si fluyera a través de los dedos, y desaparece.

Katya mira la marca de uno de los michelines en la nalga derecha, rodeada de señales de grasa amarillenta y de piel. No duele ni da miedo, simplemente sorprende. Ella  acaricia esa marca con su palma, le parece todo bien. Si la cubrimos con ropa, ni se nota.

Tras pensárselo un poco, Katya se pellizca parte del vientre.

***

Tía Masha, mientras tanto, está sentada, leyendo, y rellenando un contrato de compra-venta. Va a vender su piso y se va a vivir con Borya. Svieta se mudará a un internado, solo dos años, allí no tendrá mucho tiempo para aburrirse, dice tía Masha. En casa de Borya hay poco espacio, no cabemos todos allí.

Junto al contrato hay una copa, ya vacía.

Tía Masha, dice Svieta. Tita, hay algo que no va bien en mis manos. Las cicatrices me duelen y parece como si crecieran. Mira.

Mira, bueno, deberías haber ido con cuidado, dice tía Masha. Ella examina a Svieta de arriba hacia abajo, y después de abajo hacia arriba, mirándole las piernas, las manos desnudas, llenas de tatuajes y cicatrices, y la ropa. Tras asegurarse de que todo está en su lugar, como tiene que estar, regresa a sus papeles.

Todo está bien, dice ella. No se ve nada debajo de la tinta del tatuaje. Y no hay que meterse en las obras, ¿qué se te había perdido allí, especialmente por la noche?

A Svieta le entran ganas de responder que ella no se hizo las cicatrices en la obra, y de mostrarle cómo el cuchillo brillaba y silbaba de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, y de decirle las palabras que pronunciaba aquel tío: zorra, puta, ¿estás asustada? Cómo ha salido de su cuerpo y no puede volver a él porque ese cuerpo cortado no es su cuerpo si no el de otra chica indefensa.

Ahora tendrás este horror en tu cuerpo para siempre, agrega tía Masha, escribiendo cuidadosamente su nombre en la columna «vendedor». Te has hecho el tatuaje para toda la vida. Hay que pensar antes de hacerlo porque no sé qué es peor, si tus cicatrices o tus tatuajes.

Las cicatrices salen por debajo de los tatuajes, se arrastran por encima de ellos y  penetran en todo el cuerpo. Svieta las siente, como si fueran gusanos que se mueven debajo de la piel.

Ella no puede olvidar las palabras del tío: zorra, puta, ¿estás asustada?

¿Te asustaste?

La máquina de tatuar va de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, llena el pecho y el abdomen con tinta impenetrable, cubre el horror de las cicatrices. El horror no se ve, así que ya no existe. Es una pena que no se puedan hacer tatuajes dentro del cuerpo, llenar con tinta cada parte de él.

Svieta piensa en el blanco de los ojos. También se pueden tatuar, llenar de negro, lo vio en YouTube. Es peligroso, la verdad sea dicha, pero se puede. Y es poco probable que Lyova lo haga, aunque esté listo a hacer cualquier cosa por el bien de Svieta. Pero ella verá cómo y dónde puede hacerlo para que lo hagan.

***

Odio mis dedos, dice Katya. Ella acaricia sus delgadas caderas, se pellizca una parte de la pantorrilla. El vestido se le balancea ampliamente en la zona del vientre, se forma un pliegue que penetra en el vacío debajo de las costillas, detrás de las cuales se trasluce el respaldo de la silla. Katya bebe té y una mancha se extiende por la tela de colores del mantel.

Las cicatrices crecen. Penetran en la piel, imagínate, responde Svieta. Como un sedal.

¿Cómo te sientes con las cicatrices? pregunta Katya, mirando sus dedos. Creo que han crecido.

Svieta está en silencio, observando cómo las cicatrices se arrastran desde el pecho hasta el abdomen, giran por la cadera y se cierran en el cuello.

Son delgadas, responde, pero duelen. Te tatuaré mañana de nuevo. Cuando me lo hace, me siento mejor.

Katya asiente, corta su dedo índice y este desaparece.

***

Katya se perdió el momento en que su cuerpo comenzó a desaparecer solo. Simplemente notó que no tenía rodillas, y que había un vacío en su lugar, y luego le siguieron sus delgadas pantorrillas, cuidadosamente masajeadas, y sus finos pies. Pero Katya podía estar de pie, caminar, incluso se encontraba más cómoda al no golpearse con las rodillas contra el escritorio, que estaba situado en el rincón de la habitación, entre el armario y la cama, y solo te puedes sentar detrás de él, si antes te has golpeado tres veces en las rodillas.

Pero no tener rodillas, de alguna manera, también es incómodo. Y tampoco es bonito.

Luego le desapareció el culo. Del todo. Los vaqueros ya no tenían nada sobre lo que abrocharse. Katya encontró los viejos tirantes de su abuelo y esto la salvó. Las palmas de las manos también desaparecieron. No pudo ir a clase.

Después las manos desaparecieron por completo.

¿Quizá la comida ayude? Porque se incrusta en el cuerpo como un virus se incrusta en una espiral de ADN.

Katya muerde el sándwich por uno de los lados, donde cuelga mortadela de calidad, luego muerde el pan, sin las manos un sándwich normalmente no lo puedes cortar. La masa blanca y rosada masticada se le cae al suelo y a los dedos de los pies. Se oye el golpe de la puerta principal, ha llegado mamá. Katya ha vomitado lo masticado. Tras esconder el vómito debajo de la mesa de la cocina, sale al pasillo.

Mamá se quita el abrigo, sobre la marcha, sin mirar a Katya, y pregunta que qué tal le ha ido en la escuela, que qué notas le habían puesto y qué deberes le pidieron. Katya miente un poco, su madre asiente (rebusca en su bolso, escribe algo en su iPhone, Katya mira hacia abajo, las pantorrillas adelgazaron hasta que se derritieron y desaparecieron hasta los tobillos), luego se mete de nuevo en su abrigo, y dice que debe irse por cuestiones de trabajo. Cierra tras de sí y se va.

Katya deja caer el móvil al suelo y llama al número deseado con el dedo gordo del pie. Las piernas ya habían desaparecido por completo, y Katya se cae al suelo, aunque hasta entonces se había mantenido de alguna manera sin rodillas.

La voz oscura de Svieta se deja oír desde el auricular, que yace al lado.

Cuando te quedes libre, ven, le dice Katya. Inmediatamente, ¿de acuerdo? La puerta está abierta, en cualquier caso.

Mientras Katya está acostada y espera a Svieta, mira al techo, a la lámpara, y en el plafón hay una mosca seca con las patas retorcidas hacia arriba, que parecen sostener la lámpara, y no la dejan caer.

No obstante, Svieta llama cuando llega. Solo después mira dentro. Su cara está negra, su cuello está negro, la mano que sostiene la puerta está negra. Solo los ojos se ven blancos brillantes, como si en la cabeza de Svieta de repente hubieran encendido una luz.

Hola, dice. ¿cómo estás?

Hola, responde Katya. Estoy bien. Tengo hambre.

Svieta toma la cabeza de Katya, la lleva a la cocina, la coloca en la mesa entre un jarrón y un salero en forma de gato. Calienta los espaguetis, que encontró en el frigorífico, mueve el plato para que Katya se aferre a la pasta con la lengua. Ella misma se sienta a su lado y mira por la ventana.

Ya he hecho las maletas, dice.  Me recogerán mañana. Pidieron que no lleváramos muchas cosas. Tía Masha dice que todo va a estar bien. Dice que vendrá a verme. Yo no. Bueno, ella vendrá Y, ¿para qué?

Katya chupa la pasta, traga, escucha.

Están en todas partes, entiendes, continua Svieta. Por todo el cuerpo, quiero que no se vean, y de todas formas se ven. Igual todo el mundo se dará cuenta y entenderá. Bueno, estoy acojonada. No haré nada contra ellas. Puedo moverme o empujar cosas un poquito. Estoy muy débil. Mi cuerpo (Svieta se pellizca  la mano negra) está totalmente débil.

Katya come y escucha. Sus labios se deslizan ligeramente hacia el lado de la barbilla, que ha desaparecido.

Svieta mira por la ventana. Ya está oscuro afuera, es hora de irse. Iré a dar un paseo, dice. Nos vemos, seguramente.

Nos vemos luego, quiere responder Katya, pero su boca está llena y no puede sentir su lengua.

La puerta hace clic. Svieta se ha ido. Katya suspira, luego hace una larga y cansada expiración y desaparece. Entre el jarrón y el salero queda solo la pasta, brillante por la mantequilla, parece como anillos sobre el mantel.

Svieta sale del portal. Se funde con la oscuridad. Svieta ha desaparecido.