Aitor Antuñano
En la primavera de 2015 decidí visitar, junto con un amigo inquieto, las dos grandes ciudades de Rusia, las dos capitales, la cultural y la histórica, la monumental y la de las moles. En tiempos y palabras de Pushkin, la nueva zarina y la viuda regia. No han sido ajenas a las intrigas de palacio; la viuda se aferra al trono. Nos emitieron el visado para verlas a ambas. Lo importante era pagar. Cuando piensas qué te une al mundo, es increíble lo absurdo que es. Un grívennik de plata en el bolsillo, entre otras cosas. Y la música de estas palabras en la versión original del poema. ¡Yerundá!
Planeamos visitar los imprescindibles: museos, orillas de ríos, plazas e incluso alguna que otra joya del Anillo de Oro, aunque no todo pudo ser. La campaña se presentaba larga: aunque una de las maravillas a visitar eran, como no podía ser de otra manera, unas cuantas estaciones de metro (esa serpiente subterránea de Tsvetáyeva), no íbamos a renunciar a medir, a base de marchas a menudo forzadas y a la luz del día y de la noche, galerías kilométricas de museos y avenidas sin fin aparente, como la Nevski, que nos recibió esplendorosa a las seis de la mañana. A mi compañero catalán, que ya conocía bien la interminable Gran Vía barcelonesa, no tenía por qué sorprenderle especialmente aquella longitud inabarcable para la vista. Pero el romanticismo de la urbe cuyo nombre, y cuya propia existencia, dependían de los caprichos de la historia (aunque, por otra parte, ¿qué hay en este mundo que no dependa de ellos?), hacía de esos primeros pasos nuestros algo único. Así que, partiendo de la Plaza del Alzamiento, empezamos a caminar dejando a un lado la estación de metro de Mayakovski para que, como en él, el caminar despertara nuestros sentidos. Y exploramos la que, ya fuera como cárcel, ya como lugar donde encontraría las voces de los amigos muertos, Mandelshtam nombró mi ciudad.
Sin embargo, uno de mis objetivos principales era ver de cerca la escultura que hacía no muchos años habían erigido a Ósip Emílievich en un modesto rincón de la Colina de Ivánov en el centro de Moscú; su cara esculpida sobre la base de algunos de sus versos, lo cual no mostraba más que un infantil fetichismo por mi parte. Pensándolo bien, ¿qué cabía esperar de alguien que había decidido aprender ruso por el solo hecho de que las rimas de este poeta le sonaban bonitas? Muchos de sus viajes, como los de muchos otros contemporáneos, anteriores y posteriores, han surgido a raíz de una experiencia instantánea, puede ser el dulce instante del reconocimiento o puede ser, es el punto de la locura / puede ser, es tu conciencia / el nodo de la vida en el que nos reconocemos / y desde el cual nos desatamos para siempre. Así las cosas, una de las primeras mañanas de abril salimos del Kosmos, una de las moles moscovitas de la época de las olimpiadas desde cuya habitación habíamos contemplado la prominente escultura del Obrero y la Campesina, a la búsqueda del anhelado busto de Mandelshtam. Nevaba, aguanieve. Mi cabeza estaba bien protegida por la «ushanka» que, como buen guiri, había adquirido días antes en un centro comercial de San Petersburgo. La precipitación no nos cubría, desde luego, hasta la cintura, ni dimos con ningún extraño apeadero; sabíamos bien dónde estábamos y a dónde queríamos llegar, siempre que encontráramos el destino, por supuesto. Pero el camino iba a resultar más largo de lo esperado.
Viajamos hasta Kitái-Górod y emprendimos el ascenso hacia las que debían ser las últimas decenas de metros de nuestra búsqueda. Cerca ya de la estatua pero intuyendo nuestra desorientación, tuvimos que preguntar a un viandante, aprovechando mi entonces pobre y vacilante ruso. Por suerte, resultó que aquel amable hombre sabía castellano, y pese a desconocer el paradero de la escultura, se ofreció a ayudarnos preguntando a otros. Hubo algún que otro intento, del que no conseguimos sacar nada en claro. “¿De quién dicen que es la estatua?” “De Mandelshtam». ¿Pero qué demonios de nombre es ese?
Había leído que Ósip Mandelshtam prefería transcribir al alfabeto latino su apellido precisamente así, y no Mandelshtam, lo cual me ha llevado muchas veces a oírlo mal pronunciado, así como el no tan fundado acento en la primera sílaba, aunque debo reconocer que yo mismo no puedo asegurar si su patronímico es palabra esdrújula o llana; leí también (confirmando la anécdota que una amiga ucraniana me había contado en tono de broma) que, en su círculo de amigos, decían que Ósip era Mandelshtam y su hermano Aleksandr, Mandelshtut… pero yo fui a buscar a Mandelshtam, porque, ¿dónde es «tut»?
Tras el primer intento fallido y reconociendo el cariz complicado que iba adquiriendo nuestra pretensión, dimos tantas vueltas que ya no sabíamos dónde era «tut» y dónde «tam». Estábamos al borde de la renuncia. Puede que en una de las ventanas del edificio de enfrente asomaran las sombras de su hermano pequeño Aleksandr y de Ósip y Nadezhda, y al notar nuestras miradas desorientadas nos susurraran (allí todos hablaban murmurando, como escribiría su amiga Anna Andréyevna, la que prefería que le erigieran su estatua, si es que alguien se aventuraba a ello, en la propia cárcel), o incluso gritaran sin vociferar «¡daos la vuelta! ¡detrás de vosotros, despistados!», o quizá algo peor, pero no lo llegamos a oír. En el Moscú desde el que nos daban las indicaciones, las voces no cruzaban las paredes, ni los cristales de las ventanas. Y en la calle, las direcciones y los consejos eran tan agudos que no se apreciaba ningún otro sonido. Sin embargo, la respiración y el calor de los habitantes, en forma de arabescos, quedó fijado en los cristales de aquellas ventanas y sobrevivieron al ruido demoledor del exterior. Pero aquel día tampoco lo vimos.
Pocos meses más tarde, en verano de ese mismo año, de vuelta en la capital del Nevá, conocí a otro tipo, un castellonense no menos inquieto, con el que traté, ya en la primera conversación, de algunos poemas de Mandelshtam, y de cómo nos habíamos perdido ambos en traducciones de los mismos al castellano. De cómo se podía navegar por las posibilidades semánticas de algunos de ellos, como el coro silencioso de unas aves a medianoche para acabar ¿recibiendo? ¿acogiendo? ¿aceptando? ¿la paz? ¿el mundo? del vacío, al observar la exánime luna creciente, y el cielo más muerto que un lienzo.
Recuerdo haber pasado una mañana entera en su casa de Burgos, años más tarde, pegados a la pantalla de su ordenador, en la que brillaba el poema En Petersburgo nos encontraremos de nuevo, no sin cierta nostalgia y anhelo de poder cumplir la profecía incumplida con la que el propio Mandelshtam encabezaba la obra, y a la que Georgui Ivánov respondió, un cuarto de siglo más tarde, asumiendo que albergar esperanzas se había vuelto ridículo.
Si un cuarto de siglo daba cuenta del sentido del ridículo, ahí estábamos nosotros casi un siglo entero después: era como si las propias palabras recitaran ante nosotros, que las observábamos y escuchábamos desde un patio rojo de butacas. Nos sugirieron apagar las velas. Nos dijeron que no apreciaríamos el sol nocturno. Nos hablaron de un señor con bigotes semejantes a cucarachas, dedos grasientos y rodeado de semi-personas. Nos susurraron algo sobre un sonido sordo y cauto en medio del silencioso bosque. Bailaron, en un éxtasis desmedido, alrededor de una violinista que hacía vibrar el aire, como un diablo, reencarnando al mismo Paganini, el de dedos largos. Sólo rezaban por la sagrada palabra sin sentido. Al fin, nos pidieron que preserváramos su habla para siempre. Como en un abrir y cerrar de ojos, surgió el día de color de leche. Nos aseguraron que la mentira contraía sus bocas. Nos rogaron que las llevásemos a la noche donde fluye el Yeniséi. Se jactaron de no temer a los centinelas, de no necesitar un salvoconducto nocturno. Nos reconocieron que, en la noche, habían estudiado la ciencia de la despedida. Que, aunque estábamos todos en casa, quizá era momento de partir a la estación, donde nadie nos encontraría. Después, el negro terciopelo se cerró y las hizo desaparecer. Y olvidamos la palabra que queríamos decir.
No concluía la búsqueda del busto. No nos habíamos perdido en el cielo, sino en unos cuantos metros cuadrados. Cobraban pleno sentido las palabras de David Morley: «I have come for you / and I have seen you. / It is a miracle.» Los versos van dirigidos a Mandelhstam. Lo único que, en este caso, no acababa de llegar el milagro. Para conocer a Mandelshtam, hay que buscarlo. Y a cada paso, a cada lectura, él huye. Sus palabras no son pesadas pesas, sino estrellas lejanas cuyo brillo no somos capaces de apreciar del todo por mucho que las observemos. Huye de nosotros, en su quietud, su escultura. No tiene miedo de estar sola, porque no lo está; es el jardinero, y es la flor.
En aquella primera visita a Moscú, evadimos, no sé hasta qué punto de manera premeditada, la visita al mausoleo del gran estratega, igual que hace bien poco he hecho lo propio con el del gran estratega de París. Que descansen. Mi peregrinación era hacia la imagen de una mente impulsiva, que recientemente me ha llevado a caminar desde el Hotel de los Inválidos hasta la convaleciente Notre Dame para recitar unos versos que, por un momento, me hicieron ver cómo la catedral respiraba. Respiraba mientras se recuperaba del fuego que había destruido su tórax. Respiraba evocando la belleza que el poeta impulsivo prometía crear en esos mismos versos, a partir de la malvada carga. Y yo mismo respiraba, con la satisfacción de haber conseguido combinar con éxito pasos, mirada y voz, como si de un plan secreto se tratara. Cosa que no acabábamos de lograr en aquella Moscú primaveral.
Ni por orientación propia, ni pidiendo indicaciones, ni por mera suerte. Nos quedaba sólo alzar nuestros brazos, en plegaria, como los abedules en abril, antes de que cayera, inadvertido, el atardecer. ¿Cómo llegar a la obra esculpida con precisión por el artista, olvidándose instantáneamente de la muerte?
En 1930, durante su estancia en Armenia, Mandelshtam se dedicó a estudiar el antiguo idioma de aquella tierra, utilizando como fuente una antiquísima versión de la Biblia y tratando de emplear los conocimientos adquiridos dirigiéndose a gente en las calles de Ereván, que no le entendían. No recobrarás lo que fue. En algún momento a mí también me atrajo ese idioma, gato salvaje, cuyos hablantes conocidos míos se han asegurado de que esté al corriente de las similitudes léxicas y gramaticales entre él y el euskera. Las hay, las he visto y me han sorprendido, pero es aventurado afirmar que existe tal parentesco. No recobrarás lo que fue. Si es que fue, claro.
Y la estatua, ¿existía? ¿no sería fruto de mi imaginación? ¿no me habría confundido de ciudad, o de país? No era simple el camino hacia ella, como no lo era hacia Stalin en 1937, como escribió el propio Mandelshtam mencionando, en el siguiente verso, a los futbolistas vascos, seguramente inspirado por el tour de la Selección de Euzkadi que en verano de ese año jugó una serie de partidos contra varios equipos de la Unión Soviética. Toda una serie de coincidencias, de encuentros, que obedecían ya no sólo a una pulsión intelectual por mi parte, sino a menciones suyas sobre mi propia cultura, por muy efímeras y circunstanciales que fuesen. Y al corazón le es indispensable latir.
Podríamos haber cruzado la inmensa Moscú, en trineos cubiertos de paja, desde las Colinas de los Cuervos, o haber vuelto al día siguiente en metro y dar más y más vueltas a las mismas calles. No lo habríamos encontrado. Era bien fácil, pero no estábamos, quizá, destinados a ello. Un cuerpo le fue dado, y parte de él ha sido entregado a la eternidad como pura expresión artística, tanto en forma como en contenido. Un cuerpo le fue dado, y aunque supo muy bien qué hacer con él, ya nadie lo encontrará. Hay intuiciones sobre su posible paradero, pero la empresa de rescatarlo es, por lo visto, casi imposible. No recobrarás lo que fue. Y yo, despistado de mí, volví a casa sin haber consumado el encuentro. Pasamos por al lado, pero simplemente pasamos. Si el busto hubiera tenido oído, quizá habría escuchado nuestra conversación a diez pasos.
No lo encontré. No miento. En los paseos que siguieron, temblé de frío pero sin llegar a querer enmudecer, aunque ninguna estrella llegó a alcanzarme con su oxidado alfiler para que pudiera llegar a donde había querido llegar. Y ¿qué hubiera pasado, de ocurrir eso? Probablemente, nada extraordinario.
Ahora que este episodio llega a su fin, espero que el lector me perdone este inmenso, torpe, chirriante giro de timón. Escribió Mandelshtam que se despojó de su honor en aras del heroísmo de los siglos por venir. Yo, que no sé qué es el honor, difícilmente lo llegaré a perder. Sin embargo, en aquellas idas y venidas de las que acabo de dar noticia, tuve que comer, viajar y dormir, y a cambio de estos placeres pagué los rublos que correspondían. Sabemos a dónde ha ido a parar parte de ellos. Y sabemos que esta contribución es irrisoria. No obstante, si de algo me arrepiento hoy de aquel viaje inacabado, si algo me remuerde la conciencia, es haber vuelto directamente a mi casa. No haberme sentado en un avión a Kiev y, mientras me seguía maravillando con las estampas de la primera Rus y visitaba, entre otras, la casa de Bulgákov (Vengo de Moscú, de ver al perro que habla), haber realizado también allí otra irrisoria contribución para igualar al menos un poquitín la balanza, para que los objetos que vuelan ahora en esa misma dirección simplemente no lleguen a su destino, para que los llantos de las mujeres se mezclen con el canto de las musas y no con el estruendo de la guerra. Para ayudar a detener este siglo, este perro lobo que se abalanza hoy sobre Ucrania, y quién sabe sobre quién mañana. Ciertamente, no hubiera servido de mucho. Pocas cosas puedo ofrecer que sirvan. Y es pobre el lenguaje de la alegría.
Nota aclaratoria: El busto de Mandelshtam fue erigido en noviembre de 2008 en una plazoleta entre la calle Zabelin y el callejón Starosadski. Realizada en bronce, es obra de los escultores Dmitri Shajovski y Yelena Munts y el arquitecto Aleksandr Brodski.
Breve glosario:
yerundá: absurdo.
tut: Aquí.
tam: Ahí, allí.
«Y de un pesar no bueno/ alguna vez aun yo crearé algo bello»