Viaje a Armenia

Ósip Mandelshtam [1]

Traducción: Marcia Gasca

Seván

En la isla Seván, que se distingue por dos dignísimos monumentos arquitectónicos del siglo VII, así como por covachas de ermitaños hace poco desaparecidos, abundantemente cubiertas de ortigas y cardos y no más terribles que los sótanos abandonados de las dachas[2], viví durante un mes, disfrutando de la presencia del agua de un lago a cuatro mil pies de altura y habituándome a la contemplación de dos o tres decenas de tumbas, diseminadas a la manera de un parterre entre los albergues del monasterio rejuvenecidos por las reparaciones.

Día tras día, exactamente pasadas las cuatro de la tarde, el lago, rebosante de truchas, comenzaba a hervir como si hubieran lanzado en él una enorme cantidad de bicarbonato. Era, literalmente, una sesión mesmerista de un cambio de tiempo, como si un médium dejara caer en un agua de cal, apacible hasta entonces, primero, una distraída marejada, después, un bullir de pájaros y, finalmente, el impetuoso capricho del Ladoga.

En esos momentos era imposible negarme a mí mismo el placer de andar unos trescientos pasos por el estrecho sendero de la playa frente a la sombría orilla de Guiun1.

Aquí el Gokcha2 forma un estrecho cinco veces más ancho que el Neva. Un magnífico viento puro irrumpía en los pulmones con un silbido. La velocidad del movimiento de las nubes aumentaba por minutos, y el oleaje, como un primer impresor, se apresuraba a editar a mano, en media hora, la gruesa Biblia de Gutenberg bajo un cielo denso y amenazador.

No menos del setenta por ciento de la población de la isla estaba constituido por niños. Como fierecillas trepaban por las tumbas de los monjes; ora bombardeaban un pacífico tronco torcido, tomando sus álgidos temblores en el fondo por las contorsiones de una serpiente marina, ora traían de los húmedos matorrales sapos y culebras de cabecitas femeninas hechas por orfebres, ora arrastraban de un lado a otro a un enloquecido carnero, que no lograba entender a quién le estorbaba su pobre cuerpo, y sacudía su cola que había logrado engordar en libertad.

Las crecidas hierbas de la estepa en la giba de sotavento de la isla Seván se veían tan fuertes, jugosas y seguras de sí mismas que invitaban a peinarlas con un rastrillo.

Toda la isla estaba cubierta de huesos amarillos a lo Homero, restos de devotos picnics, donde se recreaba la gente de los alrededores.

Además, estaba literalmente pavimentada con lápidas de tumbas anónimas color rojo fuego, que sobresalían por doquier, desencajadas y rotas en pedazos.

***

Al inicio mismo de mi estancia llegó la noticia de que unos albañiles, mientras cavaban un hueco bajo los cimientos del faro, en la larga y desolada lengua de tierra de Samapakerta, habían tropezado con un enterramiento en cántaros del antiquísimo pueblo de Urartu. Ya yo había visto antes en el Museo de Ereván un esqueleto encorvado en posición de sentado, metido en una gran ánfora de arcilla, con un pequeño orificio en el cráneo, perforado para los malos espíritus.

Temprano en la mañana me despertó el traqueteo de un motor. El sonido no se movía de lugar. Dos mecánicos calentaban el diminuto corazón del trepidante motor, al tiempo que lo engrasaban. Pero, cuando casi lograban ponerlo a punto, el trabalenguas –algo parecido a «no puedo, sí puedo-no puedo sí puedo» –se apagaba y se desvanecía en el agua.

El profesor Jachaturián, con su rostro aguileño, en el que sobresalían todos los músculos y tendones enumerados y con sus nombres en latín, ya deambulaba por el embarcadero con su larga levita negra de corte otomano. Siendo no sólo arqueólogo, sino también pedagogo por vocación, gran parte de su actividad la había desarrollado como director de una escuela media, el gimnasio armenio de Kars. Contratado para una cátedra del Ereván soviético, trajo consigo su lealtad a la teoría indoeuropea y una hostilidad sorda a las invenciones jaféticas de Marr,[3] así como su asombroso desconocimiento del idioma ruso y de Rusia, donde nunca había estado.

Mal que bien, cruzamos unas palabras en alemán y nos montamos en la barcaza con el camarada Karinián, antiguo presidente del Comité Central Ejecutivo de Armenia.

Este hombre, lleno de brío y amor propio, condenado a fumar emboquillados y a una pérdida de tiempo tan poco divertida como lo es leer la literatura de Na postú,[4] con evidente esfuerzo, iba abandonando la costumbre de sus obligaciones oficiales, y el aburrimiento estampaba grasientos besos en sus sonrosadas mejillas.

El motor farfullaba «no puedo-sí puedo», como si le rindiera el parte al camarada Karinián; la islita pronto iba quedando atrás, irguiendo su lomo de oso, donde se dibujaban las siluetas octogonales de los monasterios. Un enjambre de mosquitas acompañaba la barcaza y navegábamos envueltos en él como en una muselina por el matinal lago encantado.

Realmente, en el hueco encontramos cascajos de arcilla y huesos humanos, pero, además, fue hallado el mango de una navaja con la marca de la antigua fábrica rusa X.

En definitiva, envolví con respeto en mi pañuelo un trozo poroso y calcáreo de un cráneo que perteneció a alguien.

***

La vida en cualquier isla –ya sea Malta, Santa Elena o Madera– transcurre en una noble espera. Esto tiene su encanto y su inconveniente. En cualquier caso, todos están constantemente ocupados, hablan en voz algo más baja y son un poco más atentos los unos con los otros que en la tierra grande, con sus caminos que se abren anchurosos y su libertad negativa.

El pabellón de la oreja se hace más fino y en él aparece un nuevo pliegue.

***

Para mi suerte, en Seván se reunió toda una galería de ancianos inteligentes y de linaje: el respetable etnógrafo Iván Iákovlevich Sagatelián, el ya mencionado arqueólogo Jachaturian y, finalmente, el jovial químico Gambárov.

Yo prefería su tranquila compañía y los densos discursos que acompañaban una taza de café que no las banales conversaciones de los jóvenes, que, como en todas partes del mundo, giraban alrededor de los exámenes o los ejercicios físicos.

El químico Gambárov habla en armenio con acento moscovita. Feliz y de buena gana, se habituó al modo de vida ruso. Tiene un corazón joven y un cuerpo enjuto y magro. Físicamente es una persona muy agradable y un magnífico compañero de juegos.

Estaba untado con una especie de bálsamo de guerra, como si hubiera acabado de regresar de una iglesia de regimiento, lo que en definitiva, no demuestra nada, y a veces ocurre con excelentes personas soviéticas.

Con las mujeres, es un caballeresco Mazepa, que acaricia a María sólo con los labios; entre hombres, es enemigo de los comentarios mordaces y del excesivo amor propio, y si se enfrasca en una discusión, se acalora como un esgrimista del pueblo franco.

El aire de montaña lo rejuvenecía, se subía las mangas y se lanzaba hacia la red de pesca que servía de malla de voleibol, golpeándola secamente con la pequeña palma de su mano.

¿Qué decir del clima del Seván?

Alto es el valor del coñac que reposa en las entrañas secretas de las cumbres soleadas.

La varilla de vidrio del termómetro de la dacha1 pasaba con cuidado de mano en mano. Toda aquella presencia armenia en la isla francamente aburría al doctor Guertzberg. Me parecía una pálida sombra del problema de Ipsen, o un actor del MJAT[5] en la dacha.

Los niños le mostraban sus lengüitas, sacándolas por un instante como lasquitas de carne de oso…

Pero al final, arribó una epidemia traída en los bidones de leche desde la lejana orilla de Zainalu, donde unos exflagelantes, que desde hacía tiempo habían dejado de practicar su trance, guardaban silencio en las sombrías isbas rusas.

Por otra parte, la epidemia atacó sólo a los impíos muchachos de Seván por los pecados de los adultos.

Uno tras otro, los pendencieros muchachos de cabellos hirsutos se iban marchitando por la fiebre alta en los brazos de las mujeres, sobre las almohadas.

***

En una ocasión, Gambárov, para competir con el komsomol J., ideó contornear a nado toda la isla de Seván. Su corazón de sesenta años no resistió y, desfallecido, tuvo que abandonar a su compañero; regresó a la arrancada y, medio muerto, se dejó caer sobre los guijarros. Testigos de la desgracia fueron las paredes volcánicas del kremlin insular, que excluían cualquier idea acerca de un atracadero…

Por eso se armó un revuelo. En Seván no había bote, aunque la orden para su entrega ya estaba hecha.

La gente se agitaba de un lado a otro llenos de orgullo por haber sido testigos de la irremediable desgracia. El rumor retumbó como hojalata en las manos. La isla sintió náuseas como una mujer embarazada.

No teníamos ni teléfono ni palomas mensajeras para comunicarnos con la orilla. La barcaza había partido rumbo a Elenovka hacía unas dos horas y, por mucho que aguzáramos el oído, no se escuchaba ni siquiera el traqueteo en el agua.

Cuando la expedición, encabezada por el camarada Karinián –que llevó consigo una manta, una botella de coñac y todo lo demás– trajo de vuelta al aterido pero sonriente Gambárov, rescatado de encima de una piedra, este fue recibido con una ovación. Esos fueron los aplausos más maravillosos que había escuchado en toda mi vida: aclamaban a aquel hombre porque aún no era cadáver.

***

En el muelle pesquero de Noraduz, a donde nos llevaron de excursión, que por suerte se desarrolló sin canto coral, me sorprendió la base ya lista de una barcaza sin terminar que descansaba sobre la anguila del astillero. Era del tamaño de un buen caballo de Troya, y hablando en proporciones musicales, recordaba la caja de una bandurria.

Por doquier se esparcían las ensortijadas virutas. La sal carcomía la tierra, y las escamas de peces cintilaban como plaquitas de cuarzo.

En el comedor de la cooperativa, construido de troncos y al estilo minhertz-petrovski como todo en Noraduz, servían constantemente espesas sopas de carnero nada apetitosas.

Los trabajadores advirtieron que no habíamos traído vino y, como corresponde a verdaderos anfitriones, llenaron nuestros vasos.

Bebí de corazón a la salud de la joven Armenia, con sus casas de piedras anaranjadas, brindé por sus comisarios de blancos dientes, por el sudor de los caballos y el ruido de pasos en las filas y por su poderoso idioma, en el que no somos dignos de hablar y entonces sólo nos queda hacernos a un lado en nuestra impotencia:

agua en armenio es dzhur,

aldea es guiuj.

Nunca olvidaré a Arnoldi.

Cojeaba ligeramente sobre una prótesis, pero con tanto coraje, que todos envidiaban su andar.

Las autoridades científicas de la isla vivían junto a la carretera en la aldea de Elenovka, donde proliferaba la secta de los molokanes; allí, en la semipenumbra del comité ejecutivo científico, mostraban sus azulosas jetas de gendarme gigantescas truchas sumergidas en alcohol.

¡Y qué decir de los visitantes!

Los traían a la isla de Seván en un yate norteamericano, veloz como un telegrama, que cortaba el agua como una lanceta, y Arnoldi irrumpía en la orilla como una tormenta de ciencias, como un tamerlán de la bondad.

Tuve la impresión de que en Seván vivía un herrero que lo forjaba, y de que se bajaba en la isla para cavilar con él.

***

No hay nada más instructivo y placentero que sumergirse en una sociedad de personas de una raza totalmente diferente, a la que respetas, a la que compadeces, por la que, aun sin conocerla, sientes orgullo. La rica vida de los armenios, su ruda cordialidad, su noble estirpe trabajadora, su inconcebible aversión a toda metafísica y su magnífica familiaridad con el mundo de las cosas reales, todo ello me decía: no estás dormido, no le temas a tu tiempo, no simules.

¿No sería porque me hallaba en medio de un pueblo que se había hecho célebre por su ferviente actividad y que, sin embargo, no vivía por los relojes de las estaciones ni de las instituciones, sino por un reloj de sol como el que había visto en las ruinas de Zvartnots en forma de una rueda astronómica o una rosa inscrita en una piedra?

Amar a los extraños no se cuenta entre nuestras virtudes. Los pueblos de la URSS cohabitan como los escolares. Solo se conocen los que se sientan en el mismo pupitre y, bueno, en el receso grande, mientras se desmenuza la tiza.

Ashot Ovanesian

El Instituto de los Pueblos del Oriente está situado en el Malecón Bersenovski, junto al edificio piramidal de la Casa de Gobierno. A poca distancia, un barquero se ganaba la vida cobrando tres kópeks por el paso, hundiendo en el agua hasta los mismos escálamos su sobrecargada barca.

El aire por el malecón del río Moscova es viscoso y harinoso.

Un joven y aburrido armenio salió a mi encuentro. Entre los libros jaféticos con caracteres espinosos habitaba también, como una mariposa de las coles en la biblioteca de los cactus, una muchacha rubia.

Mi llegada de diletante no alegró a nadie. La petición de que me ayudaran en el estudio del idioma armenio antiguo no conmovió los corazones de esas personas, entre las cuales la mujer ni siquiera tenía la llave del conocimiento.

Como resultado de una incorrecta orientación subjetiva me había acostumbrado a ver en cada armenio a un filólogo… A decir verdad, en parte eso también es cierto. Son personas que agitan las llaves de la lengua incluso cuando no encierran ningún tesoro.

La conversación con el candidato a doctor de Tiflis no fluía y al final tomó un reservado carácter diplomático.

Se mencionaron los nombres de venerables escritores armenios, se recordó al académico Marr, quien acababa de pasar por Moscú en su viaje desde la región de Udmur o de Vogul hacia Leningrado, y también se alabó el espíritu de la filosofía jafética que penetra en las profundidades estructurales de todo lenguaje…

Ya me estaba aburriendo y cada vez con mayor frecuencia dirigía la mirada hacia el pedazo de jardín marchito que se dejaba ver por la ventana, cuando en la biblioteca entró un hombre mayor, de ademanes despóticos y andar majestuoso.

Su cabeza de Prometeo irradiaba una luz ahumada de color azul cenizo, como una fortísima bombilla de cuarzo… Sus hirsutos mechones negro-azules, llamativamente encrespados, tenían algo de la fuerza que posee en su raíz la pluma encantada de un ave.

La amplia boca del hechicero no sonreía, recordando firmemente que la palabra es trabajo. La cabeza del camarada Ovanesian tenía la capacidad de alejarse del interlocutor como la cúspide de una montaña que recordaba por casualidad la forma de una cabeza. Pero la hosquedad azul de cuarzo de sus ojos valía por una sonrisa.

Así es la sordera y la ingratitud, legada a nosotros por los titanes…

Cabeza en armenio es gluj, con una corta aspiración después de la «j» y con «l» blanda… La misma raíz que en ruso1… ¿Y la novela jafética? ¡Por favor!

Ver, escuchar y entender: en una época todos estos significados se fundían en un mismo haz semántico. En los estadios más profundos del habla no había conceptos, sino sólo direcciones, miedos y anhelos, sólo necesidades y recelos. El concepto de cabeza se separó hace decenas de miles de años del haz de las tinieblas, y la sordera2 se convirtió en su símbolo.

En definitiva, querido lector, de todas formas te harás un lío, y no soy yo quién para darte lecciones.

Moscú

Hace poco, rebuscando bajo las escaleras de la mansión rosa-viejo en Yakimanka, encontré un estropeado librito de Signac en defensa del impresionismo. El autor exponía «la ley de la mezcla óptica», ensalzaba el trabajo con las pinceladas y sugería la importancia de utilizar sólo los colores puros del espectro.

Basaba sus demostraciones citando a Eugène Delacroix, a quien había divinizado. Una y otra vez se remitía a su Viaje a Marruecos, como si hojeara un código de educación visual obligatorio para cada europeo que piense.

Con un cuerno de caballería, Signac convocó a la última reunión de los impresionistas maduros. Llamaba a acudir a los campos despejados, a encontrarse con los suevos, con los albornoces de los moros y las faldas rojas de las argelinas.

A los primeros sonidos de esta vivificante teoría que fortalecía los nervios, sentí el estremecimiento de lo nuevo, como si me hubiesen llamado por mi nombre…

Me parecía como si hubiese cambiado el polvoriento calzado de ciudad, semejante a cascos, por unas ligeras babuchas musulmanas.

En toda mi larga vida no había visto más que lo que puede ver un gusano de seda.

Además, la liviandad irrumpió en mi vida, como siempre árida y desordenada, y que se me presentaba como la espera hormigueante de una lotería con premio asegurado, donde yo podía extraer cualquier cosa: una pastilla de jabón de fresa, un asiento en el archivo en los palacios del primer impresor o el ansiado viaje a Armenia con el que no dejaba de soñar.

El arrendador de mi apartamento temporal —un jurisconsulto joven y rubio— irrumpía por las noches en su casa, agarraba de la percha un abrigo impermeable y en la madrugada volaba en un “junker” unas veces a Járkov y otras a Rostov.

Su corrspondencia sellada podía estar tirada durante semanas sobre los sucios alféizares y las mesas.

La cama de esta persona siempre ausente estaba cubierta por un tapiz ucraniano y asegurada con alfileres.

A su regreso solo sacudía su rubia cabeza y no contaba nada del vuelo.

***

Probablemente es una enorme audacia conversar con el lector acerca del presente en un tono de absoluta cortesía, que no se sabe por qué, hemos cedido a los autores de memorias.

Me parece que eso sucede por la impaciencia con la que vivo y cambio de piel.

La salamandra ni siquiera sospecha que tiene una mancha negra y una amarilla en su lomo. No concibe que esas manchas se distribuyan en dos cadenetas o se unan en una sola línea en dependencia de la humedad de la arena, del ambiente alegre o lúgubre del terrario.

Pero la salamandra pensante –el hombre– adivina el tiempo que hará mañana con tal de determinar por sí mismo su propia coloración.

Tenía por vecinos unas hoscas familias pequeñoburguesas. Dios les había negado a estas personas la amabilidad, que sin dudas, embellece la vida. Se fundieron con aire sombrío en una apasionada asociación de consumo, arrancaban los días que les correspondían según el sistema de talones y sonreían de dientes para afuera.

Sus habitaciones estaban arregladas como tiendas de artesanía, con distintos símbolos alegóricos al parentesco, la longevidad y la fidelidad hogareña. Predominaban los elefantes blancos de dimensiones grandes y pequeñas, los perros y las caracolas, confeccionados artísticamente. No les era ajeno el culto a los muertos así como un cierto respeto por los ausentes. Parecía que estas personas de rostros insulsos y crueles como pueden ser los eslavos, comieran y durmieran en capillas idénticas.

Y yo agradecí a mi origen por ser sólo un invitado casual de Zamoskvorechie y porque no pasaría allí mis mejores años. Nunca ni en ningún otro lugar, había sentido con tanta fuerza la profunda vacuidad de Rusia; el colorido naranja de los atardeceres del río Moscova, el color ladrillo del té traía a mi memoria el polvo rojo del Valle del Ararat.

Quería regresar lo más pronto posible allá, donde los cráneos de las personas son igual de magníficos tanto en el sarcófago como en el trabajo.

Por doquier había la mar de simpáticas casitas con almas ruines y tímidas ventanas. Sólo setenta años atrás aquí se vendían jóvenes siervas mansas y comprensivas, educadas en el oficio de la costura y el deshilado.

***

Dos tilos secos sordos de vejez alzaban en el patio sus horquetas pardas. Imponentes por su circunferencia de un cierto grosor banal, no escuchaban ni entendían nada. El tiempo los había alimentado con rayos y les había dado de beber aguaceros, eran indiferentes a todo.

En cierta ocasión, la asamblea de los hombres mayores de edad que habitaban el edificio dispuso derribar el más añejo de los tilos y convertirlo en leña.

Cavaron una trinchera profunda alrededor del árbol. El hacha golpeaba las indiferentes raíces. La labor de los leñadores requiere destreza. Había demasiados voluntarios que iban de un lado a otro como los torpes ejecutores de una abominable sentencia.

Llamé a mi esposa:

 –Mira, ahora va a caer.

Mientras tanto, el árbol se resistía con una fuerza pensante: parecía como si hubiera recobrado totalmente la conciencia. Desafiaba a sus ofensores y a los dientes de lucio de la sierra.

Finalmente lo enlazaron con una cuerda de tender por la bifurcación seca, por el mismo lugar desde donde asomaba su tiempo, su letargo y su verde invocación a Dios, y comenzaron a menearlo poco a poco. Se tambaleaba como un diente en la encía, pero reinando aún en su lecho. Un instante más y los niños corrieron hacia la vencida estatua.

***

Este año la dirección de la Unión Central había pedido a la Universidad de Moscú que le recomendaran a una persona para enviarla a Ereván. Se trataba del control de la recolección de cochinillas, un insecto poco conocido del que se obtiene una magnífica tinta color carmín cuando se seca y se tritura en polvo.

La elección de la Universidad recayó en B. S. Kuzin, un joven zoólogo bien preparado. B. S. vivía con su anciana madre en la calle B. Yakimanka, pertenecía al sindicato, por orgullo se ponía en posición de firme ante cualquiera que se le cruzara y distinguía entre todo el medio académico al viejo Sergueiev, quien había construido y arreglado con sus propias manos todos los altos estantes rojos de la biblioteca de zoología y, con los ojos cerrados, podía nombrar sin equivocarse todas las maderas labradas –ya fuera un roble, un fresno o un pino– con sólo pasarles la palma de su mano.

  1. S. no era en lo absoluto un ratón de biblioteca. Se ocupaba de la ciencia sobre la marcha, tenía cierta relación con las salamandras del profesor Kammerer, el famoso suicida vienés y más que todo en el mundo amaba la música de Bach, especialmente una creación ejecutada en instrumentos de viento y que se elevaba como un torrente gótico.

Kuzin era un viajero bastante experimentado a escala de la URSS. Lo mismo en Bujar que en Tashkent aparecía su traje de campaña y prorrumpía su contagiosa risa militar. Cultivaba amistades por doquier. No hace mucho un mulah –hombre santo enterrado en una montaña– le había enviado una comunicación formal acerca de su deceso en idioma farsi puro. En opinión del mulah, el célebre y joven científico, cuando hubiese agotado su reserva de salud y procreado suficientes hijos –y no antes–, tendría que unirse a él.

¡Gloria a los vivos! ¡Cualquier trabajo es respetable!

Kuzin se preparaba sin deseos para irse a Armenia. Andaba de aquí para allá en busca de los sacos y los recipientes para recolectar las cochinillas y se quejaba de los ardides de los funcionarios que no le entregaban las vasijas.

***

La separación es la hermana menor de la muerte. Para aquellos que respetan las razones del destino hay en las despedidas una animación nupcial y de mal agüero.

La puerta exterior no hacía más que abrirse y cerrarse y por la angosta escalera de Yakimanka arribaban visitantes de ambos sexos: estudiantes de las escuelas de aviación soviéticas –despreocupados jinetes del aire–, colaboradores de las estaciones botánicas lejanas, especialistas en lagos alpinos, personas que habían estado en el Pamir o en China Occidental, o simplemente jóvenes.

Comenzaron a servir en las copas los vinos moscovitas, las muchachas y señoras los rechazaban amablemente, se esparció el jugo de los tomates y la tonta conversación general: acerca de la aviación, del rizo circular, cuando no te das cuenta que te han volteado y la tierra se te viene encima como un gigantesco techo pardo, acerca de la carestía en Tashkent, del tío Sasha y su gripe y de cualquier cosa…

Alguien contaba que abajo, en la Yakimanka, se había tirado en el suelo un inválido moreno, que vive allí mismo, bebe vodka, lee el periódico, juega a los dados y por las noches se quita la pata de palo y duerme sobre ella como si fuera una almohada.

Otro comparaba al Diógenes de la Yakimanka con una japonesa de la época feudal, un tercero gritaba que Japón es el país de los espías y los ciclistas.

El tema de la conversación se escurría alegremente, como un aro que se pasa por detrás la espalda, y el movimiento del caballo de ajedrez, que siempre se desvía, era el soberano de la conversación de sobremesa…

No sé cómo es para los demás, pero para mí, el encanto de una mujer aumenta si es una joven viajera, si cuando viaja en comisión de servicio con fines científicos ha dormido durante cinco horas en un banco duro del tren de Tashkent, si comprende bien el latín de Linneo, si conoce su lugar en la discusión entre los lamarquistas y los epigenéticos y si no es indiferente a la soya, al algodón o al lino.

Y en la mesa, una sintaxis de lujo, de flores silvestres gramaticalmente incorrectas, confusas, de alfabetos distintos, como si todas las formas preescolares del modo de vida vegetal confluyeran en un antológico poema de sílabas abiertas.

En mi infancia, por estúpido amor propio y por falsa altanería, nunca fui por bayas y no me agachaba a recoger los hongos. Más que los hongos, me gustaban las piñas góticas de las coníferas y las hipócritas bellotas con gorritos de monjes. Yo acariciaba las piñas. Ellas se erizaban. Me daban seguridad. En la ternura de su cascarón, en su negligencia geométrica, sentía los rudimentos de la arquitectura, cuyo demonio me acompañó toda la vida.

Casi nunca tuve ocasión de visitar las dachas de las afueras de Moscú, sin contar los viajes en automóvil a Uzkoe por la carretera de Smolensk, junto a las barrigonas isbas de troncos, donde se veían los acopios de coles en los huertos, como balas con mechas verdes. Estas bombas de coles verde claro, amontonadas en una escandalosa abundancia, me recordaban a lo lejos la pirámide de cráneos en el aburrido cuadro de Vereshaguin.

Ahora ya no es lo mismo, pero el cambio llegó demasiado tarde.

Todavía el año pasado, en la isla Seván, en Armenia, mientras paseaba por entre la alta hierba que me llegaba hasta la cintura, me maravillaba del desvergonzado y ardiente colorido de las amapolas. Con sus tonos tan vivos hasta provocar dolor, como signos falsos, grandes, demasiado grandes para nuestro planeta, semiesféricas mariposas que no se quemaban, crecían en unos desagradables tallos velludos.

Yo envidié a los niños. Cazaban con diligencia las alas de las amapolas en la hierba. Me agaché una vez, otra… Y ya tenía el fuego en las manos, como si un herrero me hubiese provisto de carbones.

En cierta ocasión, en Abjasia, hallé todo un campo de fresas del norte.

A la altura de algunos cientos de pies sobre el nivel del mar unos bosques jóvenes cubrían todas las colinas. Los campesinos removían con el azadón la rojiza tierra dulce, preparando los hoyos para la postura.

He aquí porqué me alegraban aquellas monedas color coral del verano norteño. Las bulbosas bayas maduras colgaban en acordes de tercera y de quinta, cantaban en grupos y siguiendo una partitura.

***

Y bien, B. S., usted se va primero. Las circunstancias aún no me permiten seguirlo. Espero que cambien.

Usted se alojará en la calle Spandarián, número 92, en casa de unas personas encantadoras: los Ter-Oganián. ¿Recuerda cómo fue? Yo corría a su encuentro por la «Spandarián», tragándome el polvo acre de las construcciones que da fama a la joven ciudad de Ereván. Aún me resultaban queridas y nuevas la dureza, la aspereza y la solemnidad del valle del Ararat, reconstruido hasta dejarlo nuevo, la ciudad, que parecía toda desbaratada por fontaneros inspirados por Dios, y las personas de bocas grandes y ojos duros como tallados en hueso: los armenios.

Pasé junto a las secas torres de agua, junto al conservatorio, en cuyo sótano mal enseñaban a un cuarteto y desde donde se dejaba escuchar la voz enfadada del maestro: «¡Más lento! ¡Más lento!» –es decir, lleven el movimiento hasta el adagio– y fui directamente a su puerta. Aquello no era un zaguán, sino un túnel largo y frío, abierto en la casa del abuelo y en él, como en un telescopio, se veía brillar un patiecito con la hierba tan descolorida para la temporada que parecía la hubiesen quemado con ácido sulfúrico.

A los ojos le falta la sal por doquier. Atrapas formas y colores y todo es insípido. Así es Armenia.

***

En el balcón usted me mostró un plumero persa con dibujos laqueados del color de la sangre horneada con oro. Estaba lastimosamente vacío. Me hubiese gustado oler sus venerables paredes mohosas que habían servido a la justicia de Sardar y a la redacción instantánea de las sentencias de sacar los ojos.

Después usted entró de nuevo en la penumbra avellanada del apartamento de los Ter-Oganian, regresó con una probeta y me mostró las cochinillas. Como guisantes de color rojo-pardo estaban sobre una rama.

Usted había tomado esa muestra en la aldea tártara de Sarvanlar, a unas veinte verstas de Ereván. Desde allí se ve bien el padre Ararat y en la seca atmósfera fronteriza te sientes involuntariamente un contrabandista. Y riéndose, usted me contó que en Sarvanlar, en la casa de una familia tártara amiga suya, hay una maravillosa muchachita glotona… Su pícara carita está siempre embadurnada de leche agria y sus deditos brillan por la grasa de carnero… Durante el almuerzo, a pesar de no ser aprensivo, se guardaba con disimulo para después una hojuela porque la glotona ponía sus piecitos sobre el pan como si este fuera un banquito.

Yo miraba cómo se plegaba y se extendía el acordeón de arrugas mahometanas en su frente; sin dudas, lo más espiritual en su aspecto físico. Esas pequeñas arrugas, que parecían marcas dejadas por un gorro de piel, reaccionaban ante cada frase significativa, temblaban, vibraban y se envalentonaban en su frente. Amigo mío, usted tenía algo de Godunov tártaro.

Yo ideaba una comparación para caracterizarlo y cada vez más me acostumbraba a su esencia antidarwiniana. Estudiaba el lenguaje vivo de sus largas y torpes manos creadas para tenderlas en los momentos de peligro y que protestaban ardientemente contra la selección natural.

***

En el Wilhelm Meister de Goethe hay un hombrecillo llamado Iarno, burlón y naturalista. Durante semanas se oculta en los latifundios de un mundo ejemplar, pasa las noches en las habitaciones de las torres, sobre sábanas heladas y sale a la hora del almuerzo de las profundidades de un encierro de lealtad.

Este Iarno era miembro de una especie de orden instituida por el rico terrateniente Leotar, para educar a los contemporáneos en el espíritu de la segunda parte de Fausto. Dicha sociedad tenía una amplia red de agentes –hasta en los Estados Unidos–, una organización parecida a los jesuitas. Llevaban listas secretas de comportamiento, extendían sus tentáculos, atrapaban personas.

Precisamente a Iarno le habían encomendado vigilar a Meister.

Wilhelm viajaba con el jovenzuelo Félix, hijo de la infeliz Marianna. Un parágrafo del reglamento prohibía vivir más de tres días en un mismo sitio. El sonrosado Félix –un niño vivaracho y deseoso de aprender– recolectaba plantas para el herbario y exclamaba: «Sag mir Vater»[6], a cada instante interrogaba al padre mientras quebraba pedazos de rocas y hacía amistades de un día.

En general, los niños de Goethe eran muy aburridos y de muy buena conducta. Goethe se imaginaba a los niños como pequeños Eros de la curiosidad con una aljaba de preguntas certeras al hombro…

Y he aquí que Meister se encuentra con Iarno en las montañas.

Iarno le arrebata literalmente de las manos a Meister su permiso de tres días. En el pasado vivieron años de separación y en el futuro los vivirán también. ¡Mejor aún! ¡Más sonoro es el eco de las lecciones del geólogo en la universidad del bosque!

Es por ello que la cálida luz que emite la enseñanza oral, la didáctica clara de la conversación amistosa supera en mucho la persuasiva y aleccionadora acción de los libros.

Recuerdo con gratitud una de las conversaciones en Ereván, que ahora, pasados algunos años, ya están fortalecidas por la certeza de la experiencia personal y poseen la autenticidad que nos ayuda a percibirnos a nosotros mismos como parte de la tradición.

La conversación derivó hacia la «teoría del campo embrionario», propuesta por el profesor Gurvich.

La hoja embrionaria de la capuchina tiene forma de alabarda o de una cápsula bivalva alargada que termina en una lengüeta. También se parece a una flecha de sílice del paleolítico. Pero la tensión de fuerza que se desencadena alrededor de la hoja la transforma primero en una figura de cinco segmentos. Las líneas de la punta paleolítica son sometidas a la tensión de arco.

Tome un punto cualquiera y únalo a una recta con un haz de coordenadas que atraviesen dicha recta a distintos ángulos y se prolonguen con segmentos de igual longitud, únalos entre sí y obtendrá una convexidad.

Pero a continuación el campo de fuerza cambia bruscamente su juego y empuja la forma hasta el límite geométrico, hasta convertirlo en un polígono.

Una planta es un sonido extraído por la baqueta del termenvox[7] y que se arrulla en una esfera sobresaturada de procesos ondulatorios. Es el enviado de la tormenta viva que se desencadena permanentemente en el universo ¡y tiene el mismo grado de parentesco con la piedra y con el rayo!

Una planta en el mundo es un acontecimiento, un suceso, una flecha ¡y no un aburrido desarrollo prolongado!

Borís Sergueievich, hace muy poco un escritor[8] confesó públicamente que era un ornamentalista o que trataba de serlo en la medida de lo posible.

Me parece que tiene asegurado un lugar en el séptimo círculo del infierno de Dante, donde creció un endrino sangrante. Y cuando algún turista por curiosidad rompa una ramita de este suicida, implorará con voz humana como Pedro della Vigna: «¿Por qué, inhumanos, me destrozáis? ¿Por qué me herís con manos despiadadas? Hombres fuimos en tiempos más dichosos…»

Y caerá una gota de negra sangre…

¿Qué Bach, qué Mozart hace una variación del tema de la hoja de la capuchina? Finalmente estalló una frase: «La velocidad mundial de la vaina de la capuchina cuando revienta».

***

¿Quién no conoce la envidia hacia los jugadores de ajedrez? En la habitación se siente una especie de campo de enajenación que difunde una frialdad hostil hacia los que no participan.

Pero es que esos caballos persas de marfil están sumergidos en una solución de sal. Con ellos sucede lo mismo que con las capuchinas del biólogo moscovita E. S. Smirnov y con el campo embrionario del profesor Gurvich.

La amenaza del cambio gravita sobre cada pieza durante todo el tiempo de juego, durante todo el fenómeno de la tormenta del torneo. El tablero se hincha por la atención intensa. Las piezas del ajedrez crecen cuando caen en el foco radial de la combinación como los hongos lactarios en el veranillo de San Martín.

El problema no se resuelve en el papel y tampoco en la cámara oscura de la causalidad, sino en el medio impresionista vivo, en el templo de aire y luz de Édouard Manet y Claude Monet.

¿Acaso es cierto que nuestra sangre emite rayos mito-genéticos, atrapados por los alemanes en una placa de sonido, rayos que favorecen, como me dijeron, la división intensiva de los tejidos?

Todos nosotros, sin sospecharlo siquiera, somos portadores de una enorme experiencia embriológica; y es que el proceso de recordar, coronado por la victoria del esfuerzo de la memoria, tiene un sorprendente parecido con el fenómeno del crecimiento. Tanto en uno como en otro hay un embrión, un germen; y un rasgo del rostro o de la mitad del carácter, un sonido a medias, la terminación de un nombre, algo labial o palatal, un sabor agradable, se desarrolla no a partir de sí mismo, sino que sólo responde a una incitación, sólo crece, justificando la espera.

Con estas reflexiones tardías, B. S., espero, aunque sea en parte, recompensarlo por haberle interrumpido su partida de ajedrez allá en Ereván.

Sujumi

A principios de abril llegué a Sujumi, ciudad de luto, de tabaco y de perfumados aceites vegetales. El estudio del abecedario del Cáucaso hay que comenzarlo a partir de aquí; en este sitio cada palabra comienza con «a». La lengua de los abjasios es poderosa y de sílabas abiertas, pero en ella abundan los sonidos unidos sub- y sobreguturales, que dificultan la pronunciación; se puede decir que surge de una laringe cubierta de vellos.

Me temo que no ha nacido aún el buen oso Balú que me enseñará como al niño Mowli de la selva de Kipling la maravillosa lengua «apsni», aunque me imagino que en un futuro lejano existirán academias diseminadas por todo el globo terráqueo para el estudio del grupo de lenguas caucásicas. Los recursos fonéticos de Europa y América se agotan. Sus yacimientos tienen límite. Ahora ya los jóvenes leen a Pushkin en esperanto. A cada uno lo suyo.

¡Pero qué terrible advertencia!…

***

Sujumi se abarca fácilmente con la mirada desde la llamada montaña de Cherniavski, desde la plazoleta Ordzhonikidze. Es completamente lineal, plana y absorbe en sí, bajo la marcha fúnebre de Chopin, un gran arco de mar que respiraba con su pecho colonial de balneario.

Está situada abajo, como una caja de dibujo con un compás envuelto en terciopelo que acaba de seguir la curva de la bahía, dibujar los arcos superciliares de las colinas y se ha cerrado.

Aunque en la vida social de Abjasia hay mucho de rudeza ingenua y de abuso, no puede dejar de cautivarnos el arte para manejar la economía y la administración de la pequeña república marítima, orgullosa de sus valiosos suelos, de sus bosques de bojes, del sovjós de olivos de Novoe Afon y de la alta calidad del carbón de Tkvarcheli.

A través del pañuelo hincaban las rosas, chillaba el osezno domesticado con el hocico gris de ruso antiguo del embaucado Iván el Tonto, y su chillido rajaba los vidrios. Desde la misma orilla del mar traían rodando los automóviles nuevos, que despanzurraban con los neumáticos la montaña eternamente verde. …Por debajo de la corteza de las palmas asomaban fibras canosas, como pelucas de teatros, y en el parque, como velas de seis puds[9], los florecidos agaves se estiraban cada día casi cinco centímetros.

***

Podvoiski pronunció sermones de la montaña acerca de lo dañino que resulta fumar y reprendió paternalmente al jardinero. En una ocasión me hizo una pregunta que me sorprendió profundamente:

–¿Cuál era el estado de ánimo de la pequeña burguesía en Kiev en el año 1919?

Me parece que su sueño era citar El Capital de Karl Marx en la cabaña de Pablo y Virginia.

Durante los largos paseos de veinte verstas, acompañado por callados letones, iba desarrollando en mí el sentido del relieve de la zona.

Tema: la carrera hacia el mar de las colinas volcánicas en declive, unidas por una cadena, para los peatones.

Variaciones: la llavecita verde de la altura pasa de una cúspide a otra y cada nueva cadena cierra bajo llave la cañada.

Bajamos donde los alemanes, al dorf, a la hondonada y los perros pastores nos ladraron con insistencia.

……………………………………………………………….

Fui a visitar a Gulia –el presidente de la Academia Armenia de Ciencias– y casi le transmito un saludo de Tartarín y del armero Costecald.

¡Una maravillosa figura provenzal!

Se quejaba de las dificultades que ofrecía la invención del alfabeto abjasio, hablaba con respeto del bufón petersburgués Evréinov, que era un apasionado del culto a la cabra en Abjasia y se lamentaba de lo inaccesibles que resultaban las investigaciones científicas serias a causa de la lejanía de Tiflis.

***

El obstinado golpeteo de las bolas de billar resulta tan agradable a los hombres como el entrechocar de las agujas de tejer a las mujeres. El taco de billar devastó la pirámide y cuatro mozos épicos del ejército de Blücher, tan parecidos como hermanos, alertas, precisos, hallaban una desconocida atracción en el juego.

Y los viejos militantes del partido no se quedaban atrás.

***

Desde el balcón, con los prismáticos de campaña, se ve claramente la pista y la gradería en la pantanosa pradera de maniobras que exhibe el color del paño de la mesa de billar. Una vez al año se celebran grandes carreras de resistencia para todos los interesados.

Una cabalgata de ancianos bíblicos acompañaba al joven ganador.

Los parientes, distribuidos en una elipsis de muchas verstas, entregaban hábilmente paños mojados, con ayuda de unas varas, a los acalorados jinetes.

En un lejano prado pantanoso un faro giraba como el brillante de Tet.

Una vez vi la danza de la muerte, el baile nupcial de los insectos fosforescentes. Al principio parecía el fuego de finísimos cigarrillos fatuos, pero sus rúbricas eran demasiado riesgosas, desenfadadas y temerarias.

¡Sólo Dios sabe a dónde iban!

Y al acercarme un poco más descubrí que eran locas cachipollas electrificadas que cintilaban, se contraían, hacían dibujos en el aire, devoraban la oscuridad del momento presente.

De la misma manera, nuestro macizo y pesado cuerpo se reducirá a polvo, y nuestra actividad se convertirá en ese mismo desenfreno de señales si no dejamos tras nosotros pruebas materiales de nuestra existencia.

¡Es terrible vivir en un mundo compuesto sólo de exclamaciones e interjecciones!

Bezimenski, un fortachón que levanta pesas de cartón, el de la cabeza redonda, el apacible herrero chupatintas, no, no el herrero, el vendedor de pájaros y ni siquiera de pájaros, sino de globos de la RAPP, no hacía más que encorvarse, cantar y embestir a la gente con el azul de sus ojos.

Un inagotable repertorio de ópera borbotaba en su garganta. No lo abandonaba nunca ese vigor de concierto al aire libre, como el del agua de Bordzhomi. Era un holgazán con la mandolina en el alma que vivía en la cuerda de la romanza y cuyo corazón cantaba bajo la aguja del gramófono.

Los franceses

En ese momento yo extendía la vista y sumergía los ojos en la amplia copa del mar para que saliera fuera cualquier mota de polvo y cualquier lágrima.

Yo extendía la vista, y como un guante de cabritilla la enfundaba en la horma, en el mar azul que nos rodeaba…

De un golpe y cual depredador, examiné con furia feudal los dominios del horizonte.

Así hunden los ojos en la amplia copa llena hasta los bordes, para que salga cualquier mota de polvo.

Y comencé a comprender qué es la obligatoriedad del color –el azar de las camisetas azules y anaranjadas– y que el color no es otra cosa que el sentido de la arrancada, teñido por la distancia y contenido en el volumen.

El tiempo en el museo transcurría según un reloj de arena. La arenilla de ladrillo corría, se vaciaba la copita y entonces desde la cavidad superior hasta la ampolleta inferior, pasaba el mismo hilo de simún dorado.

¡Hola, Cézanne! ¡Simpático abuelo! Gran trabajador. La mejor bellota de los bosques franceses.

Su pintura está certificada por un notario de aldea en una mesa de roble. Es inconmovible, como un testamento hecho en sano juicio y con la memoria firme.

Pero lo que me conquistó fue la naturaleza muerta del anciano. Las rosas, de seguro cortadas en la mañana; compactas y aplanadas, en especial las rosas de té. Idénticas a bolitas amarillas de helado de mantecado.

Sin embargo, me resultó antipático Matisse, el pintor de los ricos. La pintura roja de sus lienzos sisea como la soda. No conoce la alegría de los frutos maduros. Su poderoso pincel no cura la vista, sino que le da la fuerza de un toro, a tal punto que los ojos se llenan de sangre.

¡Estoy harto de estas odaliscas y escaques en las alfombras!

¡Caprichos de sah del maestro parisino!

***

Las baratas pinturas que usaba Van Gogh, desgraciadamente, fueron compradas por una bicoca.

Van Gogh escupe sangre, como el suicida de las habitaciones amuebladas. Las tablas del piso en el café nocturno están inclinadas y chorrean como canalones en un frenesí eléctrico. Y la estrecha artesa del billar recuerda un ataúd.

¡Nunca había visto tan escandaloso colorido!

¡Y sus paisajes de huertos! Acaban de quitarles el hollín de los trenes suburbanos con un trapo mojado.

Sus lienzos, en los que aparece embadurnada una tortilla de catástrofe, son didácticos, como materiales visuales, como mapas de la escuela de Berlitz.

***

Los visitantes se mueven con pasos cortos como en una iglesia.

Cada habitación tiene su propio clima. En la de Claude Monet el aire es de riachuelo. Cuando miras las aguas de Renoir sientes ampollas en las palmas de las manos como provocadas por los remos.

Signac inventó el sol de maíz.

La guía del museo conduce a los visitantes.

Como los pollitos tras la gallina.

Ozenfant elaboró algo asombroso –con tiza roja y esquistos blancos sobre el fondo negro de una pizarra– modulando formas de vidrio soplado y frágiles vasijas de laboratorio.

También los saludaba el judío azul de Picasso, y los bulevares grises carmesí de Pissarro, que corren como las ruedas de una enorme lotería, con cajitas de cabriolés que levantan las cañas de las fustas y con restos de cerebros salpicados en los quioscos y los castaños.

¿Pero, acaso no es suficiente?

Al salir, ya aburre el resumen final.

***

Para todos aquellos que se están curando de la peste benigna del realismo ingenuo yo sugeriría este método de apreciar los cuadros:

En ningún caso se debe entrar como en una capilla. No admirarse, no quedarse helado, no demorarse delante de los lienzos…

¡Como si fueran paseando por un bulevar, sin detenerse!

Rompan las grandes ondas de temperatura del espacio de los cuadros al óleo.

Tranquilamente, sin acalorarse –del mismo modo que bañan sus caballos los niños tártaros en el Alushta– hundan los ojos en ese medio material que les es desconocido y recuerden que el ojo es un animal generoso pero testarudo.

Detenerse delante de un cuadro con el que la temperatura corporal de su vista aún no se ha igualado, para el que el cristalino no ha hallado la única acomodación digna, es lo mismo que una serenata en invierno tras una contravidriera.

Cuando ese equilibrio se logre –y sólo entonces– comiencen la segunda etapa de restauración del cuadro: hay que lavarlo, eliminarle toda la piel vetusta, la capa bárbara externa y más tardía que lo une, como a todas las cosas, con la densa y soleada realidad.

Con finísimas reacciones ácidas, el ojo –un órgano que posee acústica, que intensifica el valor de la imagen, que multiplica sus logros por las ofensas sensoriales y se preocupa por ellos como una gallina por su huevo– eleva el cuadro hasta su altura, puesto que la pintura es un fenómeno, en mucha mayor medida, de secreción interna y no de apercepción, es decir, de percepción externa.

El material de la pintura no está organizado de manera casual, y en eso se diferencia de la naturaleza. Pero la probabilidad de la reproducción es inversamente proporcional a su realización.

Y sólo aquí comienza la tercera y última etapa para entrar en el cuadro: el careo con la intención.

Y el ojo-viajero entrega a la conciencia sus cartas credenciales. Entonces se establece un diálogo entre el espectador y el cuadro, una especie de secreto diplomático.

***

Salí de la embajada del arte hacia la calle.

Después de los franceses, la luz del sol me parecía la fase de un eclipse decreciente, y el sol mismo, como envuelto en papel plateado.

Junto a la puerta de la cooperativa había una madre con su hijo. El hijo estaba raquítico.

El final de la calle, como distorsionado por unos prismáticos, se apiñaba en un ovillo apretado; y todo aquello –lejano y falso– estaba comprimido en una bolsa de cuerdas.

***

Alrededor de los naturalistas

Lamarck luchaba con la espada en la mano por el honor de la naturaleza viva. ¿Ustedes piensan que se conformaba con la evolución al igual que esos salvajes que hicieron ciencia en el siglo XIX? Y en mi opinión, la vergüenza por la naturaleza encendió las atezadas mejillas de Lamarck. No le perdonaba a la naturaleza esa tontería que se llama variabilidad de las especies.

¡Adelante! Aux armes![10] Lavémonos la deshonra de la evolución.

La lectura de los naturalistas-sistemáticos (Linneo, Buffon, Pallas) influye admirablemente sobre la disposición de los sentidos, corrige la vista y le transmite al alma una mineral tranquilidad de cuarzo.

Esta es Rusia en la imagen del excelente naturalista Pallas: las mujeres producen la pintura marrón a partir de alumbres mezclados con hojas del abedul, la propia corteza de tilo se deshace en tiras de líber, con ella se tejen lapti[11] y cestas. Los hombres usan el petróleo espeso como aceite medicinal. Las chuvashas cuelgan en sus trenzas unas bolitas que contienen semillas para que tintineen.

Quien no ame a Haydn, a Gluck y a Mozart no entenderá ni jota en la obra de Pallas.

Trasladó la redondez corpórea y la amabilidad de la música alemana a las llanuras rusas. Recoge los hongos rusos con las manos blancas de un concertista magistral. Una gamuza húmeda, un terciopelo podrido, pero lo rompes y adentro está el azul.

¡Quien no ame a Haydn, a Gluck y a Mozart no entenderá ni jota en la obra de Pallas!

Hablemos de la fisiología de la lectura. Un tema rico, inagotado y al parecer, prohibido. De todo lo material, de todos los cuerpos físicos, el libro es el objeto que más confianza inspira al hombre. Un libro fijado a una mesa de lectura se asemeja a un lienzo extendido en un marco.

Cuando estamos atrapados de lleno por la actividad de la lectura disfrutamos fundamentalmente nuestras características genéricas, experimentamos una especie de gozo ante la clasificación de nuestras edades.

Si bien Linneo, Buffon y Pallas matizaron mi madurez, en cambio agradezco a la ballena por haber despertado en mí el asombro infantil ante la ciencia.

En el museo de zoología:

Tin…tin…tin… –la experiencia empírica es con cuentagotas.

¡Pero, cierren el grifo de una buena vez!

¡Ya basta!

Firmé una tregua con Darwin y lo coloqué en una repisa imaginaria junto a Dickens. Si hubieran almorzado juntos, el tercero habría sido el mismísimo mister Pickwick. Es imposible no quedar cautivados con la bondad de Darwin. Es un humorista impremeditado. En él es peculiar (le acompaña) el humor de la situación.

¿Pero acaso la bondad es un método de conocimiento creador y un modo digno de percibir la vida?

***

En la escala de los seres vivos, en sentido descendente, inverso respecto a Lamarck, está la grandeza de Dante. Las formas inferiores del modo de vida orgánico son el infierno para el hombre.

Las largas y blancas antenas de esta mariposa poseían una estructura con aristas y parecían exactamente ramas en el cuello de la camisa del académico francés o palmas plateadas colocadas en el ataúd. El tórax fuerte, en forma de lancha. La cabeza insignificante, gatuna.

Sus alas con ojos eran de magnífica seda antigua de un almirante que estuvo en Çesme y también en Trafalgar.

Y de pronto me sorprendí sintiendo el deseo salvaje de echar una mirada a la naturaleza con los ojos dibujados de este monstruo.

***

Lamarck siente los abismos entre las clases. Escucha las pausas y las síncopas de la sucesión evolutiva.

Lamarck vertió muchas lágrimas sobre su lupa. Él es la única figura shakesperiana de las ciencias naturales.

Miren, este semivenerable y sonrojado anciano baja corriendo por la escala de los seres vivos como un joven halagado por un ministro en una audiencia o satisfecho por una amante.

Nadie, ni siquiera los mecanicistas empedernidos, consideran el desarrollo de un organismo como el resultado de la variabilidad del medio exterior. El medio sólo incita al organismo a desarrollarse. Sus funciones se expresan en una cierta benevolencia, que, de forma gradual e ininterrumpida, es anulada por la rigidez que ata el cuerpo vivo y que lo recompensa con la muerte.

Así, el organismo es para el medio posibilidad, deseo y esperanza. El medio es para el organismo una fuerza que invita. No es tanto una envoltura, sino un reto.

Cuando el director, con el movimiento de su batuta, extrae un tema de la orquesta, él no es la causa física del sonido. La resonancia ya está dada en la partitura de la sinfonía, en el acuerdo espontáneo de los intérpretes, en el numeroso público de la sala y en la correlación de los instrumentos musicales.

***

Los animales de Lamarck son de fábula. Estos se adaptan a las condiciones de vida. Como en La Fontaine. Las patas de la garza, el cuello de los patos y los cisnes, la lengua del oso hormiguero, la estructura simétrica y asimétrica de los ojos en algunos peces.

Podemos decir que La Fontaine preparó la teoría de Lamarck. Sus astutas, moralistas y sensatas fieras eran un magnífico material vivo para la evolución. Ya se habían repartido entre ellas los mandatos de esta.

La inteligencia artiodáctila de los mamíferos cubre sus dedos con un cuerno redondeado.

El canguro se traslada con brincos lógicos.

Este marsupial, en la descripción de Lamarck, cuenta con unas patas delanteras débiles –es decir, unas patas que se han resignado a su condición de inservibles–, unas extremidades traseras bien desarrolladas –es decir, convencidas de su importancia– y una potente tesis denominada cola.

Ya se dispusieron los niños a jugar en el cajón de arena, al pie de la teoría evolutiva del abuelo Krilov, es decir, de Lamarck-La Fontaine. Encontró un refugio en el jardín de Luxemburgo y allí se agenció pelotas y volantes.

A mí me encanta cuando Lamarck se encoleriza, y se hace añicos toda esa tediosa pedagogía suiza. ¡En el concepto «naturaleza» irrumpe «La Marsellesa»!

Los machos de los rumiantes chocan sus frentes. Todavía no tienen cuernos.

Pero la sensación interna provocada por la ira envía hacia la apófisis frontal unos «fluidos» que favorecen la formación de la sustancia córnea y ósea.

Me quito el sombrero. Cedo el paso al maestro. ¡Que no cese el estruendo juvenil de su elocuencia!

«Aún» y «ya» son dos puntos luminosos de la idea de Lamarck, espermatozoides de la gloria evolutiva y de la fotografía, señaleros y pioneros de la formación.

Él era de la raza de los viejos afinadores que tocan con sus huesudos dedos en las mansiones ajenas. Le permitían sólo claves cromáticas y arpegios infantiles.

Napoleón admitió que él afinara la naturaleza porque la consideraba una propiedad del imperio.

En las descripciones zoológicas de Linneo es imposible no advertir un vínculo de sucesión y una cierta dependencia con las casas de fieras de las ferias. El dueño de una feria ambulante o el asalariado charlatán-anunciador, se afana en mostrar la mercancía desde su lado más conveniente. En lo menos que pensaban estos pregoneros-anunciadores era en que tendrían que desempeñar cierto papel en el origen del estilo clásico de las ciencias naturales. Mentían a tontas y a locas, proponían disparates delirantes, pero al mismo tiempo se entusiasmaban con su arte. Sólo el diablo sabía a dónde iban y que vientos los favorecían, pero también se valían de su experiencia profesional y de la sólida tradición del oficio.

De niño, en la pequeña ciudad de Uppsala, es imposible que Linneo no haya visitado las ferias, es imposible que no haya escuchado las explicaciones en la casa de fieras ambulante. Como todos los niños, se quedaba pasmado y se enternecía ante el científico fortachón que calzaba botas de montar y llevaba un látigo, ante el doctor de la zoología fabulosa, que colmaba de elogios a un puma, agitando sus enormes puños rojos.

 Cuando comparo las importantes obras del naturalista sueco con la elocuencia de un parlanchín de feria, en modo alguno pretendo rebajar a Linneo. Quiero únicamente recordar que el naturalista es un narrador profesional, un expositor público de nuevas especies interesantes.

Los abigarrados dibujos de los animales del Sistema natural de Linneo podían estar colgados junto a los cuadros de la Guerra de los Siete Años y la oleografía del hijo pródigo.

Linneo pintó sus monos con los más tiernos colores de ultramar. Mojaba su pincel en lacas chinas, pintaba con pimienta roja y negra, con azafrán, con oliva, con jugo de cereza. Al mismo tiempo, desempeñaba su tarea con destreza y alegría, como un barbero cuando afeita a un burgomaestre, o una ama de casa holandesa que muele el café en un molinillo panzudo sobre sus rodillas.

Admira la brillantez, semejante a la de Colón, que muestra el domador de monos de Linneo.

Es Adán quien reparte diplomas de honor a los mamíferos, invocando en su ayuda a un mago de Bagdad y a un monje chino.

***

La miniatura persa mira de reojo con un gracioso y asustado ojo almendrado.

Inocente y sensible, convence, mejor que todo, de que la vida es un don valioso e insustituible.

¡Adoro los esmaltes y los camafeos musulmanes!

Continuando mi comparación, diré: el ardiente ojo equino de la bella joven mira de reojo y con benevolencia al lector. Los tronchos de col calcinados de los manuscritos crujen como el tabaco de Sujumi.

 ¡Cuánta sangre derramada por culpa de esos quisquillosos! ¡Cómo se deleitaban con ellos los conquistadores!

Los leopardos tienen el oído fino como escolares castigados.

El sauce llorón se hizo un ovillo, contornea y flota.

Adán y Eva deliberan vestidos a la última moda.

El horizonte desaparece. No hay perspectiva. Una fascinante falta de perspicacia. El noble ascenso de la zorra por la escala y el sentido de acercamiento del jardinero al paisaje y a la arquitectura.

***

Ayer estaba leyendo a Ferdousí, y me parecía que en el libro había un abejorro que lo libaba.

En la poesía persa soplan, cual embajadores, vientos enviados desde China como regalo.

 Ella toma la longevidad con un cucharón de plata, y le obsequia a quien desea unos tres mil o cinco mil años. Por eso los reyes de la dinastía Jamshid son tan longevos como los papagayos.

Habiendo sido buenos por un tiempo inmensamente largo, los favoritos de Ferdousí, de pronto y sin ton ni son, se vuelven perversos y acatan únicamente el suntuoso arbitrio del embuste.

La tierra y el cielo en el libro Shah-Nameh están aquejados de la enfermedad de Basedow, tienen los ojos adorablemente saltones.

Tomé a Ferdousí de manos del Bibliotecario Estatal de Armenia, Mamikon Artiomevich Guervorkian. Me trajeron una pila de pequeños tomos azules, en total unos ocho. Las palabras de la noble traducción en prosa –era la edición francesa de Mollet– olían a aceite de rosas.

Mamikon, moviendo sus flácidos labios de mandamás, recitó con su desagradable voz de camello algunos versos en persa.

Guevorkian es elocuente, inteligente y afable, pero su erudición es demasiado ruidosa y obstinada y su lenguaje, denso, notarial.

Los lectores se ven obligados a satisfacer su curiosidad en el propio gabinete del director, bajo su vigilancia personal, y los libros servidos en la mesa de este sátrapa adquieren el sabor de la carne de rosados faisanes, codornices picantes, cabra de almizcle y liebre bribona.

 Ashtarak

Tuve la suerte de observar cómo las nubes sirven al Ararat.

Era como el movimiento descendente y ascendente de la crema de leche, cuando se hunde en un vaso de dorado té y se separa dentro de él en forma de grumos.

Y, a decir verdad, el cielo de la tierra del Ararat le depara pocas alegrías a Sabaot: fue concebido como un azulejo en el espíritu de un antiquísimo ateísmo.

La montaña Yamshitskaya, resplandeciente de nieve; un campo de topos, sembrado de piedras dentadas como en son de burla; barracas de construcción numeradas y una lata de conservas repleta de pasajeros: ahí tenéis los alrededores de Ereván.

Y de pronto, un violín, hurtado por jardines y casas, dividido en un sistema de estantes, con barrotes, entrepaños, pértigas, puentecillos.

La aldea Ashtarak quedó suspendida como en una armazón de alambre en el murmullo del agua. Las cestas de piedra de sus jardines son un magnífico regalo de beneficio para una soprano ligera.

***

Pasamos la noche en una amplia casa de cuatro dormitorios, expropiada a unos kulaks. La dirección del koljós retiró el mobiliario y dispuso en ella un hotel pueblerino. En la terraza, capaz de dar asilo a toda la descendencia de Abraham, se lamentaba un lavamanos rústico.

El huerto era lo mismo que una escuela de baile para los árboles. La timidez escolar de los manzanos, la instrucción carmesí de los cerezos… Observen sus cuadrillas, sus ritornelos y rondós.

***

Yo escuchaba el murmullo de las cifras del koljós. En las montañas cayó un aguacero y los torrentes de lodo corrían por las calles más ligeros que de costumbre.

El agua tintineaba y se esparcía por todos los pisos y estantes de Ashtarak y hacía que un camello pasara por el ojo de una aguja.

***

Recibí su carta de 18 hojas, escrita con una letra recta y espigada como una alameda y a ella respondo:

El primer encuentro sensitivo con la materia de la iglesia armenia antigua.

El ojo busca la forma, la idea, la está esperando y en cambio tropieza con el enmohecido pan de la naturaleza o con un pastel de piedra.

Los dientes de la vista se desmenuzan y se rompen cuando miras por primera vez las iglesias armenias.

***

La lengua armenia es irrompible como las botas de piedra. Por supuesto, hay una palabra que va creciendo poco a poco, capas intermedias de aire en las semivocales. ¿Pero acaso radica en eso todo el encanto? ¡No! Entonces, ¿de dónde viene la atracción? ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo entenderlo?

Yo experimenté la alegría de pronunciar sonidos prohibidos a los labios rusos, sonidos secretos, rechazados y quizás, allá en lo profundo, hasta vergonzosos.

En una tetera metálica no había más que agua hervida y, de pronto, dejaron caer en ella un puñadito de maravilloso té negro.

Así me sucedió con la lengua armenia.

***

Desarrollé en mí un sexto sentido, el «del Ararat»: el sentido de atracción por la montaña.

Ahora, donde quiera que vaya, ya es intuitivo y no me abandonará nunca.

***

La pequeña iglesia de Ashtarak es como otra cualquiera y para estar en Armenia, es luctuosa. Una iglesita con un gorro hexagonal, con adornos de cordón en las cornisas del techo y esas mismas molduras de bocel en las escasas aberturas de las ventanas agrietadas.

La puerta no es nada del otro mundo. Me acerqué de puntillas y me asomé: ¡qué cúpula, válgame el cielo! ¡Qué cúpula!

¡Una cúpula de verdad! Como la de San Pedro en Roma, que cobija a multitudes y palmas, y un mar de velas, y andas.

Ahí, los profundos semicírculos de los ábsides cantan como caracolas. Hay cuatro tahoneros ciegos: norte, oeste, sur, este; se dan de bruces en los cónicos nichos, rebuscan en los hornos y donde no los hay, y no encuentran acomodo.

¿Y a quién se le ocurriría la idea de encerrar el espacio en este lastimoso cofrecillo, en esta miserable mazmorra, para rendirle allí los honores dignos del autor de los salmos?

***

El molinero, cuando no tiene sueño, sale con la cabeza descubierta hasta el molino y les echa una mirada a las muelas. A veces me despierto durante la noche y machaco en mi mente las conjugaciones de la gramática de Marr.

***

Ashot, el maestro, está empotrado en su casa de paredes planas, como un infeliz personaje en una novela de Víctor Hugo.

Golpeaba con un dedo la caja del barómetro de capitán y salía al patio en dirección al aljibe, y sobre una hoja cuadriculada trazaba la curva de las precipitaciones.

Cultivaba una parcela de frutales poco productiva que ocupaba la décima parte de una hectárea, un diminuto vergel, horneado en el pastel de piedras y viñas de Ashtarak. Y fue excluido del koljós, como una boca de más.

En el fondo de la cómoda conservaba el título universitario, el certificado de terminación de la enseñanza media y la deslucida carpeta con las acuarelas, prueba inocente de carácter y de talento.

En él se sentía el retumbar del pretérito imperfecto.

Trabajador en su camisa negra y con un inquietante fuego en sus ojos, con el cuello afectadamente al descubierto, se adentraba en la perspectiva de la pintura histórica, en los mártires escoceses, en los Estuardos.

Aún no se ha escrito la historia sobre la tragedia de la enseñanza media.

Me parece que la biografía del maestro rural puede convertirse en nuestros días en el libro de cabecera, como lo fue en un tiempo Werther.

***

Ashtarak es un poblado rico y bien aposentado, más antiguo que muchas ciudades europeas. Era célebre por las fiestas de la cosecha y los cantos de los ashugos[12]. Los hombres que se crían cerca de las viñas son mujeriegos, comunicativos, burlones, susceptibles y propensos a la holgazanería. Los habitantes de Ashtarak no son la excepción.

Del cielo caían tres manzanas: la primera, al que contaba, la segunda, al que escuchaba, la tercera, al que entendía. Así terminan la mayoría de los cuentos armenios. Muchos fueron escritos en Ashtarak. En esta región está el granero folclórico de Armenia.

Alaguez 2

–¿Tú en que tiempo quieres vivir?

–Quiero vivir en participio imperativo de futuro, en voz pasiva, en «infinitivo futuro de ser».

Ahí puedo respirar. Me gusta estar ahí. Hay un honor de jinete, de caballero. Por eso me parece glorioso el «gerundivo» latino, porque es un verbo a caballo.

Si, el genio latino, cuando era joven y ambicioso, creó la forma de la atracción verbal imperativa, como prototipo de toda nuestra cultura, y no sólo el «infinitivo futuro de ser», sino «infinitivo futuro de ser elogiado» –laudatura est– esa que gusta…

Mantenía esta conversación conmigo mismo mientras cabalgaba por los prados, por los territorios de los nómadas y por los gigantescos pastizales del Alaguez.

En Ereván tenía al Alaguez constantemente ante mis ojos como un «¡hola!» y un «¡adiós!». Veía cómo día tras día se iba derritiendo su cresta nevada; cuando hacía buen tiempo, en especial por las mañanas, sus teñidas pendientes crujían cual pan tostado.

Y yo trataba de alcanzarlo por encima de las moreras y los techos de barro de las casas.

Un pedazo del Alaguez vivía conmigo en el hotel. En el alféizar, no se sabe por qué, había una muestra muy pesada de cristal volcánico negro, una piedra de obsidiana. Una tarjeta de visita, que pesaba casi un pud, olvidada por alguna expedición geológica.

***

Los accesos al Alaguez no son fatigosos y no cuesta nada alcanzar su cima, a pesar de los 14 000 pies. La lava ha formado unos abultamientos en el terreno y subes por ellos con mucha facilidad.

Desde la ventana de mi habitación, en el quinto piso de un hotel en Ereván, me forjé una imagen totalmente errada del Alaguez. Me parecía una cordillera monolítica. En realidad es un sistema de plegamiento y se desarrolla gradualmente; a medida que se iba subiendo, el organillo de rocas dioríticas se retorcía como un vals alpino.

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¡Qué día tan tremendo me tocó!

Incluso ahora, cuando lo recuerdo, el corazón me da un vuelco. Me enredé en él como en una camisa larga sacada de los baúles del patriarca Jacob.

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La aldea Biurakan es famosa por la cría de pollos. Como pelotitas amarillas corrían por el suelo, condenados a ser víctimas de nuestra hambre canina.

En la escuela se nos unió un carpintero errante, un hombre hábil y diestro. Se zampó un trago de coñac y nos contó que no quería saber ni de cooperativas ni de sindicatos. Dice él que tiene manos de oro y que en todas partes lo respetan y siempre hay lugar para él. Que no necesita la bolsa de trabajo para hallar un cliente, que adivina por el olfato y el oído dónde necesitan de su trabajo.

De nacimiento creo que era checo, y era el vivo retrato de un cazador de ratas con una vara de pescar.

En Biurakan compré un gran salero de barro que después dio mucho de qué hablar.

Imaginen un tosco arenillero, una mujer en vestido con miriñaque, con una cabecita gatuna y una gran boca redonda en el mismo centro de su atuendo, por donde cabe libremente un puño.

En definitiva, un hallazgo feliz de este tipo de objetos, perteneciente una familia rica. Pero la fuerza simbólica concentrada en ella por la imaginación primitiva no se escapó ni siquiera a la atención superficial de los ciudadanos.

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Por doquier, campesinas de rostros llorosos, ademanes fatigados, párpados enrojecidos y labios agrietados. Su andar es desgarbado, como si tuvieran hidropesía o una distensión de los ligamentos. Se mueven, como montañas de harapos cansados, barriendo el polvo con sus faldas.

Las moscas devoran a los niños, se les posan en racimos en las comisuras de los ojos.

La sonrisa de una campesina armenia entrada en años es inexplicablemente benévola: hay en ella mucha bondad, mucha sufrida dignidad y un cierto encanto majestuoso de mujer casada.

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Los caballos andan por los divanes, suben a las almohadas, pisotean los cojines. Vas montado y sientes en tu bolsillo una carta de invitación para ver a Tamerlán.

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Vi la tumba de un kurdo-gigante de dimensiones fantásticas y la tomé como algo normal.

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El caballito que iba delante acuñaba rublos con los cascos y su generosidad no tenía límites.

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Del arzón de mi montura colgaba una gallina sin desplumar, sacrificada esa mañana en Biurakan.

De vez en cuando el caballo se inclinaba sobre la hierba y su cuello expresaba obediencia a los perseverantes, un pueblo más antiguo que los romanos.

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Una calma lechosa comenzaba a cernirse. Se cuajaba el suero del silencio. Campanillas de requesón y cascabeles de bayas rojas de diferente calibre susurraban y tintineaban. Junto a cada patio había una reunión de carneros caracul. Parecía como si decenas de dueños de pequeños circos hubiesen levantado sus tiendas y sus barracas casi pegadas al piso y, sin estar preparados para la recaudación bruta, tomados por sorpresa, pululaban en los campamentos, hacían sonar las vasijas del ordeño y metían a los carneritos en los corrales, y apresurándose a encerrar por toda la noche también al resto de su rebaño, distribuyendo por géneros las errantes, humeantes y húmedas cabezas de ganado.

Los campamentos nómadas armenios y kurdos no se diferencian en nada en su organización. Son fronteras naturales de ganaderos en las terrazas del Alaguez, campamentos nómadas de veraneo armados en los lugares preferidos.

Los cercos de piedra señalan el trazado de la tienda y del patio contiguo a ella, delimitado por una cerca modelada con estiércol. Los campamentos abandonados o desocupados parecen sitios donde ha ocurrido un incendio.

Los guías que tomamos en Biurakan se alegraron de que pasaríamos la noche en Kamarlu; ahí tenían unos parientes.

Una pareja de ancianos sin hijos nos acogió por esa noche en el seno de su tienda.

La anciana se movía y trajinaba con movimientos lánguidos, cansinos, como si bendijera algo, mientras preparaba la humeante cena y las yacijas de fieltro.

–¡Toma esta estera! ¡Toma esta manta!… Anda, cuéntanos algo de Moscú.

Los anfitriones se preparaban para dormir. Un candil alumbraba la tienda, tan alta que parecía una estación de ferrocarril. La mujer sacó una camisa de soldado limpia hecha de algodón y endomingó a su marido.

***

Yo me sentía cohibido como en un palacio.

  1. Él cuerpo de Arshak estaba sucio y la barba le daba un aspecto salvaje.
  2. Las zarpas del rey están rotas y por su rostro corren cochinillas.
  3. Sus oídos se atontaron por el silencio, y sin embargo hubo un tiempo en que escuchaban música griega.
  4. Su lengua se volvió un guiñapo por la comida de la prisión, y sin embargo hubo un tiempo en que ella apretaba una uva contra el cielo de la boca y era ágil como la punta de la lengua de un flautista.
  5. El semen de Arshak se secó en el escroto, y su voz es débil como el balido de una oveja…
  6. El rey Sahpur –como piensa Arshak– me hizo morder el polvo, y peor aún, me quitó mi aire.
  7. Un asirio sostiene mi corazón.
  8. Es el amo de mi cabello y de mis uñas. Hace crecer mi barba y se traga mi saliva: así está de acostumbrado a la idea de que me hallo aquí, en la fortaleza de Anush.
  9. El pueblo de Kushani se amotinó contra Sahpur.
  10. Violaron la frontera en un lugar no defendido, como si fuera un cordón de seda.
  11. El ataque de Kushani mortificaba e incomodaba al rey Sahpur como una pestaña en el ojo.
  12. Los enemigos entornaban los ojos para no verse unos a otros.
  13. Un tal Darmastat, el más culto y amable de los eunucos, estaba en el centro de las tropas de Sahpur, alentaba al jefe de la caballería, se ganó la simpatía del soberano, lo sacó del peligro como a una figura de ajedrez y todo el tiempo se mantenía a la vista.
  14. Fue gobernador de la provincia de Andej en los tiempos en que Arshak, con voz aterciopelada, impartía órdenes.
  15. Ayer era rey y hoy se hundió en una grieta, se encogió en el vientre como una criatura, entra en calor con los piojos y disfruta la sarna.
  16. Cuando alcanzó la condecoración, Darmastat dejó caer en los finos oídos del asirio una petición que cosquilleaba como una pluma:
  17. Dame un salvoconducto al castillo de Anush. Quiero regalarle a Arshak siquiera un día más con plenos sentidos del oído, el gusto y el olfato, como era antes, cuando se distraía con la caza y se dedicaba a la siembra de árboles.

***

Ligero es el sueño en la vida nómada. El cuerpo, atormentado por el espacio, se calienta, se endereza. Las irregularidades del terreno se incrustan en los costados. Las praderas aterciopeladas producen un hormigueo en la columna vertebral.

El sueño te encierra entre sus muros, te tapia… El último pensamiento: hay que bordear otra montaña…

1931-1932

Notas

[1] La versión que se traduce es la establecida en Ósip Mandelshtam, Sochinenia v dvuj tomaj, Moskva, Judozhestvennaia Literatura, t. 2. Prosa, 1990, pp. 100-132.

[2] Dacha: Casa de descanso, habitualmente situada en el campo o en la playa. (N. de la T.)

1 Guiun: Del turco guiun: sol; parte soleada. (N. de la T.)

2 Gokcha: Antigua denominación del lago Seván. (N. de la T.)

[3] Marr N.Y. Académico ruso defensor de la teoría acerca del origen común de las lenguas

[4] Es decir, la literatura publicada en las revistas de la RAPP (Asociación Rusa de Escritores Proletarios) Na postú (así llamada de 1923 a 1925) y Na literaturnom postú (1926-1932).

1 Dacha: en ruso, casas de veraneo. (N. de la T.)

[5] MJAT: Teatro Académico de Arte de Moscú.

1 En ruso «cabeza» es golová. La «l blanda» rusa equivale a la ll española. (N. de la T.)

2 La palabra «sordera» en ruso es glujotá. El autor utiliza aquí un juego de palabras. (N. de la T.)

[6] «Dime padre» (alemán).

[7] Termenvox: Instrumento musical electrónico, construido por el soviético L. S. Termen en 1920. (N. de la T.)

[8] M. E. Kozakov.

[9] Pud: Medida antigua rusa equivalente a 16,3 kg. (N. de la T.)

[10] ¡A las armas! (fr.) Comienzo del estribillo de «La Marsellesa».

[11] lapot: calzado típico ruso hecho con fibras de líber del tilo. (N. de la T.)

[12] Ashug: Bardo caucasiano. (N. de la T.)

2 Alaguez: Antiguo nombre de la montaña Aragats. (N. de la T.)