Kobold

Radka Denemarková

Traducción de Montse Tutusaus, con el apoyo del České Literární Centrum. [1]

Barrerán las hojas amarillas de alrededor del lago. Las amontonarán. Condenarán a arder. Derribaré a patadas los montones igualados. Echaré al agua varias brazadas. La bandada se desmigaja, el manto amarillo se extiende, se produce un balanceo indefenso. Embellezco el lago. Acumula las hojas, forma imágenes. Puedo leerlas como se leen los posos del café.

Los juegos de mis hermanos eran brutales. Le dolían al agua. Tiraban guijarros duros contra el cuerpo blando, ovalado. Los arrojaban. Un tiro, tantos golpes. Las cabrillas saltaban, lastimaban. Yo quería soplar las heridas. No soy viento. No era viento. Ese corría por la superficie, soplaba los rasguños hinchados, dolorosos. Ponía el agua estancada en movimiento. Con crestas regulares, peinaba los parásitos del cuerpo fluvial. Y los soplaba hasta la orilla.

Reunir un buen cúmulo de hojas. Y amontonarlas alrededor de uno. Esconderse bajo el montículo blando, descomponerse.

En una orilla, la casa donde creció la abuela insensata. En la otra, la casa en la que hombres con educación decidieron junto al agua brillante que la criatura había nacido con un estigma, la abuela será borrada, un insecto en el vidrio. Los científicos de la higiene racial ya tenían experiencia con los insectos, con la hambruna en la India, con los campos de exterminio en África, en Shark Island. Es posible que aquel día se miraran. Con prismáticos. Unos hombres engreídos y una dama engreída. A quién le interesa hoy. Ni siquiera a mí. La culpa es de todos. Convencidos de que son los elegidos. Y después solo quieren verse como víctimas.

En los huecos vacíos crecen casas unifamiliares de vidrio. La gente en acuarios, a la vista de todos.

Desayuno en el jardín de invierno. Detrás de la ventana, hojas naranjas y amarillas. El entumecimiento de noviembre coge aquí el color del ladrillo.

En aquel momento yo no pensaba que tal vez mañana seríamos felices. O que tampoco. Nos encontraremos una sola vez y una sola vez nos diremos que todo lo ocurrido fue para que… que todo aquello fue preciso solo para que…

            Distanz.

            Distanz equivale a Sicherheit. Repetía Hella. Repetía Hella. El eco de Hella.

Nadé antes que vi.

            Nadé antes que anduve.

            Nadé antes que hablé.

Durante el lánguido calor del veranillo, Hella y Kobold me llevan donde nació el río, donde la tierra escupió una salivita fina. No lejos del canal del antiguo molino en el que los padres de Kobold se unieron.

A Hella, que está desnuda, el agua le llega hasta los pechos llenos de leche. El agua los levanta y sopesa con reconocimiento. Hella me sostiene por encima del agua, en el aire, entre las dos palmas blandas. Respira en la pelusilla trémula de mis orejas. Kobold retrocede unos metros frente a ella.

—Suéltala.

—Se va a resfriar. Es muy pequeña. Un renacuajo.

—Suéltala, venga. La corriente jugará con ella, le bombeará la sangre.

—No, prometiste que solo la bautizaríamos simbólicamente.

—Tírala al agua. Tiene que sumergirse entera.

—Esperemos un par de meses, es tan poquita cosa.

—Que la metas.

—¡No!

Kobold se pone en movimiento. Los muslos firmes contra la corriente. Hella recula. Resbala en una piedra viscosa, pierde el equilibrio, se tambalea. Traga un poco de agua verdosa. Tose, busca un sostén firme, el agua se escurre entre sus dedos. Kobold parte el escudo acuático con la cintura. Hella lo aparta con una mano, con la otra sujeta en el aire un cuerpecito desnudo. Mientras se pelean, resbalo por un tobogán caliente. Sorprendida por el frío húmedo, entro en contacto con el agua, nos hacemos amigas. Y me eleva a flote. Se arrima a mi piel. Me besuquea.

Me escurro del todo y le descorro el vestido. Me escondo debajo de él. Guía mis movimientos, me impele. El cuerpo sigue obedientemente su voz, resuena con ella. Evito las cuatro manos que se agitan con desesperación a mi alrededor. Crueles con el agua, rasgan el manto firme, palmotean y salpican. Las evito instintiva y ágilmente. Con la ayuda de mi nueva amiga, que es cariñosa y suave. Bailamos abrazadas. Damos vueltas, cimbreamos, danzamos de puntillas. ¿Qué me susurra?

Por ahora no quiere retenerme. Emerjo.

Qué remedio […]

De la época que has vivido.

Basta con describir lo que te pasa por la cabeza. Imágenes peligrosas. Nadie las entendería. Quizá Hella. Se trasvasan. Navego entre ellas, los pies las esquivan. Emergen, desaparecen. Un banco de pirañas, intentan morder, dentellan. Lo vivido complementa la corriente continua. Círculos en el agua. Los recuerdos viejos se lavan con el agua fresca, con los nuevos afluentes de información. Inundación de una mente. Pertenezco al agua. No a los seres terrestres. Se ha ido acumulando.

Y yo lo detengo.

A Hella, Kobold se le diluyó entre las piernas.

            Se le embadurnó por la mente.

            No hay manera de apagar ese ardor.

Kobold le dice a Hella que le prepare un café. Hella se lo prepara. Kobold dice, una cucharadita de azúcar. Hella se la trae. Otra, y llena, no ahorres. Hella le trae otra y no ahorra. Kobold remueve concentrado el café, lo sorbe. Aparta la taza, empalaga, hazme otro. Hella prepara otro café.

Pero es diferente, esta vez es diferente.

Hella cumple tranquilamente todo lo que Kobold le ordena. Sus movimientos son seguros, equilibrados. No le sorprende nada, como si se aburriera. No erra delante de Kobold. No erra el ratón delante del gato ni el gato delante del ratón como sí erro yo, como sí errarán mis hermanos. Kobold se le acerca por detrás. Yo aguanto la respiración y me escondo debajo de la mesa con mi muñeca rota y sin coger aire, sé aguantar la respiración mucho tiempo, como una campeona, horas, siento que el aire se cuartea de la tensión y que el tiempo se espesa.

Hella se gira.

Con sus ojos verde esmeralda mira tranquilamente los ojos azules de él y no los baja. Mira con unos ojos que ya no nadan inseguros, sino que se oscurecen. Kobold no aparta la vista, da un paso, con el zapato pesado pisa el empeine de Hella, que va enfundado en un patuco rojo, uno de los muchos que la abuela, la madre de Kobold, nos teje sin parar. Pisa fuerte. Hella guarda silencio. El zapato de Kobold aplasta el empeine. Hella levanta las cejas, ligeramente, como si se dijera qué carajo significa eso. Como si fuera la primera vez. Como si, qué más quisiéramos, fuera la primera vez.

Kobold no resiste el silencio. Ordena a Hella que vaya al dormitorio. Y a mí que salga de debajo de la mesa y calme a los bebés, mis hermanos de pelo negro, que se desgañitan. Hella se quita el delantal. Lo dobla, lo deja en una silla. Va al dormitorio.

Mantengo las manos en las bocas retorcidas de los bebés, se les enrojecen las mejillas. Gritan. Kobold se enfadará. Cojo la cajita de metal de los alfileres. Les fijaré los labios, los niños de los cuadritos del piso viejo de la abuela, la madre de Kobold, tenían alfileres en la cara y callaban. Pruebo la punta en la mejilla de la muñeca, no traspasa.

Tras un rato interminable se oye la ducha. Hella vuelve a la cocina duchada. Tiene gotas de agua en el cuello y en las puntas del cabello, vuelve a ponerse el delantal y lo hace tan tranquila, tan serena, como si solo hubiera ido a buscar algo a la despensa. Kobold se inquieta, Hella evita su cuerpo. Hella no teme, es como si esperara a que todo pase, pero, de hecho, no repara en Kobold. Kobold está humillado, siente con agudeza que Hella no lo ve. Hella lo está poniendo en ridículo, su posición pierde peso, se tambalea como las estatuas del puente. Da un golpe en la mesa.

Hella dice en voz baja: «¿Otro café?». Como si en un restaurante de estación sirviera a un vagabundo desconocido al que tiene que aguantar hasta que le salga el tren, hasta que desaparezca para siempre, pero no lo toma en cuenta, no lo deja entrar en su intimidad. Kobold prueba otra táctica. No está acostumbrado a perder, nunca ni en ningún lugar, los detalles los pasa por alto. Se le acerca, ella, menuda, se pierde entre sus brazos fuertes.

—Y ¿qué, tú, mi doncella de agua dulce…?

La besa en los labios, introduce la lengua en la cueva. Le coge el rostro entre las manos.

—Mírame a los ojos.

Hella lo mira.

—Mírame a los ojos, por favor.

Hella mira con calma las profundidades azules, no pierde el control sobre su conducta. Kobold se retira un poco y afloja para comprobar que la presa se derrite hechizada, Hella se seca la boca con repugnancia, y espera, nada le sorprende, nada. La rabia de Kobold crece. El rencor lo resguarda de la vergüenza que, obviamente, debería consumirlo. Llama la cólera y pega.

Hella está desconectada.

Kobold besa a Hella, un beso lleno de esquirlas. La madre de él tiene razón. Hella no debería haberse casado. Pero no por lo que ella le recrimina a Kobold, «para qué te has casado si ni te plancha, para qué, te pregunto».

Hella no debería haberse casado para no perderse a sí misma.

El Mayor va un capítulo por delante. Es el primero en trepar. El primero en caminar. El primero en hablar. El Menor aprieta los dientes y los puños. Convulsionado, exigente consigo mismo, copia el ejemplo. Se rezaga, tropieza. Apegados por la semejanza, suelen sentarse en un rincón. Igual de grandes, igual vestidos, indistinguibles. Hasta que abren la boca.

El Mayor empieza a hablar pronto, mira el mundo, lo palpa, repite sílabas existentes. El Menor abre obstinadamente la boca, pero no lo logra. Sumergido en un mundo que tiene otras reglas y otro ordenamiento y otros sonidos. Fija su vista interior en imágenes que no guardan relación con el caos exterior y para las que el mundo exterior no tiene palabras. Entre los hermanos se abre un abismo sonoro. El Mayor pesca palabras con el salabre. Y, con lo que saca, forma oraciones. El Menor gorjea como si revolviera un limón en la lengua. O calla, no reacciona.

—A ver si será retrasado.

Se asusta la madre de Kobold.

—Tiene el rostro raro y para mí que está mal de la azotea. ¿Y si lo ha poseído un espíritu maligno?

Lo observa largamente. Lo pincha con la pala de cocina.

—Más bien es astuto como un zorro.

Lo toca lo mínimo. Lo pone a dormir sobre una sábana en el cuarto de baño. Sin manta. Comida le da una sola vez al día, el Menor tiene hambre. A pasear se lleva al Mayor. El Menor, mientras, juega bajo la mesa de la cocina en la que Hella alisa los paquetes de azúcar y harina. Roe un barquito tallado de madera. Hella no ve nada.

No ve más que palabras.

Son esos días cítricos en los que tengo miedo, quién me amparará.

Sus manos me encontrarán.

No hundirán el puñal.

 Y, aun así, el cuerpo se contraerá.

Sufrirá espasmos.

Crean su propio lenguaje.

Mis hermanos de pelo negro crean intuitivamente una forma de comunicación. Solo la entienden ellos dos. El Mayor pronuncia números. El Menor dibuja la respuesta. Figuras, imágenes. Suelen sentarse en un rincón, sumidos en sí mismos. Me acerco, levantan los ojos extrañados. Miran a un marciano. Con el tiempo me toleran. Guardo silencio, no conozco su alfabeto. Los números que pronuncian tienen un orden. Un orden al que el Menor da forma en un papel. Para él los números serán figuras, imágenes, caras.

Serán una rebanada de pan.

Notas

[1] Fuente: Denemarková, R. (2011). Kobold. Brno: Vidal Host, pp. 74-77 y 81-84.