Filio no está en casa

Traducción: Florencia Ferre

Este fragmento de la novela se reproduce con el permiso expreso de Klemen Jelinčič Boeta, a quien agradecemos especialmente su buena disposición y sus gestiones, y de la editorial Wieser.

Parte I

Filio

Estaba parada en medio de la sala de exposiciones conversando con un grupo de gente. Esperaba que la inauguración terminara. Miraba a mi alrededor buscando al hombre a quien estaba esperando. Lo conocía de acá. A menudo venía, me saludaba con una inclinación de cabeza, daba unas vueltas junto a los cuadros, y yo, entre la inauguración y el bullicio que había después a mi alrededor, me olvidaba de él. Esta vez quería pescarlo. Me enojaba que viniera a curiosear y luego siempre desapareciera.

Me molestaba el movimiento de la gente. Conocidos de otras galerías, gente de la calle y colegas formaban un semicírculo entre el orador y yo. Pesqué algunas palabras sobre el premio de la bienal, la danza y el vuelo de las mujeres pájaros, sobre el éxito de la exposición. Pasó rápido; siempre era tedioso.

Él estaba en la puerta.

La gente se acercaba y me felicitaba. Yo estaba muy nerviosa. Me tomé un aperitivo y enseguida otro más. Aún estaba aquí. Me acerqué a él. Sentí una presión fuerte y repentina en el espinazo. No sabía, o quizá me había olvidado, que el movimiento bajo los omóplatos podía ser tan violento. Tuve miedo de que alguien lo notara, así que me apoyé con la espalda en la pared, extendí la mano y recibí la mano seca en el apretón. Ruborizada por el esfuerzo alcé la cabeza y saludé al hombre de rizos castaños.

Es extraño, en verdad nunca lo había mirado, y ahora lo recorría con la mirada como si fuera con la lengua. Me parecía calmo y bueno. Si volara, temblaría en el viento de tan flaco que es, pensé. Estaba ahí parado, como si me esperara.

“Usted ha hecho mucho en los últimos dos años,” me dijo.

“Sí,” contesté y empecé a retirarme del semicírculo, porque tenía la impresión de que los omóplatos me levantaban la blusa, en especial el derecho. La excitación me recorría los brazos, las piernas, mucho más la espalda. Noté su turbación, muda, pero firme, como si tuviera miedo. No soportaba esa fuerza, así que me fui y me agarré a una columna. Esto es lo que sucede cuando pinto, pensé; se anuncia con menos intensidad, pero es así. Empecé a tiritar, me corría un frío por la espalda. Alcé la cabeza para despejarme, pero una conocida ya me estaba llevando del brazo a un grupo no lejos de ahí.

Me di vuelta. Ya no estaba.

Me quedé poco tiempo, necesitaba caminar y calmarme; voy a estallar, pensé, si no me voy ya mismo y me quedo sola. Había un trecho corto hasta el muelle. Apenas sentía la penumbra, que también se posaba en mí; sólo sentía el muro junto al que iba caminando. Quería irme a casa. Despacio, como si temiera perder eso que había en mí y no me dejaba caminar, me desplazaba hacia mi casa. Eso era virulento en los brazos y las piernas, me alzaba por la espalda, temblaba y también estaba inmóvil. Bajo el omóplato derecho algo me crecía como una flor, pétalo a pétalo; era cada vez más grande y me tiraba, pesado, hacia el suelo. Una cosa imprecisa, ajena estaba dentro de mí y me compelía a descansar. Di vuelta la llave y me arrastré hasta el arcón del vestíbulo. Me repuse.

Me desperté. Acurrucada, no abrí los ojos, me quedé pensando en la noche anterior.

Anoche me encontré por cuarta vez en este estado. Me pareció que eso intentaba convencerme de que me fuera. Me quedé anoche y hoy estoy todavía acá, me alegré. Hace meses me ocurrió esto mismo, más blando, más enfermo, y por el malestar no me dio ninguna alegría. Anoche sí hubo alegría, recordé. Cuando ocurrió aquella vez, estaba terminando el cuadro de mi madre. Quería corregirlo un poco, las plumas de la cola me parecían muy ralas, cortas para las patas fuertes, y las garras, demasiado afiladas para su hermoso rostro.

Sólo le quedó el rostro, pensé entonces. Se desencadenó de pronto. Vomité, se encrespó mi espalda, tenía los brazos y las piernas pesados, sentía que me claveteaba en la cabeza, me imprimía algún otro recuerdo, lo abría y lo plegaba en imágenes de unas aves olvidadas hacía mucho que eran mías de algún modo extraño.

Pronto me calmé. Recordé que podía dominar este estado si dejaba que las imágenes pasaran, si no tenía miedo de ellas. Recordé también que esto había empezado con esas imágenes de cuando yo tenía 7 u 8 años. Por la mañana temprano. Eso traía gritos, súplicas y llamados de auxilio de una mujer afligida. Nosotras los oíamos en la casa. La abuela y la criada acomodaban unas cosas, yo salía a mi primer día de escuela. Se miraron asustadas; la abuela me pasó la mano por el pelo y cruzó el umbral hacia la calle con cautela. Me asomé por su costado y a plena luz del día, donde empezaba la calle, vimos a un hombre. La abuela se tapó la boca con las manos y se notaba que no entendía nada. Yo sabía –o más bien intuía–que era inconcebible ver a un hombre entre las casas. Nunca nos los encontrábamos de día en la Ciudad Alta. Sólo los días de misa, en la plaza frente a la iglesia. Y éste se mostraba, estaba ahí con una gran piedra en la mano: golpeaba agachado contra el suelo. La abuela dejó caer las manos de la boca y corrió adelante. Después sólo vimos al hombre de espaldas. Nos quedamos mirándolo, grande y cojo, tambaleándose junto a las paredes hasta desaparecer. Avancé más y me quedé parada. Junto a la casa, en el desaguadero, estaba tendida mi joven madre. Le brotaba la sangre, estaba rota como un jarrón golpeado, se movía un poco, intentaba ponerse de pie, y después se quedó tendida.

Abrí los ojos en el arcón junto al muro. A la izquierda, en la cama, yacía mi madre tendida, cubierta, con la cabeza vendada, con el brazo en un grueso vendaje, estaba desnuda bajo la sábana y lo que se veía de sus hombros y brazos era azul como una ciruela. Me alcé y pensé que debían haberla traído acá cuando me trajeron también a mí porque me caí como muerta junto a mi madre en la calle. Me acerqué a la cama.

Como un soplo le apoyé la mano en el hombro. De ahí, de la piel, emanaba un frío desconocido, muerto. Empecé a sentir que algo me llegaba de la espalda, golpeaba desde ahí con todas sus fuerzas, golpeaba y quería salir, venía de los brazos y las piernas, daba vueltas y tomaba envión, me quebraba, me arrojaba al suelo. Y vi a mi madre ponerse de pie sin vendas ni heridas, ir hasta la ventana y quedarse pensativa mirando al mar, mirando por sobre el borde del mar, en realidad. Lentamente empezó a sacudirse; eso se repetía despacio mucho tiempo y no le dolía, yo lo sabía. La quebró en blandas contracciones y el cuerpo le fue reventando en el dorso de las dos manos, se abrió hasta los omóplatos y le salieron plumas; y extrañamente se extendieron y se transformaron en alas. Luego las plumas le salieron por la cabeza, donde estaba el pelo, y siguieron por el cuello, que se alargó, por el pecho, por el vientre hasta las piernas, que cambiaron de forma. Los pies eran garras. Y entonces me pareció que yo volaba tras mi madre y la llamaba, volaba como siguiendo al viento en la costa rocosa y me caía y me levantaba, revoloteaba en el agua, me hundía aunque no sabía nadar, me alzaba hacia la montaña y de nuevo volaba y caía en picada y todo estaba lleno de hombres que me agarraban por la entrepierna infantil, me la desgarraban, se me anticipaban. Aún veía a mi madre subida al antepecho de la ventana, extendiendo las alas y volviendo la cabeza hacia mí. Sólo le quedaba el rostro.

Mucho tiempo seguí tendida sobre el arcón con estos pensamientos. Es lo único que recuerdo, y se fue perdiendo en los años siguientes; sólo si pensaba en mi madre me dolían apenas y sólo por un momento las plantas de los pies, parecía que eso iba a subir hasta la cabeza, pero quedaba ahí.

Una vez más me encontré en ese estado de memoria cuando vine huyendo de la isla natal al continente. No fue de improviso. Estaba cansada por el camino y los últimos meses en casa habían sido duros. Lo pasado, esa aflicción, eso que en mí nunca había tenido nombre me afloró con breves signos de debilidad en las piernas, la presión en la espalda, pero lo ahuyenté y me aturdí con el trabajo. Me mudé a la casa recién comprada donde estoy ahora cuando todo esto me daba vueltas por la mente, tendida sobre el arcón como un perro enfermo, lo ordenaba, y como un pensamiento horrendo mi cuerpo quería volver, presionaba desde las piernas hasta la cabeza, la espalda, me confundía, porque quería ser pájaro, salirse. Por aquellos días el cuerpo me empujaba con todas sus fuerzas a un absurdo estado de debilidad, temblor, crispación, cambio. Casi no podía volver a la realidad hasta que me palpé las alas.

Hace dieciséis años que estoy en el continente, y como este cambio, o lo que sea que fuera, sucedía en momentos de especial debilidad iguales a este, algo iba a suceder ahora. En los años pasados no me inquietaba nada en particular. Con la pintura, me imprimía algo de ese estado en la memoria, era algo que me llenaba de alegría, se repetía dichoso, como anoche después de encontrar a ese hombre singular. Anoche fue alegre, un poco trabajoso, pero agradable como encontrar un cuadro dentro de mí. Después del encuentro de ayer pensé en esto ahora por segunda vez.

Me levanté del arcón, apoyé los codos sobre las rodillas y supe que había algo aquí cerca, que mañana o pasado iba a ver algo que se arrastraría desde mí, tal vez el rostro de ayer; no sabía si quería eso, iba a reptar desde mí y entonces iba a tener que saber qué hacer.

***

Un mes después de eso llegué a la costa de mi isla natal. Aunque no quería hacerlo, igual pensé en los últimos meses de mi vida aquí. Me dio miedo y no sabía de qué. Había algo muy indefinido y mi memoria era muy vaga. Cuando me dirigí a la montaña, me acordé. Temía encontrarme con Kate. Ya debía de estar vieja.

En ese entonces era una sesentona robusta de manos fuertes y mente despierta. El recuerdo era difuso, pero me acordaba de que yo había huido de la isla casi gateando de tan débil que estaba.

Agitaba la mano y remontaba el camino de grava hacia la montaña. Delirio. Había decidido olvidar, pero los pensamientos me imponían imágenes. Llegué por el Camino de las Mujeres hasta la explanada tras la iglesia. “Por el Camino de las Mujeres”, dije en voz alta. Por este camino, recordé, es por el que debo subir a la vista de todos hasta la Ciudad Alta y bajar hasta el muelle donde hay algunas barcas en las que nosotras jamás pusimos el pie. Esas eran para los de la Ciudad Baja. En el mismo momento pensé en el sendero oculto entre los juncales, por el que nosotras íbamos a espiar la Ciudad Baja cuando era chica. En los días de misa, los hombres venían a la montaña, pero no había camino para que nosotras fuéramos hacia ellos. Llegaban por anchos escalones que subían directo desde la Ciudad Baja hasta la iglesia. Se los veía desde lejos. Me molestó un sonido o una voz. Miré a mi alrededor. Era una nena.

Tenía ojos claros, inexpresivos, y una mata de pelo negro. Inentaba explicarme algo rápidamente, pero yo sólo oía sonidos incomprensibles. Entonces reaccioné. Estaba en casa y recordé niñas como esta. Me había prometido no volver, pero ahora la abuela estaba enferma y me había llamado, aunque yo no había dejado ninguna dirección. Ahora yo estaba aquí. La nena desapareció sin más. Seguí escuchándola por algún tiempo más. Se perdió entre los muros, como lo hacía yo tantas veces cuando era chica. El pensamiento sobrevoló esos años en que yo estaba creciendo y andaba por estas calles como la nena a la vuelta de la esquina. Nosotras zumbábamos por la ciudad de patio en patio, jugando para olvidar las muchas prohibiciones. A veces nos olvidábamos de la palabra madre, nos íbamos a jugar, pero siempre huíamos de las calles tras los muros. La abuela siempre decía que no debían vernos juntas. Llevábamos bajo las faldas las muñecas y los juguetes, y los sacábamos a relucir con cierto goce en los patios. Con el cochecito de las muñecas jugábamos solo en mi casa. En las calles empedradas nos daba miedo de hacer ruido con él. La abuela siempre nos advertía. Mucho después entendí que tenía miedo de veras. ¿Tenía miedo de Kate como yo y Mare? Yo me acordaba de estas huidas y escondidas en la pequeña ciudad a la que había vuelto, y pensaba que aparte de eso no tenía muchos recuerdos de esos años. Miraba las ventanas y los muros a mi alrededor y me senté en un banco de piedra. Tenía los brazos colgando en la cartera y quería estar sentada y olvidar la ansiedad que me volvía a la memoria. Tenía la cabeza tensa y me pasaban imágenes que apenas podía seguir. Me parecía arrastrar hacia mí la imagen de mi madre, que destelló un momento. La recordaba poco. Su muerte me arrastraba al suelo como la mañana que ella se fue. Pero en general la veía alrededor de mediodía, desgreñada y cansada, cuando se deslizaba desde su cuarto en paños menores y nunca le importaba nada de nadie. Vivía para sí misma y por mucho tiempo pensé que era una extraña en la casa. Comía con el pelo sobre la cara y sus ojos claros, que no veían a nadie, a veces se detenían en mí y se turbaban. Me incomodaba cada vez que se me quedaba mirando así y olvidaba quitarme los ojos de encima. Siempre me escabullía y hundía el rostro entre las faldas de la criada o de la abuela. A veces nos quedábamos las dos solas en la cocina. Entonces yo siempre huía. Con los primeros bocados de la comida que siempre se encontraba en el horno, yo me quedaba en el umbral y la miraba con media cara en el vano de la puerta, lista para huir. Cuando se fue, simplemente no estuvo más. Yo no la extrañaba. Por qué me dediqué a pintar a esa extraña que era mi madre, no lo sé. El rostro se me apareció una noche y al otro día estaba ya había hecho el pájaro con su rostro. Cómo me dolía cuando pintaba. La aparición no volvió más. Volvió aquel día en que llegué nuevamente a la isla. Estaba ante mi, como el recuerdo de un juego en el que ella nunca estaba, como el muro en el que buscaba amparo y por sobre el cual huí después. Se apareció como las flores que cultivaba la abuela en la cocina para que no se viera por la ventana que las tenía. Ella era el recuerdo que rondaba los recuerdos de cuando yo crecía, entre detalles y grandes cosas, con la importancia de la mujer irascible, desgreñada, que aparecía a una hora precisa dos veces al día, para la comida. Jamás comíamos juntas. No recuerdo, tampoco los domingos, que se sentara con nosotras a la mesa; siempre llegaba después, cuando ya nos íbamos conversando.

Alcé la cabeza y miré el mar frente a mí. Miré a lo lejos, atrás, y pensé qué solos estamos los que quedamos de los dos lugares. En el continente oía que en los últimos años era frecuente que la gente huyera de aquí y nadie sabía la causa. Incliné la cabeza entre las manos y me puse a llorar. Hacía tanto que no lloraba. La última vez fue aquella noche, en el bote, cuando huí. Lloraba de miedo, impotencia y temor de no llegar a ninguna parte. Entonces anudé la fuerza a la ira, atravesé la noche y la distancia. En cinco días, al atardecer, estaba parada en el muelle de la ciudad blanca, de piedra.

Volví a la isla ese día y lloré en el borde de la explanada como una niña perdida. Me levanté, me sequé las lágrimas y me fui a la vuelta de la esquina con el equipaje. Me quedé ante la callecita detrás de la esquina de la explanada y sentí toda la aflicción de la niña ante esta red que se abría ante mí. Y es que de verdad tenía miedo de no saber cómo llegar a casa.

En los años pasados, muchas veces intenté comprender algunos hechos de la infancia, y como se iban borrando con el tiempo, volvía a tantear un poco insegura para seguir adelante. Qué angostas son las calles, y cuántas hay, pensé. En mi infancia me parecían largas y anchas, pero eran sólo un extraño laberinto que se extendía desde la plaza de la iglesia frente a la explanada en callecitas cortas, de las cuales la mitad eran calles sin salida. Después de una vuelta corta por los patios llegué al otro lado de la ciudad, donde estaba mi casa natal, en la plaza de las afueras.

Entré al vestíbulo. La luz entraba por las ventanas de la puerta y me recordó las altas bóvedas del techo, la hermosa puerta labrada que conducía a los tres cuartos y la cocina, y a las escaleras de suave pendiente hacia la planta alta. En verdad, pensé, estos cuartos de arriba y esta escalera son como innecesarios; sólo para un corto período de la vida. ¿No los miraba entonces la abuela con una especie de anhelo, en aquel tiempo pasado, y decía que le gustaría retirarse? ¡Qué significaba eso entonces!

Me estremecí con una especie de gozo, y recordé mi cuarto en la planta alta.

La cajonera y el espejo del vestíbulo estaban en el mismo lugar, sólo que en el perchero tras el cuarto de vestir no había nada colgado. Una impresión fugaz pasó del pensamiento a la abuela. Fui hacia la puerta de la izquierda, donde estaba su cuarto.

La abrí lentamente. Ella estaba tendida en la gran cama, en calma, y apenas volteó la cabeza.

“Viniste, Filio, qué bien,” dijo.

“Mamá,” dije con dificultad. Sólo logré decir esa palabra. Me incliné sobre ella y le besé la mano.

“Te llamé para darte un beso y darte lo que es justo que recibas. Durante todos los años que viví acá escribí lo que veía y lo que entendía. No es bonito. Llévatelo y escóndelo, o muéstraselo a alguien, júzgalo por ti misma. Escondía lo que escribía, tenía miedo de Kate y del Comandante de la guardia en la ciudad abajo, en realidad no sé de quién. Siempre teníamos miedo de alguien o de algo.”

Cansada, volteó hacia la pared y no quise molestarla. Siempre me daba vuelta la cabeza cuando terminaba una idea.

Me levanté e intenté acostumbrarme a estar en casa, aunque todo era nuevo y tenía que hacer algo para mí.

Cerré suavemente la puerta y en el vestíbulo, en realidad en la puerta de calle misma, encontré a una mujer que tenía toda la luz detrás y por eso en el primer momento no reconocí su rostro. Estaba ahí parada como solo se paran las mujeres de acá, muda y paciente, como si esperara que yo terminara de pensar lo que traía conmigo desde el cuarto. Estaba vestida con su traje típico, como no podía ser de otro modo; yo no había visto mujeres distintas hasta que fui adulta y me fui al continente. Llevaba una falda corta muy fruncida, una blusa ajustada con mangas tres cuartos y pañuelo. El pañuelo estaba anudado bajo el mentón. En realidad solo me pareció que estaba atado; las puntas le colgaban del cuello, de modo que en la sombra densa se delineaba claramente el cuello muy largo, separado de los pechos puntiagudos. En fin, estaba parada en el umbral y yo la necesitaba.

“Qué linda estás. Nunca hubiera creído que ibas a llegar a ser tan linda.” Me escudriñó y me dijo a la cara: “la joroba es pequeña, seguro que allá afuera no la notan en absoluto, a menos que te desnuden.” Seguía escudriñándome: “Los cabellos son tal vez demasiado rojos, pero esa que está adentro también era colorada.” Señaló la puerta de la abuela, y cuando la nombró, más que ver intuí una envidia antigua, pero envidia al fin. Cuando por tercera vez me escrutó, la reconocí. Era una lugareña, siempre en la ciudad, toda temerosa; si mal no recuerdo, hasta hoy jamás había atravesado esta puerta, como tampoco se sabía que nadie la atravesara –al menos en la Ciudad Alta–, pensé. Ahora estaba aquí probablemente por causa de la enfermedad.

“Cuando te fuiste, acá hubo largas semanas de revuelo, abajo tenían miedo. Más tarde, el comandante tuvo noticias de que habías comprado una casa en la costa. La cosa se calmó, se supo que te callabas la boca.”

“¿Callaba? ¿Sobre qué? No entiendo nada,” le dije apurada.

“Quizá él lo sabía, eras muy joven y esa que está adentro sabía esconder.” Me pareció que la mujer sabía más de nosotras que yo misma, pero al instante me olvidé de eso y pregunté: “Viene a verla el doctor o…”

“Kate la cura,” me interrumpió.

“Pero Kate es tan vieja como mi madre,” me apuré a decir.

“No es vieja,” me dijo sorprendida la mujer, como si yo debiera saberlo.

Agarré las dos maletas, y como la presilla de la cartera se me caía del hombro, me incorporé para acomodarla y me encontré con el rostro de ave, afilado, con un gran hiato entre los ojos, con la frente amplia, y según me pareció, con poco pelo bajo el pañuelo. Me quedé mirándola y tuve miedo. Nunca me gustaron las aves. Me recordaban a las grajillas allá abajo en los pantanos, y a algo más, pero el pensamiento pasó y se me escapó. Una de ellas estaba ahora ante mí, pensé, enquistada en mí, como todas las aves de la isla. Me miraba fijamente y me odiaba, como si envidiara algo en mí.

“¿Te visitan los hombres?” me preguntó cuando hube subido por las escaleras. Me di vuelta. Seguí parada en la luz, y en verdad pensé que ella iba a salir volando. Solo si eres tremendamente desdichada vas a poder volar, pensé, y volví a mirar a la mujer. Era fea. Con sus piernas finas y viejas bajo la falda corta y fruncida ajustada en la cintura, con sus brazos largos y su cabeza mínima erguida en lo alto, era fea y orgullosa también, pensé mientras subía.

“¿Todavía se consigue comida y enseres en Dirana?” le pregunté desde lo alto de la escalera.

“Sí. Todo lo que necesites lo siguen cargando allá los de abajo, también la tela para que te hagas un vestido de los nuestros.”

¡No esperarán que me ponga un traje típico! En el Camino de las Mujeres, sobre Dirana y junto a ella, por la costa, encontré a algunas mujeres jóvenes en vestidos comunes y corrientes, bastante austeros, por cierto, pero de confección corriente.

En los días siguientes me dediqué a tientas a la limpieza de la casa, atendía a la abuela, traía lo necesario desde Dirana, y después de algunos días empecé a sentir que la vida era en realidad agradable. La abuela estaba de buen humor, no hablábamos mucho, como siempre, pero estábamos bien. No volvió a mencionar el diario. Me olvidé de él, pero un episodio en el muelle me lo recordó.

Había bajado hasta la costa por el Camino de las Mujeres, y vi un grupo ante Dirana. Había venido en busca de papel. Tenía que escribir a la ciudad. Pensé que antes en la isla no se conseguía papel. Todo lo que había eran los cuadernos para la escuela, estrictamente racionados. La abuela se lo explicaba por una costumbre de antes: nadie escribía a nadie, así que no hacía falta papel. Decía que en la isla había todo lo que necesitábamos.Los hombres se ocupaban de todo.

Días antes, cuando bajé de la barca que me había traído, me pasó por la mente Dirana; me había olvidado de que ese era el sitio donde nos veíamos cara a cara, no como en la calle, por donde siempre pasábamos una junto a otra con la cabeza gacha. En Dirana en cambio teníamos la posiblidad –al menos las que queríamos vernos–, de acercarnos mientras rebuscábamos en la mercadería todo lo que no teníamos en casa, y contarnos algunas pequeñas cosas. Compartíamos miradas furtivas y medias palabras, nos apoyábamos la mano en el hombro, nos permitíamos ternezas que de otro modo no habríamos conocido. Fuera de eso en realidad ni nos mirábamos. Vivíamos con la cabeza gacha pasando de largo unas de otras, pasando apuradas de nosotras mismas, como si olvidáramos que estábamos olvidando, y nos dábamos cuenta de que debíamos olvidar las noches, porque con todas no podíamos vivir, con todas no; quizá con alguna que otra noche sí, si es que la habíamos pasado bien. Cuando niña y adolescente me gustaba Dirana de un modo distinto, más salvaje. Aquí en la penumbra podíamos escondernos, entretenernos, sentarnos en el suelo y muchas veces con Lana, Matija y otras dos de quienes me he olvidado el nombre, jugábamos a dejar una piedra en el huequito entre las manos. “El florón”, decíamos. Así nos tocábamos sin avergonzarnos por ser amables con las manos que se deslizaban en la grieta de otras dos manos ahuecadas y juntas, se metían entre ellas, se detenían, dejaban o recogían la piedrita y yo siempre alargaba y alargaba ese instante. Quería recordar esa tibieza amable, y ellas también. Ese juego de silencio y acrecamiento iba sucediendo muy despacio, dejaba el contacto para siempre. Oh mi Dirana.

Pasé junto a un grupo de mujeres viejas. Me detuvieron y divisé rostros que ya había olvidado, pero que ahora reconocía uno por uno, a casi todos, y veía que eran muy parecidos entre sí. Bajo los pañuelos, todos ocultaban cabezas alargadas y angostas de frente amplia y algo más por detrás. Ahora lo sabía con certeza. Las mujeres de esa isla tenían algo más que no tenían ningunas otras viejas que hubiera conocido, y hasta sabía que se avergonzaban un poco de eso. Lo sentía con tanta fuerza que estaba segura de que aquí me había encontrado por primera vez con el orgullo y la vergüenza juntos.

Me rodearon y me estuvieron explicando algo en el dialecto, que también ya casi había olvidado. No dejaban de mirar mis zapatos, y entonces entendí. Llevaban chinelas abotonadas hasta la pantorrilla, con un borde pespunteado; chinelas de paño, suaves, que ahora recordaba. En años pasados las había usado mucho. No pensé que los zapatos pudieran molestarlas tanto. Me descalcé y entré a Dirana. Una mujer joven que se estaba cortando una pieza de género se volvió hacia mí y trató de explicarme: “Temen por la isla. Con los zapatos la puedes herir, porque es toda de arena. El viento se lleva la arena y así con el tiempo no va a haber más isla. Ellas son nacidas aquí y aquí morirán. Les da miedo que con el tiempo el viento no vaya a destapar a los muertos. Para nosotras es distinto, porque ahora a veces ya vamos al continente. Nosotros tal vez hasta nos vayamos del todo, este sitio no es todo lo que tenemos. Debes comprenderlas.”

No lo pensé más. Me fui a casa descalza y esperé a ver cuándo me iba a dar el diario la abuela. Quería leerlo.

No podía dormir. Esperaba el día de culto. Me intranquilizaba la idea de que por la mañana iba a ver llegar a los hombres despacio por las escalinatas, de a uno o en grupos; llegan como si nada los disturbara, calmos y en silencio, como si estuvieran aquí desde siempre.

Y estaban desde siempre, si aquí arriba entre nosotras no pasaba nada de nada sin ellos; ahora lo sabía, sentía que hasta sabían sobre todas nosotras, cómo crecíamos y cuándo moríamos. En realidad presentía todo esto más que saberlo, y me oprimía, como probablemente me ocurría también mientras crecía. Recordé una ceremonia de muchos años antes y a la abuela conmigo. La abuela me tomaba de una mano, y yo apoyaba la otra en la columna como era mi costumbre.

De pronto alguien me golpeó la mano que estaba en la columna. Mi mano cayó junto al cuerpo y me di la vuelta. Vi los ojos claros de mi madre y oí: “¡Junta las manos!” Miré a la abuela, que no había advertido lo sucedido. Las lágrimas en mis ojos y el dorso colorado de la mano que yo tendía hacia arriba la sacaron de su ensimismamiento. Se inclinó hacia mí y me consoló. Llorando la acusé, y cuando la abuela entendió lo que había sucedido, se volvió hacia su hija y le dijo tranquilamente: “Apártate y no vuelvas a acercarte a la niña. Quédate ahí de pie, detrás, siempre.” Las palabras me vibraban en la cabeza porque de inmediato zumbido de voces a nuestro alrededor. Mi madre se apretujó detrás de la columna y el borde de su falda fruncida se quedó quieto. Las mujeres de alrededor le decían algo a la abuela, tan bajo que no se les podía entender. De pronto apareció ante nosotras una mujer más grande que la abuela y la golpeó en la cara. Todo quedó en silencio. También los hombres que estaban delante de nosotras. Estábamos paradas justo detrás de ellos, y aunque oían el ruido tras ellos, ninguno se dio vuelta. Me parecía que lo que estaba sucediendo les cosquilleaba por la espalda, y que estaban quietos solo porque así debía ser. Me acurruqué junto a la abuela y me quedé mirando a la mujer tan fuerte y tan alta sobre mí. No oí nada más, aunque siseaba muchas palabras a mi madre. Estaba furiosa por dentro y tenía miedo. Sentí la mano de la abuela sobre mí. Siempre intentaba consolarme así, tan pronto como percibía mi aflicción o apenas la intuía.

Después de eso Kate quedó grabada en mi memoria para siempre y nunca la voy a olvidar parada tan por encima de mí y con la mano sobre el rostro de mi abuela. La golpeó, y jamás se lo perdoné; siempre quise devolverle el golpe.

Aún no he visto a Kate; la veíamos poco, o solo los días de misa, cuando iba como para mirar si estábamos todos. Se paraba en la plaza de piedra ante la iglesia, se quedaba ahí por siglos enhiesta e imperturbable; miraba buscándonos, y no la sorprendía en absoluto que alguno faltara. No pensaba que se había ido, aunque se iban, lo recuerdo, sobre todo los hombres. Y había también algunas mujeres entre ellos y siempre quedaba como un grito suspendido sobre la isla, que no estaban, como si se derrumbara la casa por las piedras que faltaban. Ella suponía que el ausente estaba enfermo o muerto. Sabía quiénes estaban enfermos. A los muertos los enterraba Lukrija, su compañerita, al menos siempre las veíamos juntas. Me acordaba de Lukrija. Arreglaba el cementerio como si fuera un cuarto, lo blanqueaba, lavaba y limpiaba todas las horas de su vida. Al menos eso es lo que nos parecía a nosotros los chicos, que a veces pasábamos cerca de ella. Venía desde cementerio lejano sólo a buscar a los muertos, y se los llevaba a cuestas de regreso. Todo esto me llegó aquella noche de unos recuerdos. Mi cabeza dolorida se acalmó recién con los primeros pájaros.

Probablemente dormité un poco. Cuando el reloj me despertó, la ceremonia estaba cerca. Me vestí y me calcé según la costumbre. Me miré en el espejo del ropero y pensé que me parecía a los de afuera. Iban a estar satisfechos. Y eso era bueno, demasiada ira no iba a traer paz. Me volví de espaldas al espejo y giré la cabeza sobre el hombro. Me dio frío. Me pareció que la joroba estaba más grande, que me volvía lugareña para los que me rodeaban, me adaptaba a la vida que me esperaba y se me prometía en la isla. Soy una de los suyos, que así sea. Algún día me iré.

Iban llegando. Estábamos de pie con la cabeza gacha en la plaza ante la iglesia. La recordaba angosta y alta, con los muros de piedra de las casas y los de la iglesia entre ellos. Y así era. La casa con la fachada sobre el umbral de la iglesia seguía aquí, y hasta la escalera sin baranda seguía en su lugar. Llevaba al primer piso, como si la planta baja estuviera muerta, pensé. Estaba parada ahí y como todas, esperaba a que se reunieran los hombres.

Tronó la puerta en la plaza, vi –todas nos dimos vuelta– que en lo alto de las escaleras de la casa con la planta baja muerta una mujer con prisa inquieta cerraba con llave. Ella era la que me esperaba en casa el día de mi regreso. Giró bruscamente la cabeza y se apuró a bajar por las escaleras hasta donde estábamos. Ahora me acordaba. Ya la había visto, siempre había sido especial, con ese apuro. Cuando niña yo me quedaba parada en esta plaza, y hoy ella seguía repitiendo esa demora suya.

»Esa es Mare,« dijo una mujer joven junto a mí, »la que anota a los niños en el libro de censo, ¿recuerdas?«

Me volví y temblé cuando me tomó suavemente del brazo. Mientras hablaba, sentí un temor incierto. Su mano me calmó, y cuando con la cabeza gacha me di vuelta una vez más hacia ella, reconocí a Lana. Cuántas veces habíamos jugado juntas a escondidas, con las muñecas que yo llevaba bajo las faldas al sótano, porque es que los niños aquí no jugábamos en la calle, en la plaza o bajo los árboles. La abuela me advertía siempre que no debía mostrar las muñecas de trapo.

La plaza estaba como petrificada. Ellos estaban aquí. Los primeros estaban en lo alto de las escaleras. Yo los miraba. Erguidos y con sus bigotes negros en los rostros en alto, bellos en sus sobretodos y botas, y ajenos, como sin voluntad, solo aquí o allá había aún alguna chispa en la piel y en las manos. Y nos menospreciaban, yo lo sabía.

El suelo revivía. Como si los adoquines de piedra tomaran el nerviosismo de las mujeres. Muchas se movían en el lugar, se ruborizaban confusas con las cabezas gachas cuando las botas pasaban junto a ellas. Con la cabeza a medio alzar, yo veía las sienes transpiradas; unas se frotaban las manos como si esperaran cerrar un negocio, espaldas inquietas cambiaban el peso de un pie al otro, se preparaban para algo. Yo miraba este juego y me parecía una danza oculta, calma. No había jóvenes entre ellos. Los jóvenes estaban fuera de este juego, lo veía; y me alegraba, antes no era así, según me acordaba.

No pude seguir pensando, porque Lana me arrastró tras de sí. Entramos a la iglesia, pero nos quedamos atrás y no pude evitar sentir que ella me estaba escondiendo. De algún modo le creía y no sabía qué.

Cuando entramos, había un revuelo en la iglesia, los hombres aún no se habían sentado y era como si las mujeres aún no estuvieran en sus sitios contra las paredes y bajo el coro. Ella me tomó del brazo, quería que nos quedáramos bien atrás, pero a mí la curiosidad me tiraba un poco más adelante, como si quisiera estar en el centro de la ceremonia. Empezaron a cantar. La canción no me parecía sagrada en absoluto. Cantaban sobre alguna otra tierra, con la canción quería irse pero todos seguían aquí. Estaban detrás de la barrera. No era la letra lo que los delataba. Había algo en la parada y en la voz que los impulsaba a salir. Si siempre había sido así, yo no lo recordaba. Y había algo más en la canción que me conmovía, me hacía acordar a algo, aunque estaba encerrado en una o dos palabras, una alabanza a la gente que se había ido. ¿Quizá a aquellos que habían huido como yo, y quizá porque de vez en cuando enviaban todo lo necesario ya desde antaño?

Yo no había enviado nada, y el arriendo tampoco lo iba a dar, lo sabía sin habérmelo pensado mucho.

Lana me arrastraba del brazo y yo trastabillaba. Incliné la cabeza y espié a Kate, que seguía poseída por el mal. Estaba sobre el muro izquierdo, en una silla alta sobre las mujeres, como siempre. Ella misma como desde siempre. Me miraba y esperaba. Seguía siendo fuerte y sus ojos, censuradores. Sólo sentí que la molestaba mi falta de adaptación. Con la cabeza gacha yo recordé mi lejana partida. Kate no cejó por un buen rato, yo sentía un cintilar en la coronilla. Me vio y me recordaba. Cuando terminó la canción con un grito, sentí que su voz era un golpe.

La ceremonia me pasaba de costado. Tenía miedo y no me daba cuenta de qué. No era claro, pero el miedo no cedía. Me llegaba el recuerdo de una angustia, que ahora se repetía como si yo ya la conociera y ahora la estuviera renovando.

La memoria me llevó a aquel año cuando, antes de huir de aquí, llegó a mi cama el primer hombre. Digo el primero porque en la isla después ya no los contábamos, ya no sabíamos cómo olvidar la fila ante cada cama. Yo dormía en la planta baja. De pronto me cambiaron. Un buen día una criada de la casa me llevó las cosas del piso de arriba.

Él estaba de pie junto a la cama. La poquísima luz sobre su rostro me decía que era joven y descononcido. Es que no nos encontrábamos con ellos, y hasta en la iglesia, no sé, por alguna razón, por costumbre solo mirábamos al piso.

Con horror de algo que había en mi cuerpo se quitó lentamente el sobretodo. Dejó con calma la ropa en la silla junto a los pies de la cama, que lo esperaba; se sentó con calma y con un ademán me ordenó que le quitara las botas. Recuerdo que me dio miedo, porque me cosquilleaba el estómago. Un cosquilleo cálido y desconocido, él estaba ahí de pie, el pelo rizado, lo vi de nuevo un instante, fuerte y alto, y volvió a darme una orden. Ay, debería acordarme de algo; este último pensamiento me detuvo un momento en la memoria, de cerca me llegaba algo distinto, conocido. Nada, el pensamiento me impulsaba adelante porque aún estaba vivo, el calor me rodeaba la piel cuando estaba parada, torpe, junto a la cama. Susurrábamos, él susurraba inquieto, como si tuviera prisa: “Ven, pequeña, ven”. Ya sé, yo no entendía nada. Y él ya estaba sobre mí, amoroso y tierno, quería llegar ahí, adonde tantas veces yo me acariciaba, detro de mí, y yo estaba muy rígida y me dolía. Pasó enseguida. Él ya estaba ahí de pie vestido, y lo recuerdo alto en aquella luz mínima, lo recuerdo triste cuando se iba.

Me desperté. Anduve deambulando un poco alicaída por la casa. Temí que alguna hubiera escuchado a mi huésped. Estuve esperando durante todo el día, pero nada sucedió. En algún momento me pareció que la abuela me miraba como si pescara que algo en mí había cambiado. Ese día, cada vez que pasaba por el espejo del vestíbulo me parecía que se me notaba la noche y estaba insegura, incompleta. Y llegó esa inseguridad, me esperaba en la puerta.

Vino un hombre. En plena noche y como la primera vez, también ahora se desvestía despacio de pie junto a la cama. ¿Lo habrá oído alguien?, pensé. No quería en absoluto que en la casa supieran qué pasaba en mis noches. La abuela se hubiera puesto triste. Se desvistió despacio y dejó la ropa como la primera vez. Tomó mi cuerpo y me poseyó. Fue distinto. Algo era distinto. Ya vestido, fue hacia la puerta sin decir una palabra y entonces entendí. No era el primero, y me dio vergüenza. Me llené de ansiedad. Me gustaba su cuerpo, bello y húmedo, se deslizó dentro de mí y me quedé tendida con él, satisfecha.

Durante el día estuve mal. El primero no iba a volver, eso era seguro, y no podía dejar de pensar en eso. Otros vendrán, si la cosa es como creo. ¿Y qué puedo hacer? Nada, no se podía hacer nada, todo estaba como preparado y yo estaba en el círculo de las que obedecen. El sentimiento de culpa y prohibición no me dejaba hablar de las noches. Así que callaba. Extrañaba al primero, lo recordaba en aquella luz breve. Las noches eran tan negras y las calles tan angostas que no los veía a todos y tampoco quería verlos.

Las mujeres se ocultaban con sus cabezas gachas, ahora me ocultaba yo también.

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